DÓNDE ESTABA DIOS CUANDO TE FUISTE
Francisco es escritor y ha logrado construir cierto prestigio: publicó tres libros y hasta ganó un concurso internacional. Varios de sus cuentos han salido en revistas y sitios de Internet. Sin embargo, Francisco aún no se siente como escritor. Hay algo que no lo deja. ¿Que nunca lo hayan entrevistado y su nombre no alcance a llenar dos páginas de Google? Puede ser. ¿No poder mantener él solo a su familia y que su esposa tenga que trabajar? Probablemente.
Su último cuento es de diciembre del año pasado. Lo publicaron en una revista y a los pocos días le enviaron un cheque. Fue el último aporte que hizo a la economía de la casa: dos carros de supermercado llenos de mercadería, un mes de arriendo, la cuenta de Internet, zapatos para la niña. Desde entonces no ha prendido el computador, ni siquiera para revisar su cuenta de Facebook.
Mariela, que en general evita entrometerse en el trabajo de Francisco, se ha estado preguntando por qué ya no escribe como antes.
—Estás raro —comentó ayer—, lejano, como si con el último cuento se te hubiese ido la última idea y no quisieras decírmelo.
Francisco soltó una risa falsa y conciliadora.
—A mí se me puede acabar cualquier cosa —contestó—, cualquier cosa menos las ideas.
Mariela, que conoce a Francisco más de lo que Francisco piensa lo dejó pasar e hizo creer que la respuesta la tranquilizaba. Termina de maquillarse frente al espejo. Mira la hora en su celular. Suspira y va a la pieza de la niña. Quedan veinte minutos y aprovecha limpiar el ropero y ordenar los juguetes. Le gusta dejar la casa limpia antes de irse a trabajar, evitar eventuales interferencias a la también eventual inspiración de Francisco.
Francisco va la sala. Piensa que la inquietud de Mariela no puede estar más cerca de la verdad. Su mente se ha vaciado y siente que nada justifica siquiera acercarse al computador. Los primeros días no le dio importancia y creyó que tal como otras veces las ideas vendrían de la nada. Pero los días se convirtieron en semanas y las semanas en meses. Desde entonces deambula por la casa como un fantasma que inventa excusas para no escribir.
Mariela nota que hoy el semblante de Francisco estaba más opaco que ayer. Antes de irse al trabajo le propone que escriba algo sobre su propia vida, usar otro nombre y contar, por ejemplo cuando nació la niña; ésa es una linda historia, ¿no te parece? Francisco la mira de reojo y prefiere no responder. Jamás escribe sobre sí mismo, es una regla esencial para su trabajo y Mariela lo sabe.
—Si te preocupa la plata puedo llamar a la editorial y pedir un adelanto.
—No se trata de eso, mi amor, es sólo que me preocupa verte así.
Se despiden en la puerta. Que tengas un buen día. Francisco espera un minuto y sale a caminar. Salvo cando va a buscar a la niña a la escuela, en general evita salir. No le gusta que los vecinos comenten que es un mantenido. Cuando llegaron al barrio y dijeron que Francisco es escritor, algunos lo miraron como si fuera una celebridad. Pero cuando notaron que el escritor pasaba todo el día asomado a la ventana, florecieron de a poco las habladurías.
Compra cigarros y va a la plaza a leer el diario de ayer. Siente que necesita aire fresco, pese a que está nublado y hace frío. Nunca ha leído el diario con tanta dedicación como ahora. Absorbe cada página, cada anuncio, cada reportaje; incluso repasa el horóscopo y la publicidad. Sabe que es un acto de desesperación y no se molesta en disfrazarlo de otra cosa. Pensando en la proposición de Mariela se pregunta si hay en sus recuerdos algo que esté a la altura de una publicación. ¿Anécdotas del colegio, farras de la adolescencia? Mira su reloj y ve que falta poco para la una.
Se pone de pie y se rasca la cabeza. Cómo es posible que haya pasado tanto rato sentado. Camina rápido, casi al trote. Ve a una vecina y la saluda. Se sacude la ropa esperando liberarla del olor a cigarro. La niña desaprueba que fume y para su cumpleaños él prometió no hacerlo más. Escribir sobre el tipo que va a buscar a su hija al colegio; otro tipo que no soy yo, libre y con otra hija que va a otra escuela.
