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En principio soy un hombre de principios. No estoy seguro de cuales principios pero al fin y al cabo son principios y no fines. O sea, es cuestión de acomodarlos y tirar para adelante por esta existencia tan morrocotuda.
Para ser más explícito lo expresaré sin orden ni concierto. Estas son algunas de las bases que me sirven como pista de despegue rumbo a un destino que desconozco... quizás a ningún sitio o a otro. Solo Dios lo sabe. ¿Lo sabe?, ¿lo sabrá? Mmm…
Debido a que la operación de eso que le llaman pensar no es mi fuerte. Como tampoco bucear en los meandros filosóficos es mi debilidad, simplemente intentaré enunciar algunas de estas basas (con “a” así en femenino o mejor “bases” también en femenino, (solo para que no me juzguen como un insecto homofóbico).
En primera instancia –aunque para el producto el orden tiene “0” de valor–, diremos que el amor, lo que se dice AMOR, requiere demasiado amor para ser aplicado en su auténtica dimensión. Porque si hay amor a medias, entonces ya no es amor auténtico. Creo que lo mejor es amar con las dos medias. Y si ambas combinan y están elegantemente calzadas, pues tanto mejor. Con rigurosa modestia, sin exageraciones ni para un lado ni para otro, prefiero practicar cierta estimación a los sentimientos exorbitantes hacia personas, animales, extraterrestres o determinadas cosas que nos rodean o no, bueno quizás ni eso. ¿O somos nosotros los que los rodeadores? Será, pues, que mi corazón está preso y aherrojado con cadena de hierro a las sinrazones de las anti-leyes de la relativa relatividad. Cómo será, pues. Mejor ni tocar este punto.
No importa. Yo comprendo -aunque ni tanto- que no me comprenda nadie. Para demostrarme lo contrario, solo me bastan y sobran determinados argumentos persuasivos que me convenzan de lo contrario. A propósito de ello o de nada de lo antedicho, te contaré algo. De resultas que tuve un sueño que según barrunto no tuvo nada de sueño. Más bien se trataría de un ensueño impensado. Aunque quizás o más seguro -todo es posible en una vivencia- imposible que pudo o no acontecer. Total a quién demonios le importa.
En cierto sentido, fue una realidad que todavía no ha acaecido, pero que sucederá en el día y en el momento preciso. Eso sí lo tengo claro. Acaeció el viernes o miércoles y a medianoche, cuando de pronto me vi vagabundeando por calles que no había visto en mi vida, ni siquiera en el cine o fotografías.
Caminaba a paso cansino por un pueblucho bastante miserable. Fue en aquel o en otro momento que vi a un viejo apoltronado en la puerta de su tugurio. El hombre se la pasaba zangoloteando su viejo corpachón en una desvencijada silla mecedora. Para colmo casi no paraba de hacer morisquetas a las que se sumaba un tenaz tic en su cogote de tortuga. Y en simultánea le daba por hacer fintas de alguien que quiere espantar bichos voladores, que por cierto no lo acosaba insecto alguno. Se abanicaba frenéticamente con la tapa de una vieja caja de zapatos. De pronto fingió dormitarse. Advertí que su ojo izquierdo se encapotó herméticamente bajo un grueso párpado plagado de carnosidades. Mientras que su sanguinolento ojo derecho permanecía abierto, vigilante, vigilando cada uno de mis movimientos. Con o sin razón, supuse que el viejo era un acechador paranoico y que esa era la razón monda y lironda para no quitarme su torva mirada, esa mirada que escalfaba el equipo gemelo que llevo una cuarta o un poquito más abajo del ombligo (la verdad es que no he tomado las medidas exactas). Mira que te mira, es que él era tan, pero tan…tantán, no sé qué cosa.
Esta extravagante actitud me hizo sospechar que llevaba muy dentro de su desvalida carcasa –invisible como un feto esperpéntico– a un taimado asesino en potencia. Tuve la certeza, casi la obsesión de que, para su capote, el carcamal estaba rebuscando en su muy de adentro la fórmula perfecta para liquidarme aplicando una estrategia aséptica para eliminarme sin dejar huella alguna. Es decir, ansiaba efectuar un crimen perfecto, mismo killer chusco.
Como se imaginará usted (o tú, cuestión de gustos) yo no cesaba de preguntarme cuál sería la razón para odiarme de tal manera porque hasta ese momento yo nada había hecho para merecerlo. Esta terrible dubitación me llevó a imbuirme en profundas disquisiciones. Repentinamente tuve la convicción de que él no tenía solo un móvil, sino que eran varios para desear borrarme de la faz de esta tierra.
Lamentablemente, me dije, la cosa ya no tiene remedio. Como se develará al final de esta historio, hoy me encuentro arrepentido con toda el alma de mis falsas conclusiones sin tener prueba alguna contra el pobre viejo. ¿Pero de me qué vale llorar lágrimas de sangre, cuando ya no hay nada que hacer? Mientras escribo esta vivencia he de pagar mis muchos defectos y bestialidades que guardo dentro de mi renegrido corazón. Y lo voy cancelar al contado con mi propia vida. No hay forma ni manera de cambiar el destino ¿no es verdad?
Pero antes de confirmar mis terribles especulaciones debo dejar sentado en estos papeluchos algunos de los indicios por los que deduje o lo sospeché -con argumentos ligeramente cartesianos- que este viejo me aborreció desde antes y o después de conocerme de testa a patas.
Todas las apariencias, al igual que la loca de la casa, indican que al anciano lo devora la versión más abyecta que posee la más cruda de las envidias.
Valgan algunos de los contundentes ejemplos.
