Sentía que moría.
Claro que siempre fue exagerado para todo, pero esta vez lo sentía.
Casi un mes de apatía total lo había llevado a descuidarse y desinteresarse de todo, y lo estaba pagando en salud: debilidad, dolores de cabeza y de estómago, desconcentración, y una alarmante falta de sueño.
Su peso había descendido tres kilos en pocos días.
Cada vez le costaba más fingir cuando lo llamaba su familia (no quería molestar a nadie) y aun así, no quería tomar las medidas que, sabía bien, podrían ayudarlo.
Prefería mantener la fe, la esperanza.
Pero su cabeza lo tenía claro: o hacía algo o se moría.
Y decidió vivir.
Analizó su fe, la sometió a la razón, y esbozó una húmeda y triste sonrisa cuando supo que debía perder toda esperanza.
Poco a poco se fue sintiendo mejor.
Se estabilizó sin necesidad de soñar ni fantasear: tan solo siendo realista.
Como una lagartija, prefirió perder la cola y no la vida.
Aunque la probabilidad de que le creciera nuevamente era mínima: ya había perdido demasiadas en su vida.
Cierto día, ya con su flamante apéndice regenerado, y a punto de levantarse de la cama, recibió una llamada; el número le sonaba conocido, pero no lo ubicaba.
Atendió.
- Hola...
- Hola... suerte que contestaste. Quería decirte que ya lo pensé y me decidí: quiero que volvamos, que seamos felices juntos, porque te extraño, te necesito y...
- Perdón que la interrumpa, pero... ¿quién es Ud?
Escuchó un silencio, luego un ahogado llanto, y cortaron.
Por unos minutos pensó qué extraño había sido todo aquello, pero tenía que seguir con su vida: fue al baño, tomó su medicación, preparó el mate, volvió a la cama y encendió la TV... |