Era la una de la tarde. La hija descubrió que había fumado y decidió no hablarle hasta el otro día. El olor a cigarro lo delataba…
El frontis de la escuela es un desorden de mamás, furgones escolares, niños y vendedores ambulantes. Cuando él iba a la escuela vendían trompos y golosinas, ahora son piercings, tatuajes de heno y fotos de Justin Bieber. Mira a su alrededor y nota que de los que esperan él es el único hombre. La vida de un padre soltero, preferentemente viudo que, dentro de su lista de obligaciones rescata el segundo de ver a su hija salir del colegio y correr para abrazarlo.
La niña emerge de un grupo de colegiales y, tal como él lo había construido, corre a su encuentro y lo abraza. ¿Por qué, si todos los días vengo a buscarla, corre y me abraza con tanto ímpetu? Francisco le besa el pelo y pregunta cómo le fue. Fíjate que la Matilda le pegó al Matías y la miss los castigó... Tengo tarea de matemáticas... Se me perdió la goma de borrar... Acuérdate que hay que comprar cartulina y pegamento... La miss pregunta cuándo vas a venir a hablar con ella...
Francisco le toma la mano y caminan. Francisco odia el otoño, ver un sol radiante y no saber si salir abrigado o no.
Era un día de otoño…
De repente la niña se detiene y mira a los ojos a Francisco. Francisco la observa extrañado.
—Quería esperar a que llegase mi mamá para poder decírselo a los dos, pero no aguanto y te lo quiero decir ahora: la miss nos hizo escribir un poema sobre el Día del Carabinero, y dijo que el mío fue el mejor de todos.
Francisco dibuja en su cara una expresión de sorpresa y alegría.
—Qué lindo, hija, te felicito.
—¿Quieres que la lea?
—Por supuesto, pero que sea en la casa, ¿te parece?
Por algún motivo siente que la noticia ha contaminado definitivamente su intención de escribir lo del padre soltero preferentemente viudo; lo descarta y queda otra vez en medio de la nada.
La niña habla y habla. Cada dos o tres segundos Francisco intercala monosílabos, pequeños puentes que dan al monólogo apariencia de diálogo. Llegan a la casa y la niña corre a su dormitorio. Francisco se deja caer en el sofá de felpa. ¿Cómo es posible que no se me ocurra nada? Rebajarse y andar con una grabadora de bolsillo o una libreta de apuntes, como los escritores que salen en las películas gringas.
Se sentó en el sofá y se preguntó si había dentro de su cabeza un pozo de ideas, y si éste podía en verdad llegar a secarse...
Va a la cocina y pone en el microondas el almuerzo de la niña. Oye cómo ella saca los cuadernos de la mochila y se cambia de ropa. Retomar algunos de los primeros cuentos, esos que quedaron descartados y que me animé a borrar del disco duro. Armarlos de nuevo, adornarlos y probar suerte en alguna revista mientras salgo de la sequía.
Mientras calentaba el almuerzo de su hija en el microondas, entendió que su obra no trascendería…
No entiende por qué su mente sigue construyendo frases como ésa. ¿Será un aviso, un consejo que me hace el destino de reconsiderar el consejo de Mariela? Sirve el almuerzo a la niña. Tallarines con huevo, el único menú capaz de seducir a su hija al punto de pedir repetición.
La niña come y él vuelve a la sala y al sofá de felpa. Le gusta ese lugar, pese a que ninguna idea la ha venido alguna vez estando ahí. Prender el computador, abrir Word y ver qué pasa, improvisar algo e ir decorándolo. Construir una piedra bruta y pulirla hasta que tenga forma de algo.
Siguiendo un impulso decidió prender el computador…
Está cansado. ¿De qué? De no hacer nada, de embrollarse en remolinos mentales y volver con las manos vacías. Tal vez haya llegado la hora de resignarse y hablar con Mariela, explicarle detenidamente que esto se acabó y que por favor hable con su jefe para ver si hay en la oficina algún puestecito para él, no importa que le paguen poco o menos que a ella. Puedo tipear rápido, escribir memorándums, redactar cartas, corregir documentos.