A saber: Mientras que aquel provecto varón solo conseguía cubrirse con los más elementales y mugrientos harapos (para colmo pringados con secreciones dignas de toda sospecha), yo siempre me destaco, me he destacado y me destacaré por el impoluto aseo de mi cuerpo y la sobria elegancia de mis atuendos. Que recuerde, jamás he dejado de lucir bien emperifollado. Siempre he lucido mi persona con una suntuosa levita de paño azul eléctrico combinada armoniosamente con mi sombrero tricornio de vistoso y sobrio color magenta. Lógico, pues, hay que artificiar el tarascón atávico del arte que lo adorna a uno ¿o no? ¿Dime ahora si este solo detalle no es un motivo más que suficiente para que este carcamal naufragara en el proceloso mar de la envidia con la consiguiente mala leche?
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Pero aún hay otra importantísima causal para que el vejancón viviera devorando hasta la mismísima pepa del pútrido fruto que produce el árbol de los celos. Ojo, pestaña y ceja: yo derramo cataratas de bonhomía, soy joven sano y lozano, exageradamente apuesto, romántico perdido, ilustrado y por si fuese poco mozarteano hasta mis entretelas auditivas. Fíjate que a mis veintitrés años he llegado a ser un músico infernal. Hasta las estrellas del cielo palidecen cuando me escuchan interpretar mi infinito repertorio. Y es que he llegado a dominar la mar de instrumentos de cuerda y de viento. Toco con la mano izquierda la guitarra y el cajón. Y con la mano derecha la ocarina y el saxofón. Bien me lo dijo mi madre: hijito lindo, esas extraordinarias dotes se las debes a tu finada abuelita, discapacitada la pobre. Como carecía de brazos, tañía la cítara con los dedos de los pies, en tanto que con la boca soplaba una pequeña armónica sujeta a sus antiparras de ciega. Ella fue digna de admiración donde y cuando se presentara, sobre todo cuando interpretaba a Strauss, a los Beatles, a Beethoven, a Pérez Prado, a Schönberg. Además, de lejos supero en la improvisación en el bebop a Dizzi Gillespie y a su carnal Charle Parker. así como en la composición del gran Agustín Lara. Y por si todo esto fuera poco dejo a la zaga a muchos otros monstruos de la Alta Escuela, tal como Les Luthiers & David und Betsabé Sinphonie.
El caso, en este caso mi propio caso, el espantoso anciano quería y debía matarme sin dudas ni arrepentimientos. ¿Por qué diantres? Pues porque así lo manda la ley de la rebelión de la sevicia humana, que dicta: “En ausencia de cuerpo ajeno que estorbe, cero competitividad del soma ” .
No obstante existe otra causal de orden metafísico –por lo tanto, disuelto en criterios ambiguos y nebulosos–, el tal vejete está o estuvo persuadido de que la Madre Diosa requería a ultranza el crimen para justificar la inutilidad de una existencia más perfecta que la propia Mamacha Natura. Y, aparte de modestia falsa o auténtica, ese ser perfecto soy yo. Para aclarar la antedicha y o aparente galimatías, lo obviaré en pocas palabras: El viejo se sentía lo suficientemente reprimido como para desear la implosión de sus pasiones y así poder catapultarse de su hibernal universo en el que vegetaba. Suponía que de esta guisa hallaría la plenitud arcádica. Esa libertad que le reclamaba a su dios personal no era la de los principios sino de los instintos.
(En cierta oportunidad, que todavía no ha llegado, el viejo me envió una mugrienta esquelita con una letra casi indescifrable: La justicia y la ética no tienen existencia, solo es real la divinidad de todos los actos imperantes
Cuatro de la mañana de algún día.
Justo al frente del antro donde vive el viejo se yergue la única cantina-varieté de este poblado. Es en este establecimiento donde noche tras noche he venido evidenciando mis habilidades de músico virtuoso. A la pusilánime hora del incierto amanecer algunos parroquianos que aún restaban decidieron pagar su consumo y retirarse de “La Encantadora” (así se llama este cuchitril). Uno por uno, en fila india, macheteó con palmadas de hipotética estima las opulentas espaldas del patrón y dueño, don Medardo, un inquietante Minotauro que en cierta oportunidad se fajó contra cincuenta patanes y los echó a la basura.
Los parroquianos, muy zalameros, le iban diciendo que la velada en su bar estado de lo mejor, sumamente interesante, la mar de pedagógica y otros camelos totalmente absurdos. Ignoro a que vino tanto aspaviento, tanta cursilería si las cosas había transcurrido igual de monótonas como todas las noches, habitualmente rezumadas con el hálito letal de un aguardiente de mala madre. En fin, solo eran melosos cumplidos para justificar sus estúpidas chácharas soeces, sus divagaciones gaseosas, sin la suficiente potencia para perforar la duramadre –égida de la racionalidad– de aquellas seseras maceradas en alcohol.
Las alas de mariposa de las puertas batientes se agitaron una y otra vez, en tanto otro grupo rezagado también fueron saliendo del bar. Zonzamente el patrón escudriñaba con su mirada a cada uno de los parroquianos como si no los conociera. Sin embargo siempre eran los mismos borrachos de cada noche. Finalmente, se fueron todos, excepto el patrón y claro mi propia persona.
En virtud a mi riqueza interior y a mi aguzada facultad para la introspección en su más profundo nivel, continué atornillado abrazado a mi querida guitarra gitana. Así, imbuido en mi concentración, iba libando con lentitud a sorbitos tranquilos mi único trago de toda la extensa velada. Cada lágrima de esa pócima corrosiva, eso sí, tremendamente meditada y estupendamente administrada. De esta manera efectuaba sesudamente una óptima reingeniería de las secreciones glandulares del raciocinio teleología cósmica (ojo: no teología) Solo una copa, insisto, porque además, era imprescindible cautelar mi seguridad y mantenerme absolutamente lúcido, en estado de alerta. Caso contrario, el viejo de enfrente aprovecharía mi turbación etílica para atacarme con una piedra o con su palo, tantas veces como fuese necesario para cumplir su cometido.