Se sentía como una página en blanco, como un lápiz al que se le acabó la tinta. Lamentó que no hubiera un suministro de ideas que se pudiera pagar y reponer…
Tres y media.
A las siete llega Mariela, fingiendo alegría, ocultando el deseo de preguntarle si escribió algo hoy, o si al menos revisó su correo. Francisco piensa en lo duro que es tener que decir que no, que todo sigue tal cual y que el computador sigue apagado desde diciembre. Ni hablar de ver la cara de “no importa” de ella, cada día menos creíble. Mira hacia el pasillo y ve a la niña. Trae un papel escrito. Francisco sonríe y pregunta qué tiene ahí.
—Es el poema del Día del Carabinero, dijiste que querías que te lo leyera cuando estuviéramos en la casa y resulta que ahora estamos en la casa.
Francisco siente que no hay peor momento que éste para oír el famoso poema del Día del Carabinero.
—Bueno —responde—, veamos qué dice.
—“Carabinero amigo...”
Carabinero las pelotas, piensa Francisco.
—“Valiente y decidido…”
La niña recita moviendo el brazo al ritmo de la declamación. Francisco la oye como si ella estuviese lejos, como si su voz fuese una masa sonora remota que no merece un segundo de atención.
Quiso salir corriendo…
—“Carabinero, carabinero, sinónimo de orden…”
Orden es lo que yo necesito en mi cabeza. Que venga el carabinero, ponga la pistola contra mi nuca y me obligue a escribir, a ver si así reacciono.
—“Tu insignia es el emblema de la patria…”
El computador el emblema de mi fracaso.
—“Fin…”
Silencio. Mirada indagadora de la niña. Espera inútil de un aplauso y palabras de felicitación.
—Papá… papá…. papá.
—¿Qué pasa, hija?
—¿Te gusto el poema?
—¿Cuál poema?
—El que te acabo de recitar.
Primeras lágrimas.
—No sé qué decir.
—¿Cómo que no sabes qué decir?
—Eso, hija, no sé; me gusta.
—Estás mintiendo, ni siquiera me escuchaste.
—Te escuché, hija, créeme que te escuché; qué quieres que te diga, ¿qué está lindo el poema? Perfecto, entonces te lo digo: nunca en mi vida escuché un poema más lindo que éste...
La niña deja caer el poema y sale corriendo. Abre la puerta de la sala, el portón que da a la calle y desaparece de la escena. Francisco es aplastado por el silencio. Salir corriendo tras ella y pedirle perdón. Pero no, prefiere dejarla, que corra para que se le pase la rabia y vuelva cuando yo también esté mejor. Podré explicarle que soy un pelotudo.
Todavía está a tiempo de alcanzarla y sin embargo no hace nada. Se sienta por enésima vez en el sillón de felpa. La cara de decepción de la niña empieza a grabarse de a poco en su conciencia. ¿Cuánto rato podrá durar el enojo? Media hora a lo más, cuarenta y cinco minuto, después entrará, lo mirará y no aguantará las ganas de abrazarlo. Perdona, papá, debí darme cuenta que estás en medio de una crisis y que el poema del Día del Carabinero no era lo más adecuado. A lo mejor debí escribir el poema del escritor que se quedó sin ideas.
Cuatro y diez.
¿Cuánto rato ha pasado? Lo suficiente. Debe estar en la plaza, sentada en el columpio esperando que vaya yo a buscarla. ¿Fue adecuada su reacción? Claro que no lo fue, y por lo mismo deberá aprender la lección. Francisco va a la cocina y encuentra el plato medio lleno. Estaba tan ansiosa por leerme el poema, que dejó los tallarines para más rato. Cosquilla estomacal, puñetazo de realidad. ¿Qué hice?
Sale al jardín y finge hacer algo: chequear la conexión de la manguera, ver el estado del medidor del agua, recoger una herramienta inexistente. Mira de reojo hacia la plaza y no ve a nadie. La temperatura bajó y no recuerda si la niña estaba o no abrigada. Ir a la plaza, asomar la cabeza en la esquina y verificar que no está pasando frío. No todavía.