Al filo del alba, surgió la imprecisa voz de un claro despertar que me fue soplando muy quedamente, amigo mío, anticípate y mata a ese viejo orate antes de que sea demasiado tarde. Comprendí que no era un mandato, nada imperativo, que lo ligase a la libre voluntad de mi albedrío. No obstante, el preclaro poder que dominaba mi pensamiento, la fuerza inasible que tanto me había concedido, el temor pertinaz a un acto de sangre que jamás me hubiese atrevido a desear, casi debió haber percutido en la carga de pólvora de mi resistencia. Fue en ese momento, cuando sentí a mi lado una invisible e ingrávida presencia, quizás mi doble en la dimensión antimateria. Esa presencia levantó su apodíctico índice hizo que se remecieran mis entrañas y hasta la última célula de mi humanidad. Este superlativo ademán fue relievado de inmediato por una fulminante ordenanza, debes convertirte en rebelde metafísico pero de ninguna manera en un criminal frustrado de piara de Némesis.
Cuando esta presencia se diluyó en la infinitud, mil y una cavilaciones fecundaron mi luminoso cerebro. Indubitablemente, una de estas mil y una disquisiciones, la más rotunda y omnisciente debía ser parida cuanto antes. Apliqué la lógica deductiva, para arribar a la conclusión de que las dudas son dubitaciones de las dudas. Ahora la situación se presentaba tanto o más cristalina que las propias aguas de la Fontana de los Vientos del Origen.
Bruscamente se interrumpió mi estado de ensimismada iluminación. Tras de mí se abrió la portezuela verde que daba a la trastienda, donde vivía el Patrón. La iluminación del interior de la habitación dibujó a contraluz una silueta contundente que rellenó el hueco de la puerta. De reojo, advertí que esa silueta le pertenecía a un hombre que no era de la aldea, se trataba, pues, de un forastero tupidamente barbado. Traía el pelo húmedo y la bragueta del pantalón en desorden. Se acercó a mi lugar masticando infectos pensamientos que identifiqué con facilidad. Por ello, pasé de largo mi mirada hacia otra parte, como para demostrarle que su compañía no me interesaba un pepino. El forastero, por su parte, por el simple gusto de hacerse notorio, descerrajó un sonoro jugo de flemas. Su correoso limazo tatuó el piso de cemento, muy cerca de mi pie, un amorfo atlas con relieves gelatinosos. Orondo, con sonrisilla distraída, enarcó los huecos de su nariz y chupó el viciado oxígeno que repletaba el ambiente. Como vio que ni con esas manifestaciones conseguí mi atención, me dirigió la palabra:
– Disculpe usted, mi amigo, pero es que vengo de pasar horas muy gratas, deliciosas diría. Por eso quisiera compartir esta noche de gozo con usted. ¿Sabe? La hija del patrón y yo hemos hecho prodigios en la cama. Esta sí que fue mi gran noche. Usted se extrañará que se lo confíe ya que apenas lo conozco. Pero, recuerde, apenas llegué a este magnífico bar le solicité que interpretara “Pavana para una infanta difunta”, de Maurice Ravel y usted le arrancó una vida prodigiosa a su instrumento. Adoro a las infantas, más aún si están vivitas y meneadoras. En compensación a su prestación armónica, el día de mañana usted recibirá un óbolo de mi generoso bolsillo. Así y todo, vuelvo a pedirle que excuse la intromisión. Pero cuando un cuerpo está satisfecho… bueno, uno quiere que todos sean felices.
Apuré el último suspiro de mi trago y articulé cada palabra de mi contestación con el más gentil de mis registros bucales:
– Es halagüeño que usted me haya elegido como depositario de su placer. Pero, a la vez, me es absolutamente ingrato haberlo escuchado. Y si su ánimo no estuviese tan alterado por la lubricidad, se percataría que no ha sido nada atinado hablar de este controvertido tópico.
Cuando el semblante del forastero comenzó a desfigurarse con un rictus desafiante. En ese justo momento y en mi beneficio, el patrón-Minotauro se aproximó a mi mesa. Para que no se enterara del contenido de nuestro diálogo, inventé una salida algo absurda:
– Oiga forastero –¬le espeté, casi a gritos– , lo que usted me está pidiendo es una locura. Aún así, por mera cortesía, le puedo mostrar la belleza del bosque de eucaliptus. Aunque debido al aguacero, el monte debe estar totalmente fangoso.
El forastero, que no había advertido la proximidad del patrón, se sorprendió de mi salida fuera de lugar. Enseguida, cuando proceso mi astuto ardid, mutó su asombro por una sonrisa de perturbada inteligencia, y me dijo:
– Al diablo, cuando escampa el aire se purifica y no importa que los pies se embadurnen con el cieno en tanto los pulmones se vivifican. Entonces, ni una palabra más… ¡andando!
siquiera barruntaba que este canalla lo había convertido en un padre deshonrado. Por su parte, el forastero, no encontraba palabras para responderle. Simplemente, le hizo una exagerada venia y permaneció inclinado interminables segundos. Tuve que darle un recio empellón para llevármelo afuera.
Una vez en el exterior, vimos a la hacendosa Clarisa, la hermosa criadita era una cosita atrevida, una delicada avecilla de algún paraíso encantado, una doncella casi etérea. No obstante, ella, muy concentrada en su recia faena, estaba en cuatro patas dándole con cepillo y lejía al pringue del embaldosado del pórtico. Llevaba un sencillo vestido de percalina blanca que traslucía las sinuosidades de su figura. En cada rítmica pasada del cepillo, sus pechitos de niña virgen se mecían con la deliciosa sincronía de letíficos badajos de campanitas de plata. El sinvergüenza del forastero me hizo un guiñó, adivinando mis extraviados pensamientos. Luego. Se quedó quieto como una estatua libidinosa, mirándola con apetito, como si no hubiese descargado sus instintos en esa noche de placer. Era insaciable.