La casa está oscura. ¿No será muy temprano para prender luces? Guarda los tallarines en el refrigerador. Lava el plato y el tenedor. Prende el televisor y ve el avance de las noticias de la noche. Después empiezan Los Simpsons y piensa en lo entretenido que sería verlos con la niña. Ir corriendo a la plaza y avisarle que empezaron Los Simpsons, que no tenga rencor. La risa curará todo lo malo.
Los Simpsons no le sacan siquiera una sonrisa. Le gustaban las primeras temporadas, cuando la serie, pese a todo pretendía decir algo. Mira la calle y ve pasar a un vecino en dirección a la plaza. Lleva una bolsa para el pan. Francisco golpea la ventana y el tipo lo saluda.
—¿Cómo está, maestro?
—Mi hija está en los columpios, ¿puedes decirle que venga?
—Claro.
Qué tonto, piensa, tuve la oportunidad de enviarle un mensaje y sólo dije que venga a la casa. Debí preparar un anzuelo mejor que ése, que la estoy esperando con un regalo, una sorpresa, algo que la pondrá muy, pero muy feliz. La niña escuchará al vecino y no hará nada, seguirá esperando mientras yo me preocupo.
Cinco y cuarto.
¿Por qué demora tanto el tipo en volver? ¿Se habrá acordado de darle el recado? ¿Cuánto tiempo puede demorar alguien en comprar pan en un almacén que está a dos cuadras? La mujer que atiende lo estará poniendo al día con los chismes del barrio, o le estará comentando cómo sube todo. Salir otra vez al jardín sería como una declaración abierta de mi derrota. Que espere mejor y que entienda que al papá hay que respetarlo, aunque sea un tarado y se le hayan acabado las ideas.
¿Qué hago por mientras? Ir a la cocina a prepararle una ensalada a Mariela, porque cuando Mariela vuelva la niña ya estará en la casa y quién sabe si con esto se le desatora la imaginación y en la noche pueda escribir algo. Pela dos tomates, corta una mata de apio, cuece algunas papas y hace un rollo con dos láminas de queso. Le gusta sorprender a Mariela, mostrarle que incluso con tomates, apios, papas y queso puede armar un plato lindo, atrayente, como de restorán. El televisor está prendido. Falta poco para las seis y habrá que prender algunas luces. Maldice por tercera vez al otoño. Oye voces en la calle y corre hasta la ventana. Es el vecino, que viene de vuelta con su bolsa llena de pan. Sale al jardín y lo saluda otra vez.
—¿Cómo le ha ido, maestro?
—Bien —contesta. Sabe que el “maestro” es con respeto y cariño.
—¿Estás escribiendo algo nuevo?
—Sí, más bien juntando algunas ideas, escribiéndolas a mano, juntando material, ya sabes.
—Debe ser interesante. A ver si en estos días me cuentas de qué se trata.
Ni Mariela puede leer su trabajo cuando no está terminado. De todas formas Francisco sonríe y dice sí. Mira la bolsa y comenta que el pan se ve calientito.
—Sí —dice el vecino—, la casera me llama apenas le llega el pan.
—Oye, a todo esto ¿le diste el recado a mi hija?
—No, pasé por ahí y no estaba.
Qué raro, pero en fin, habrá ido a la casa de alguna amiga.
—¿Está todo bien? Ya sabes que cualquier cosa me avisas y salimos en mi auto a buscar a la niña.
Francisco siente ganas de darle un empujón y decirle que no se meta en lo que no le importa.
—No es necesario, de todas maneras agradezco la intención.
Entra e inevitablemente mira el reloj. El programa humorístico de la televisión contrasta con el aspecto fúnebre de la casa. Otoño y la puta madre, dice Francisco en voz alta, como si el otoño estuviese personificado ahí y pudiese escucharlo. Suena el teléfono y salta asustado. Vértigo, escalofrío. Vuelve a sonar y no le queda más remedio que tomar el auricular. Es Mariela.
—Hola, mi amor.
—Hola.
—¿Cómo anda todo?
—Bien.
—¿Seguro?
—La niña fue hace rato a los columpios y todavía no vuelve.
—¿Está abrigada?
—Sí.
—Tiene varias amigas y seguramente está en la casa de alguna. Lo único que te pido es que no se desabrigue. Otra cosa: me llamó Aldo y pregunta si puede pasar a vernos un rato. ¿No te molesta?
—Por supuesto que no —contesta Francisco.
Cuelga. Es bueno que venga Aldo, piensa. Cuando él venga la niña ya habrá vuelto y los cuatro jugaremos Monopoly o lo que sea; estando la niña acá cualquier cosa que hagamos será maravillosa. Como si fuera poco, ahora tengo excusa para salir a la calle: hay que servirle alguna cosa a Aldo, y en la casa no hay nada. Va al dormitorio, saca una bufanda y se la enrolla en el cuello. Abre la puerta. Lo desorienta ver que afuera ya es de noche. Cómo es posible, se pregunta, si no hace mucho anochecía pasadas las nueve.
Llega a la plaza y mira disimuladamente los columpios desocupados. Su mente reproduce el último instante que vio a la niña: llorando y abriendo el portón. Se imagina viejo y amargado, recordando cada detalle de aquella imagen: el pelo de la niña, el color de la ropa, los pantalones y las zapatillas de lona.
Se impone pensar que la niña volverá y punto, no hay otra posibilidad. Cualquier otro pensamiento diferente a ése es sólo morbosidad, y a la morbosidad hay que mantenerla a raya, arrinconada y no darle un centímetro.
Entra al almacén. Espera a que la casera termine de atender a otra vecina que lo saluda.
—Cómo está la niña —pregunta la vecina.
Vieja metiche, piensa Francisco.
—La niña está bien —aclara— Quiso ir un rato a los columpios y ahora debe estar entretenida en la casa de alguna amiga.
—Ojalá sea como usted dice, porque la señora Malena la vio en la calle hace una hora; dijo que iba llorando.
—Gracias por su preocupación vecina, pero insisto: la niña está bien.
Mañana saldré a caminar con la niña por el barrio, para que todos nos vean y dejen de pensar tonteras. Compra de mala gana un kilo de pan, queso, huevos y un yogur de frutilla para la niña. La presencia de Aldo dilatará el mal rato y la obligación de conversar del problema, por lo mismo hay que atenderlo como corresponde. Se despide de la casera y al pasar por la plaza mira otra vez los columpios desocupados.
Al entrar a la casa llama a la niña. Su voz rebota en las paredes. Deja las cosas en la cocina y vuelve a la sala. El televisor no suena y Francisco no recuerda haber apretado el botón mute . Están dando el programa de farándula que empieza a las siete. Sin pensar sale al jardín y mira para ambos lados de la calle. Suena el teléfono y corre para contestarlo. Puede que hayan invitado a la niña a comer y esté llamando para avisarme. Buenas tardes, mi nombre es tal por cual y llamo para contarle que por sólo seis mil pesos al mes usted podrá agregar seis megas de navegación a su actual plan de Internet. Francisco grita: métase los megas por el culo. Cuelga enfurecido. Mira la cara de la animadora del programa; qué feliz se ve, tanto entusiasmo para hablar huevadas y yo acá, esperando que mi hija entre y vuelva el equilibrio. Los pensamientos tontos, la morbosidad, esa arañita que dejó hace un rato encerrada creció de la nada y ahora exige ser liberada, moviendo con fuerza los barrotes de su celda. Ocurrencias terribles empiezan a filtrarse y Francisco hace como que las ignora. Recuerda a personas que han salido en la televisión contando cómo perdieron a sus hijos y cómo hacen para sacar fuerzas y seguir buscando. Él, que lleva apenas unas horas se pregunta cómo habrá reaccionado esa gente durante las primeras horas, cómo fueron mutando sus emociones en la medida que las horas se convertían en días. ¿Llorar, maldecir, correr desesperados?
Suena la chapa de la puerta. Son Mariela y Aldo. Besa superficialmente a Mariela y le da la mano a Aldo. Por lo menos ya no estoy solo. Mariela trae una bolsa con pan y él explica que ya compró.
—¿Todavía no vuelve la niña?
—De eso quería hablarte.
—¿Qué pasó?
Francisco resume la escena del poema del Día del Carabinero, su indiferencia y la niña huyendo de la casa.