Nuevamente tuve que remecerlo para que no se comiese de un bocado a la criadita. Finalmente avanzamos por la rúa aún desierta. Con extremo disimulo, lance un disimulado reojo hacia la covacha del viejo para certificar si aún mantenía su mirada asesina. Cosa inaudita, su sitio permanecía vacío. Este vejete que jamás se movía de su desvencijada mecedora así anocheciera, lloviera o tronara. Estaba tan arraigado a su lugar como un centenario ficus, como una roca que no la inquieta ni la peor de las borrascas. ¿Qué le habría pasado? ¿Habrá muerto?
Esta posibilidad hizo que mi corazón latiera con jubiloso estruendo. Muerto o grave, qué maravilla, grité a todo pulmón. El forastero ni siquiera me miró. Entonces, para llamar su atención, doble mis piernas y levanté los brazos con todas mi fuerza. Las coyunturas me crujieron con el mismo contento que castañuelas andaluzas. Lancé al aire mi sobrero tricornio para recibirlo con jactancia en la cabeza. Pero el forastero seguía sin inmutarse, simplemente seguía caminando con la cabeza gacha, rumiaba sin duda sus peripecias en el tálamo con la hija del patrón. Lo estimulé con un suave golpecito en la espalda. Nada, ni siquiera me dio un atisbo de cortés atención. En cambió me asombré cuando comenzó a dar tremendas trancadas. ¡Ahora cómo podría seguirle paso!
La atmósfera lucía casi diáfana. Ahora se podía apreciar nítidamente sus calancas ejecutando un irreprochable paso de ganso, al estilo de las tropas nacionalsocialistas. Este individuo es nazi hasta los tuétanos, supuse. Al llegar a la calle Los Floripondios, pude escuchar que tarareaba muy quedamente una tonada marcialmente monótona. ¿Ahora qué se proponía este nazi?, ¿ofenderme? Claro que yo tenía la opción de prescindir del paseo y de su estúpida cantata. Pero su actitud me intrigaba. ¿Por qué me ignoraba? De pronto, como si hubiese escuchado mis pensamientos, al verme rezagado, con tonante voz de mando el forastero exclamó ¡Compañía! ¡Alt…! Y se detuvo en seco, en posición de firmes. Una vez que me vio a su lado, volvió a rugir ¡Compañía, march…! Y arrancó de nuevo con su intransigente paso teutón.
Mis fuerzas no daban para más esfuerzos. Ya estaba tomando la decisión de retornar a mi cuartito, para sumergirme en la tibieza de mis sábanas y que este extraño desorientado se las viera por sí mismo en ese recodo del camino. Una vez a solas, bien arropado en mi camita, me mofaría de su arrogancia, apagaría la lámpara del velador para no ver el reflejo de su imagen en mi valiosos espejo con marco de pan de oro, que se inclina con elegancia frente a mi lecho. Luego de un sueño reparador, al despertar caería en cuenta de que toda esta trama solo había sido un mal sueño.
Hermosa perspectiva.
Cuando me decidí a abandonarlo, dude de si debía o no despedirme. Entonces creí oportuno alcanzarlo, ponerme delante de él para esperarlo con los brazos abiertos para darle un conceptuoso abrazo de despedida, sin pizca de rencor o de aversión. Al percibir mi afabilidad de caballero, el forastero aminoró su paso y se detuvo. Hizo unos misteriosos guiños y con la mano derecha dibujó en el aire extraños signos undulantes que no llegué a comprender en absoluto. Barrunté serían señales arcanas con las que me expresaba algo. Un algo que ye no comprendí ni quería hacerlo. Me llenaba de temor.
– ¿Qué me quiere decir con esa extraña mímica? , pregunté.
– Nada, nada. Solo deseaba conocer su opinión acerca del pimpollo que fregaba el piso de la cantina. ¿En realidad es una criada?
– Sí, una pobre criadita, es sordomuda.
– Tal vez tenga usted razón. Y aunque no la tenga, la cara de la muchachita me recordó a la hija del general de mi glorioso Regimiento.
Ahora tenía la plena certeza: este forastero era militar. Y si es que pertenecía a cualquier fuerza castrense, si era un hombre de armas de seguro debía poseer una. Y si la tiene puede dispararla. Y si puede hacerlo, entonces puede matar a quienquiera. Ergo, si yo le he otorgado mi generoso valimiento para librarlo del minotauro, puesto que si él se llega a enterar de lo que este forastero le ha hecho a su virginal hijita, no hay duda que se vengará de su canallada. Formulada esta teoría –justo en ese mismo instante–, mi yo antimateria se hizo escuchar:
– ¿Ves? El destino está en nuestras manos. He ahí nuestro sicario, pídele al forastero que de una buena vez acabe con el viejo. Es nuestra oportunidad de oro. ¡Aprovéchala!
Pensé en la mecedora, pensé en su tenaz balanceo, pensé en el viejo y sus viscosos ojos de molusco loco, visualicé acurrucada en su pútrido corazón la sed asesina que se traslucía por su apergaminado hueso frontal. En esas estaba, cuando mi yo antimateria volvió a la carga:
– Recapacita, tienes en tus garras a este militarcillo, no se puede negar. Y si lo hiciera, tú lo chantajeas amenazándolo de esta guisa: Mata al viejo y si no lo haces yo le cuento al feroz patrón la cochinada que le has infligido a su hijita, la luz de sus ojos. Pero si cumples con mi pedido yo puedo poner en tus manos a la apetitosa Clarisa, la criadita sordomuda. Para mi es fácil hacerlo, ¿qué me dices? ¿te satisface mi propuesta?
Ante esta iniciativa a la que me empujaba mi doble antimateria, guardé respetuoso silencio, mientras mi cerebro hervía con mil y una disquisiciones encontradas. Y mientras sucedía este caos de dudas, el forastero había seguido parloteándome sabe Dios de qué. Ahora él hombre tenía el cuello y el rostro abochornado, mientras el centelleo de sus ojos no cesaba de lanzarme dardos, como incitándome a que le formule la propuesta para matar al viejo y devorarse a la Clarisa.
Pero en vista y razón que este no era el momento oportuno para dispararle mi solicitud con su chantaje más, se me ocurrió un brillante tejemaneje. Primero tenía que humillarlo hasta que –como hacen en el toreo– bajarle la testuz. Como el forastero no podía leer mis pensamientos, yo lancé al aire variopintos suspiros tal como debe hacerse en un día de crimen. Luego le espeté:
– Mire usted, querido forastero, la verdad es que mi físico no da más. Nunca podré seguir su enérgico paso de vencedor. Mire usted, le propongo más bien que me suba a sus viriles hombros para servirme de cabalgadura. Me sacaré la correa para valerme de ella como eficiente rienda que lo guiará hasta el bosque de eucaliptus.
– ¡Estupenda idea, amigo! –exclamó con impredecible entusiasmo– Yo pertenezco al cuerpo de caballería, así es que conozco a la perfección el comportamiento de los equinos.
Y diciendo esto, sin más ni más, se puso de cuclillas y yo con suma facilidad lo monté como si no fuese la primera vez que lo hacía. Enseguida, ensarté mi cinturón de cuero entre su dentadura y presioné con firmeza mis rodillas a su cogote, y ajusté mis piernas a la altura de sus riñones. Luego de un ¡arre caballito! lo acicateé con los tobillos. Obediente y servil, mi corcel trotó con el elegante manoteo de un caballo de paso purasangre. Realmente, el forastero se mostraba más tratable como caballo que como persona.
Cuando fui aflojando la rienda y presioné mis talones en sus ijares, mi solípedo obedeció. Aligeró la velocidad de su trote sin perder la suavidad de su amblar. La luz del día ya era más que suficiente para poder bajar con seguridad por el empinado sendero plagado de peñascos puntiagudos.
Lamentablemente, la digestión de mi corcel era muy mala, el hecho de que no parara de soltar sonoras ventosidades no era la clase de aventura con la que yo había soñado. No obstante, pese a estas irregularidades gástricas, yo me sentía cual un opulento mercader persa. Se me antojó detenerme un instante. Procedí a sofrenarlo halando la brida con decisión de amo y señor. El caballo, muy obediente, se detuvo en seco. Qué admirable docilidad.
Me volví para otear el poblado. Vi que aún la luz amarillenta de las lámparas de aceite aún titilaban en algunas ventanas. A la distancia, por la otra ribera del río, distinguí a un ser humano caminando con una gran tea en la mano. Pero como esta persona me era indiferente, me apresuré a espolear con las rodillas al caballo. Y ya no volví a mirar atrás.
Entretanto, encontré sumamente grato esta salutífera cabalgata por aire puro que me hacía respirarlo a raudales. Y para hacer más salvaje mi paseo, ordené al cielo que soplara todavía más fuertes ráfagas de viento contrario. Me obedeció al instante. Yo reí y grité encorajinado: ¡Viva el lujo y quien lo trujo!
Una vez saciados mis pulmones con montonales de oxígeno vital, extraje de mi bolso las tijeras para cortar el ventarrón. Nuevamente la brisa mañanera regreso convertida en dulce aura acariciadora. Mi piel irradió felicidad por todos los poros. Entonces, me provoco estrangular el cuello de mi cabalgadura, pero el bridón siguió su camino como si no sintiera el apretón
Me arrepentí de haberlo torturado con tanta rudeza. Recuperé mi buen estado de ánimo, porque aprecié que los rayos del sol se filtraban con alegría sin par por entre las copas de los enormes árboles con sus hojas aljofaradas por el rocío del alba. Entonces, ordené que el tiempo se detuviera en este instante mágico para disfrutarlo hasta las heces. Ahora debía redondear mi plan:
– ¡Ay de mí! ¿de mí qué hay? –chillé como lo hacen en las tragedias griegas– Si no aparece nadie para venir en mi ayuda, entonces nadie aparecerá.
Y solté unos lagrimones de culebrón de teleteatro. Me salió perfecto. Tan profesional me resultó el dramatismo de mi actuación, que la garganta de la montaña se abrió como los pétalos de un botón para convertirse en una gran rosa olorosa que me cantó una soberbia melodía:
– “Oh, intrépido jinete
al fin hallaste
al piadoso ayudador
de los músicos-aedos.
No más esperas.
No más lamentaciones.
No más angustias.
De una vez, anímate,
formula tu deseo
que es el deseo
de los dioses
¡serás escuchado!
Por alguna razón, que nunca he llegado a comprender, el forastero-caballuno mancó feamente y cayó por tierra cual fardo de plomo. Comprobé que tenía un espantoso hematoma en la rodilla. Aproveche esta circunstancia y prorrumpí en grandes voces apelando a los buitres montañeros. Muy sumisas las horribles aves negras se posaron levemente alrededor del forastero para cuidarlo, mostrando sus graves picos amarillos. No encontraba respuesta cabal del por qué mi caballo-forastero lucía los ojos desorbitados, si la luz del amanecer se veía preciosa. Observaba solo unas pocas nubes frágiles confinadas en las capas superiores que la brisa arrastraba y estiraba como un velo sutilmente bordado. Aunque, franqueándome, poco o nada me importaba el terror que paralizaba a este forastero. Y como la montaña es vanidosa y vengativa me vi obligado a amainar sus arrestos. Así pues, levanté armoniosamente los brazos hacia sus riscos y salmodié una bucólica plegaria:
– “Sí, claro que sí, por supuesto montaña, eres glamorosa y los bosques de tu ladera occidental son nutricios. Me alegran el espíritu y me levantan el corazón hasta integrarlo a sus panorámicos misterios. ¡Aleluya! También tus coloridas flores me satisfacen y entonan mi alma cual sinfonía angélica. Y la hierba del de tu prado ha crecido y es fuerte. Me refrescas. Y aquel aguerrido matorral que matiza tu maternal falda, pincha la piel de manera tan inesperada que hace brincar nuestro pensamiento. Ah… pero tú, ensortijado río eres el que me produce el más insondable de los placeres. Y tanto que jamás temeré entregarte mi existencia confiado en la plata de tus aguas flexibles.