—No te preocupes —dice Aldo—, yo conozco a mi sobrina y sé que es incapaz de hacer alguna tontera.
Francisco se pregunta a qué se refiere con eso de “alguna tontera”. Mariela va cantando al dormitorio a sacarse la ropa de oficina y a ponerse algo cómodo. Francisco la sigue y le cuesta entender que reaccione con tanta soltura.
—Quédate tranquilo y atiende a Aldo mientras yo me cambio, ya vas a ver que muy pronto la niña vuelve. Confía en mí.
Saca dos cervezas del refrigerador y le ofrece una a Aldo.
—¿Puedo poner algo de música?
—Por supuesto.
—Fíjate —dice Aldo— que cuando yo era pendejo hice lo mismo una vez que me enojé con mi mamá. Juré que no iba a volver más y me regocijé imaginando en mi mamá sufriendo por mí; obviamente la decisión me duró hasta que me dio frío y hambre. Por eso te digo, compadre: no tienes nada de qué preocuparte.
Puede que Aldo tenga razón. ¿Dónde puede ir una niña de ocho años a esta hora y sin plata? Andará por ahí, obedeciendo a los últimos centímetros de su obstinación. Lo importante es mostrarme indiferente cuando entre, que sepa que si lo vuelve a hacer no logrará preocuparme.
—Me contó Mariela que has estado escaso de ideas para escribir.
Si se hubiese tratado de cualquier otra persona, Francisco se hubiese molestado con Mariela por andar divulgando su problema, sin embargo Aldo es una excepción.
—Sí —responde—, ha sido una época bastante mala en lo creativo.
—A lo mejor es bueno que pase esto.
Qué bien tomaría las palabras de Aldo si la niña estuviese acá, cómo me gustaría que alguien me mostrara el video de mañana por la mañana y ver que la niña volvió. Mariela se sienta en el sofá de felpa, junto a Francisco; le hace cariño en el pelo. Sabe que Francisco no tiene la entereza de ella, que es inseguro e infinitamente más aprensivo.
—Mi amor: si la niña ve que te has angustiado va a saber que para una próxima lo único que tiene que hacer es desaparecer un rato de la casa.
—Disculpa que me meta, pero yo no creo que mi sobrina vaya a pensar así.
La araña de la morbosidad ha logrado salir de su celda y le dice al oído que la niña no ha vuelto no porque no quiera sino porque no puede.
Diez para las ocho.
—Si asumimos que la niña se fue a las cuatro, estamos hablando de casi cuatro horas —dice Francisco interrumpiendo a Aldo— discúlpenme, pero no soy como ustedes y no puedo evitar sentirme así.
Aldo lo mira.
—Por supuesto, compadre, yo no tengo hijos, pero imagino cómo estarás sintiéndote por dentro.
—Tengo una idea —dice Mariela—: vayan ustedes dos a recorrer el barrio mientras yo preparo algo de comer.
—¿Vamos, compadre?
Francisco no contesta. Mariela hace café, huevos revueltos, palta molida y tomate picado en cubo. Francisco rechaza el tomate en rodajas, le produce una impresión de pobreza que no puede explicar. Se sientan a la mesa y Francisco mira el puesto vacío de la niña. ¿Por qué mierda no corrí tras ella? “Quería esperar a que llegase mi mamá, para poder decírselo a los dos; pero no aguanto y te lo quiero decir ahora…” Mi opinión era importante y en el fondo el poema no era para el carabinero sino para mí; quiso sorprenderme, mostrarme que estamos en la misma sintonía, que hay entre nosotros una conexión.
Aldo encumbra una conversación trivial. Francisco se pone de pie y anuncia que va a salir a buscar a la niña. Aldo se pone también de pie para acompañarlo, pero Francisco no acepta.
—Yo soy responsable de esto y yo lo voy a solucionar.
—Cuando vuelvan daremos de comer a la niña y jugaremos Monopoly.
Francisco sale a la calle. Hace frío pero no le importa; es lo mínimo que debiera asumir. Primer punto: la plaza y los columpios. Sabe que no estará, sin embargo es ahí donde quiere empezar. Ve a unos muchachos mayores que su hija. Ríen a carcajadas, hablan como delincuentes, tienen patinetas y llevan los pantalones a ras del culo. Reconoce a uno de ellos.