Luego de haberme desgañitado diez veces seguidas con estas vibrantes loas, a las que acompañaba humildemente con pequeñas sacudidas de la esbeltez de este cuerpo mío, dejé menear mi cabeza para , de paso, observar la reacción del forastero malherido y en sutil posición ligeramente yacente. En provechando de estas proficuas circunstancias, cerré los ojos y expresé a viva voz:
– Pero ni tú montaña, flor, hierba, matorral, río ni nada ni nadie que los circunde podéis socorrerme o sacarme de este trance que me orada hasta el tuétano del pertinaz agobio. Al menos os ruego que inspiréis a algún valeroso guerrero para que venga en mi ayuda…
Hice una dramática pausa mientras solapadamente le echaba un reojo al forastero. Comprobé que las cuencas de sus ojos se hallaban humedecidas por causa del derrame de un borbotón de perlas en estado líquido. Y en su rodar iban dejando una tortuosa impronta en su curtida tez. No hay caso, lo había conmovido hasta sus mismos compañones. Mi causa andaba por óptimo camino: el forastero fue soltando una a una las mismas palabras que yo quería oír.
– Señor genio musical –musitó– lo exhorto a que me confíe cuál es el entripado que atormenta su lírico corazón… ¿será posible que yo pueda aliviarlo?
– No lo creo –repuse con la conveniente hipocresía del caso. Solo podría
Sacarme de este pozo de dolor un hombre sensible como Virgilio y valeroso como Odiseo, alguien con el corazón de león de Ricardo, alguien capaz de jugarse la vida por este musiquillo que nada vale… Algún héroe que posea la visión del azor espiritual para desentrañar este encerrizado tormento que viene royendo hasta las bases de mi alma.
Ahora sí. En definitiva, había acertado al pulsar la cuerda precisa: la clave bien temperada. Al instante el forastero emitió la melopea que yo le había inspirado:
– Olvida o no sabe, señor músico, que yo soy un soldado varias veces condecorado con la Cruz de Honor por mi valor indestructible en los todos frentes de batalla que se puedan imaginar. Nada me arredra cuando hay que luchar por una causa noble, aún a costa de entregar la vida.
Rasquetee adrede una de mis orejas, si mal no recuerdo, la izquierda. Fingí a la perfección hallarme un estado de profunda cavilación. Luego de plúmbicos instantes, ex profeso farfullé entumeciendo el tono de mi voz:
– Alguien me quiere matar y para evitarlo habría que anticiparse.
– ¿Anticiparse? ¿qué entiende usted por anticiparse?
– Muy simple – espeté en tono neutro– , habría que acabar con la vida mi virtual verdugo.
– Pero… –le flaqueó la voz, trastabilló, se enrolló como una culebra a la defensiva– ¿A quién habría que matar? ¿… y usted pretende que yo asesine así como así a un ser humano?
– Y qué remedio queda, o yo o él.
– Oiga amigo, si esa persona quiere matarlo usted puede prevenir a la autoridad de su pueblo.
Con esa inspiración histriónica con la que a los dioses les plugo dotarme, ejecuté una mímesis que transmitía mi absoluta desilusión.
– Claro, ya lo barruntaba. De antemano supuse que usted buscaría el camino más fácil, también… el más cobarde. Raciocine usted varón ingenuo, con qué pruebas podría acusar las intenciones de un vejestorio decrépito que ni siquiera se puede mover de su sitio.
– Ah, carajo. Además su enemigo es un inerme anciano. Mire usted, yo me he batido con el arrojo de un espartano cuando de guerrear se trataba, pero eso de asesinar…
– Ya veo, se amilana por poca cosa, qué tal mirmillón de pacotilla es usted.
– Óigame bien caballerito, no le permito ofensas de ese calibre. Soy un soldado bravío, no un homicida. Según veo usted no cree en Dios…
– ¡Vaya! ¡Mire quién viene a hablar de Dios! Un crápula seductor, un violador de doncellas virtuosas…
– Vamos por partes, don insolente. Una cosa es… y otra muy diferente…
Un flotante mohín azorado ensombreció las facciones antes gallardas de mi mariscal vengador, ahora sí lo tenía arrinconado contra mi acero y la pared de sus vicios lascivos. Solo me restaba debilitar la voz de ese su dios particular. Ahora había que aplicarle el puyazo definitivo.
– Piénselo, medite, ese dios tan titubeante que usted se ha creado le hace confundir la lógica de sus pasiones con la nobilísima acción de acabar con un individuo a todas luces nocivo. Recuerde que la falsa virtud y el vicio se confunden en el féretro. Sucede que usted trata de invertir el orden tradicional del razonamiento al colocar la conclusión antes que las premisas.
– Yo… yo estoy mareado. Sería más interesante si consiguiera entender de qué se trata todo lo que me está diciendo. Solo le estoy afirmándole que yo no mato a la gente por presunciones de un chiflado. Reconózcalo, usted no está en sus cabales.
– ¡Basta! –grité airado, y proseguí con la flor negra de mi estrategia– No existe divinidad que sea amigo incondicional de los seres humanos. Todos los dioses son homicidas, lo cual nos obliga a corresponderles con un deicidio cuando sea necesario. Créame, los dioses matan por igual a inocentes y culpables, por lo tanto aprobarán con júbilo a un valiente que se mata en honor de la verdadera justicia.
– Lo que ocurre –me dijo con ironía–, es que usted se está cagando de miedo. Pero sepa que yo no conozco qué es el miedo. Eso de meditar en calma un plan sangriento, es un ministerio que no se comprende.
– No sea necio. Usted debe terminar con ese viejo…
Y como señal de mi absoluta superioridad, me incliné para tamborilear sus encogidos genitales con mis estilizados dedos de artista. Al ver la determinación de mi desenfadada actitud, el forastero quedó perdido en el umbrío bosque de un total desconcierto. De seguro nadie en su vida lo había tratado de macho a macho. No obstante, para mi sorpresa reaccionó.
– Y si usted cree ser la víctima de un viejito baldado, no entiendo el porqué quiere embarrarme a mí y no toma justicia por sus propios medios. Total, es un ser indefenso.
– No me haga sonreír de pena. Si yo lo mato me juzgarán y me ejecutarán sin remedio. Por antonomasia yo sería el único sospechoso. Todo el pueblo conoce el odio que reina entrambos. Pero si un extraño como usted lo mata y sigue su camino jamás sospecharán de mí. Ya me cuidaré de buscar la coartada perfecta para que todos me vean a la hora que usted esté cumpliendo con su deber.
El forastero se quedó sin argumentos en contra, ni teóricos ni fácticos. La mollera no le daba para mayores trámites. Pero si seguía en sus trece, emperrechinado en su negativa, yo tenía otro naipe bajo la mesa. Ahora sí, la carta decisiva.
Siguiendo a pie juntilla los pérfidos consejos de mi yo antimateria, tuve la osadía de iniciar el más vil de los gambitos. El chantaje. El forastero escuchó mi amenaza, asimiló su contenido y sonrió con cínica ironía. Entonces, golpeó con deslumbrante cinismo cada una de sus sílabas:
– Sépalo usted, amado mío. Si yo pasé una deliciosa sesión en el tálamo de la virtuosa damita de ese bar de mala muerte, el mismo donde usted dilapida su arte musical, se debió a que yo solté una generosa remuneración que satisfizo con creces al mismísimo patrón de “La Encantadora”. No tiene más que preguntarle.
Como se ha de comprender, quedé perplejo. Los colores carmesí, que trae consigo la vergüenza propia tiñeron mi rostro y compungieron mi espíritu. Vaya, me dije, Así es que la degeneración del minotauro ha arribado al colmo de prostituir a su propia hija. Si bien tenía la cara incendiada por el rubor, mi cuerpo estaba congelado por el escándalo. Mas de pronto, a mi desesperada señal a mi yo antimateria, en el acto me envío un cálido ventarrón que me devolvió la ecuanimidad. Ya repuesto, rebusqué en el bolsillo de los recursos desesperados la nueva baraja devastadora.
– Escuche señor forastero, para este humilde músico que le está parlando le es en extremo sencillo ponerle en el catre a la ricotona Clarisa. Una palabra y un juramento de usted bastarían para que usted disfrute a su entero antojo a la doncella que saciará sus apetitos carnales.
Al escucharme, el rostro del forastero se incendió. Se le espumaron las comisuras, sus ojitos de crica se saturaron con las maromas de inquietos espermatozoides virtuales y la pira satánica de su pene entró en combustión. De su caverna bucal se enarboló una repentina erupción en forma de eructo, que impregnó el aire circundante con efluvios de solfatara. Excitado, se atusó su barbado carrillo y prorrumpió su respuesta cascabeleando su espasmódica voz pletórica de lubricidad:
– ¡Ajá! Refocilándose se entiende la gente. Ahora sí su oferta me viene tentando. Lo que ocurre es que usted ha comenzado por la zeta en lugar de iniciar con la a. Si usted me sirve al bomboncito ese en fuente grande de inmediato cerramos el trato. Descuide, si usted cumple, yo me bajo a ese miserable viejo de un solo tiro en medio de las cejas.
En nuestro camino de retorno, mis sesos comenzaron a funcionar con la precisión de un reloj suizo. La operación debería ejecutarse con una estrategia limpia y segura. Nadie nos debería ver juntos, así es que deberíamos ingresar al poblado a través de un caminito secreto, que circunvalaba las bardas traseras de la casuchas. En la tarde, luego de llenar mi vientre que venía gimiendo de hambre, buscaría la Clarisa para llevarla por la razón o la fuerza a mi covacha. De pronto, como siempre oportuno, emergió mi yo antimateria:
– ¡Cuidado! –me susurró en las de oír– Piensa… ¿qué pasaría si el forastero se manduca a la virgencita y huye sin cumplir su cometido? Tienes que buscar la solución…
Reflexioné. Y ¡cataplúm! surgió la brillante solución: Debía condicionarlo.
– En este tipo de tratados, uno debe garantizarse de que ambas partes deberán cumplir al pie de la letra lo estipulado. Ergo, debo asegurarme que usted realizará su misión en forma impecable. Para ello usted tendrá que dejarme en prenda algún objeto de valor. Pasará la noche con Clarisa y mañana, luego de haber liquidado al veterano, yo se lo devolveré en el bosque de eucaliptus.
– ¡Hombre! Amigo músico, creo que estamos entre caballeros. ¿Acaso no le basta mi palabra!
– No.
– Pues mire usted, debajo de mi chaqueta llevo dos armas. Con una de ellas ejecutaré a la víctima y usted puede quedarse con la otra. Es un valioso revolver con cacha de oro y marfil. Una pieza de colección, algo invaluable. ¿Será suficiente?
– Sí.