—Sebastián: ¿has visto a mi hija?
Se quedan callados, viéndolo como si una amenaza a la intimidad de su conversación.
Sebastián dice no y, representando al resto del grupo asegura que ninguno de ellos la ha visto. Francisco reconoce a otro muchacho.
—Felipe: ¿tu hermana no es amiga de mi hija?
—Sí —responde Felipe, dejando de lado el sonsonete de falso malandrín y volviendo a ser el niño que hasta hace poco jugaba en los columpios—, pero mi hermana está en mi casa viendo tele y su hija no estaba con ella.
Francisco suspira y se siente desnudo frente a ellos. Otro muchacho que Francisco no ha visto nunca dice que puede estar en alguna de las plazas de las villas nuevas, y que a veces los niños de acá van para allá.
Francisco detesta tener que mostrarse así de preocupado. Da las gracias y se encamina a las villas nuevas. Es muy lejos, piensa, y lo más probable es que llegue allá y no la encuentre. Pero ¿dónde más puedo buscar? Camina pretendiendo establecer un nexo entre este instante y cuando la niña ya esté con él. Quisiera poder pasar de una vez esta experiencia al archivo de los malos recuerdos. La lógica lo invita hacerlo, pero ¿qué tan lógico puede ser dar por hecho que la niña está bien, que nada malo le puede pasar y que las desgracias se dan en otras partes, a otras gentes? ¿Quién le dice que él no es ya una de esas personas? Deja de pensar estupideces y no le hagas caso a la araña de la morbosidad, no la dejes trepar más, por favor, que ya bastante molesta es estando ahí abajo. Mantener la mente clara, respirar pausadamente, seguir buscando.
Y pensar que en la mañana estaba preocupado porque se me habían acabado las ideas, creí que era lo peor que me podía pasar. Me quedaría el resto de mi vida totalmente incapacitado para concebir la más estúpida idea con tal de resolver esto y tener de vuelta a mi niñita, poder palparla, respirar su pelo, cuidarla, dedicar cada segundo de mi existencia a ella, acompañarla en las noches, dormir a su lado, vigilar su sueño y espantarle los miedos, aplastarlos con mi puño y reducirlos a lo que son. Escuchar el poema del Día del Carabinero, apreciar cada palabra, sonreír ante sus imágenes, aplaudir las rimas y salir a la calle a declamarlo yo mismo, orgulloso hasta la imbecilidad, para que todos lo escuchen y sepan que lo hizo mi hija, que de su cabecita hermosa nacieron esas palabras, que la miss dijo que era el mejor y que no lo dijo por nada.
Un momento: ¿qué me impide, mientras busco a la niña, ir registrando las emociones, miedos y vértigos de la espera?, ¿no es una buena historia la que estoy viviendo? ¿Puedo reservar un ínfimo porcentaje de mi concentración a construirla? Algo en limpio hay que sacar de todo esto, ¿no? Mariela y su mentalidad práctica lo aplaudiría por hacerle caso al fin, Aldo, mirándolo de reojo diría que sí, que está bien.
Salió a buscar a su hija. La calle, oscura y otoñal estaba prácticamente vacía. A largos intervalos se topaba con oficinistas derrotados por la jornada, grupos de adolescentes, parejas clandestinas. Sintió que las ventanas de las casas eran ojos que contemplaban su infortunio...
Lo de la calle otoñal le pareció relamido, decidió reemplazarlo por “la calle oscura”. Su primer libro había sido criticado precisamente por eso, por las metáforas rebuscadas y excesivas. Las parejas clandestinas fueron apenas dos jovencitos tomados de la mano con los que se cruzó hace no mucho. Y para ser honestos la calle tampoco está tan oscura, son villas prácticamente nuevas y el alumbrado también lo es.
Llega a la segunda plaza. Recorre el lugar pese a que de lejos se ve que no hay nadie. Imagina a la niña diciéndole que estuvo ahí y que si hubiese buscado mejor, la habría encontrado y se hubiese evitado ir a la tercera plaza, los veinte minutos de ida y los de vuelta.