En razón de mi habilidad para comunicarme con la Clarisa, yo era el único poblador al que la sordomudita entendía a la perfección, ya que poseo una extraordinaria habilidad gestual y una mímica la mar de expresiva. Por supuesto que se demudó hasta el punto de pescar un patatús. No entendía razones cuando le propuse lo que tenía que hacer con el forastero. Ni mis súplicas, ni mi llanto, ni siquiera le importó un rábano el argumento de que el viejo era una birria para la buena salud del pueblo y que dependía de ella para salvarle el pellejo. Nada conmovía a la maldita virtuosa.
En ese momento recordé que bajo mi elegante levita llevaba una formidable arma y no dudé en aplastarle su naricita respingona con el monstruoso cañón. Con sugestiva mímica la amenacé de muerte si no cumplía con la ley que el destino le tenía marcado. La Clarisa gimoteó como una ovejita desamparada y hasta se atrevió a proferir detestables ruidos guturales. Algo indigno para el sensible oído de un genio musical como lo soy yo. No se convencía de firmeza de mi designio a prueba de estruendos por desagradables que ellos truenen. Antes bien se desesperó, trinó, pataleó, se orinó y hasta intentó atacarme. Mi única alternativa fue activar el percutor del revólver y reflexionar que el mismo Dios hablaba por mi intermedio. Que cueste lo que costare ella tenía que pasar por la prueba del desvirgue. Recién entonces comprendió que era inexorable de su inmolación en aras de un bien glorioso. Dócil, aunque tiritando, hipando y lloriqueando, ingresó a mi cuartucho a la espera de su espectacular desvirgue.
En tanto el forastero cumplía con su doble propósito –despacharse a la Clarisa y liquidar al viejo–, yo, por mi parte, con mis instrumentos encima congregaría a los principales y a la gente representativa del poblacho. Sin cobrar un centavo le ofrendaría lo mejor de mi repertorio, un concierto magistral, lo suficientemente prolongado para que me sirviera de coartada.
Caminé a paso ligero hacia “La Encantadora” con el fin de recoger mis instrumentos musicales. Obligatoriamente tuve que pasar por la madriguera del viejo. Con desbordante júbilo estaba dispuesto a resistir la que sería su última mirada de odio asesino. Cuando llegué frente a su eterno cubil, oh sorpresa. Su silla mecedora se encontraba vacía y un grupo de personas cariacontecidas se agolpaba frente a la casucha, guardando un silencio sepulcral. Al advertir mi presencia, salieron a mi paso cuatro lugareños llevando en hombros un tosco ataúd. Lo seguía un contristado cortejo presidido por el cura párroco bisbiseando las oraciones pertinentes de su breviario.
En efecto, era obvio que el muertito había muerto por su cuenta, de muerte natural. Pero para rebasar asombros y colmar los colmos, ni bien advirtieron mi presencia varias personas me rodearon, me abrazaron, me cuchicheaban:
– Era un hombre justo y sabio.
– Es una gran pérdida para usted.
– Pobre amigo músico, usted debe estar desolado.
– Yo sé muy bien lo que es perder un papacito.
– No hay duda, su señor padre estará gozando de la gloria de Dios.
Estas fueron como estocadas que me sacaron de quicio. Quedé petrificado. Un algo me distorsionó la visión, sentí terribles escalofríos que trepaban desde mi hueso sacro hasta el occipucio. Luego de un vahído en el que perdí la consciencia. Hasta que los asistentes me reanimaron y deduje que todo esto debería ser un mal sueño, un inconmensurable error. Hasta que se me acercó una señora que me hizo entrega de los documentos del viejo. Allí figuraba su nombre y apellido. No había caso, el finadito se llamaba igual que yo. Reflexioné… recordé… cuando solo era un adolescente, me dijo mi mamá:
– A tu padre le debe haberle ocurrido un terrible accidente, porque un día se fue de safari a Namibia, en África… y nunca más regresó.
En esas lucubraciones me encontraba, cuando uno de los presentes, mientras me palmeaba el hombro, me sugirió que me sumara al cortejo, rumbo al cementerio del poblado.
– Sí… sí…ahorita– balbucee con los nervios más templados que las cuerdas de mi guitarra gitana–, pero antes debo cumplir una impostergable diligencia. Continúen su marcha que enseguida les daré el alcance.
Cuando quedé solo comprendí que las terribles miradas del ancianito, mi viejito, no eran de encono ni de aborrecimiento. No, señor. Eran de puro amor. De súbito la sangre invadió mis ojos. Sentí un odio mortal hacia el forastero. Ese maldito iba a asesinar a mi padre sin más motivo que satisfacer sus sórdidos instintos con la indefensa Clarisa, una palomita virtuosa y sordomudita. El muy cobarde…
No lo dude ni un segundo. Ordené al viento que soplara a mi favor para acelerar mi carrera. Así pude llegar volando a mi cuarto y de un solo patadón abrí la puerta. Sin mediar palabra ni guardar miramientos vacié el tambor del volver sobre el semidesnudo corpachón del forastero, que cayó por los suelos como un saco de plomo agujereado.
ºº ºº ºº ºº
No sé cuanto tiempo ha pasado. Ahora que estoy escribiendo esta lamentable historia de amor y dolor, con solo levantar la mirada, veo por entre los barrotes de mi calabozo. Ahora veo la plaza del pueblo. Un poco más arriba aprecio el límpido cielo azul añil. Al mismo centro de la plaza advierto que unos sujetos están terminando de erigir la horca que debe terminar con mi vida y mis gloriosas interpretaciones musicales. Entonces he vuelvo a mirar la cúpula celeste y en el mismo zenit se esboza la dulce mirada de mi viejito. Me está esperando con ansias que llegue a su lado para que yo le brinde lo más sublime de mi repertorio musical. Y claro, por supuesto, este concierto obtendrá el acompañamiento de las célicas arpas y el maravilloso argento de los clarines de los más connotados serafines y querubines. Ahora mis grandes colegas.
F I N



Texto agregado el 18-05-2013, y leído por 213 visitantes. (3 votos)


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