Los columpios, movidos por el viento le produjeron una helada sensación de soledad…
Camina hacia la tercera plaza. Está solo en esto, Mariela y Aldo son personajes secundarios que están con él, pero no entienden el precipicio que hay en su pecho; tampoco, por mucho que se los explicara entenderían lo de la araña de la morbosidad, que sigue creciendo y escalando desde el fondo del precipicio con la intención de tomarse el control y mostrarle imágenes de la niña botada en un potrero, atada y amordazada en la maleta de un auto, prisionera en la casa de un depravado, arrollada por un camión, grave en algún hospital, caminando fría y hambrienta por una calle desconocida.
Fue a la tercera plaza sólo por inercia, por matar el tiempo en algo y poder después decir que sí, que hizo todo lo posible y buscó a la niña en cada rincón.
Por suerte el cuento es una cosa y su situación es otra. Después podrá decir lo que quiera, llevar la historia al desenlace más terrible. Cuando le pregunten de dónde sacó la idea, él, pavoneándose un poco dirá que es ficción, que lo narrado no puede estar más ajeno a él, que su niña nunca ha estado fuera de la casa más de cinco minutos y que él lleva ocho años dedicado a la seguridad y bienestar de ella.
La tercera plaza, salvo por un trío de jóvenes que ríe y fuma marihuana, no ofrece un panorama diferente a la segunda. Francisco los mira con rencor, con unas ganas casi irresistibles de preguntarles cómo es posible que ante la ausencia de su hija puedan estar riéndose.
El camino de vuelta es una sucesión de imágenes intercaladas: las buenas y las que ya no puede evadir, todas aplacadas por la esperanza de volver a la casa y encontrarse con la sorpresa de que la niña ya regresó. Qué importa que yo haya estado como tonto buscando, pasando mil angustias mientras ella estaba acá, abrigada y tomando algo caliente. Pasa una furgoneta de carabineros. Llamarlos y contarles que su hija les hizo un poema, evitar decir que él tuvo la oportunidad de escucharlo y que fue tan pelotudo que la dejó pasar quizá hasta cuándo.
El camino de regreso es marcado por un detalle no menor: la araña de la morbosidad parece tener alas; está aprendiendo a volar y todo indica que dentro de poco se volverá tremenda, incontrolable. Hay que apurarse, correr, entrar a la casa, abrazar a la niña y matar a la araña con su olor, mostrarle mi felicidad y sentarme a ver cómo se asfixia. Sentarnos y pedirle a la niña que nos lea el poema del Día del Carabinero, invitar a los vecinos, a los que pasan y los que fuman marihuana, a los niños de la plaza, a la casera del almacén y si es posible a los mismos carabineros de la furgoneta. Todos aplaudirán comentando que la niña tiene talento y que lo sacó del padre.
La hija esperándolo en la casa: esa fue la última etapa que decidió quemar antes de ceder a la desesperación…
Pasa por la segunda plaza y mira los columpios que todavía son movidos por el viento. Apura el paso y, al mirar las casas no puede evitar sentir envidia de lo que viven en ellas y no están experimentando lo que él sí.
Algunos vecinos, asomados a la ventana lo vieron pasar. Miraron a sus propios hijos y se alegraron en secreto de no ser él…
Al llegar a la casa siente las manos congeladas; le cuesta introducir la llave y abrir la puerta. Sabe que no lo esperan buenas noticias. Si la niña hubiese vuelto, Mariela y Aldo habrían salido a encontrarlo. Ahí están, sentados, conversando y escuchando música. Qué tranquilos se ven, cavila Francisco al verlos, como si la niña no les importara.
—¿Nada? —pregunta Mariela.
Francisco se encoge de hombros
—Son las diez de la noche —dice—, han pasado más de seis horas y necesito saber qué haremos ahora.
Mariela y Aldo se miran, como si cada uno pretendiera hallar la respuesta en la cara del otro.
—Voy a Carabineros a poner una constancia, para que la busquen —agrega Francisco, tratando de dar con el número de veces que ha tenido que lidiar hoy con la palabra carabineros.
—Lo que tienes que hacer, mi amor, es calmarte y pensar con la cabeza. Dime una cosa: ¿dónde va a ir una niña de ocho años? Va a volver, tienes que estar seguro de eso y dejar de pensar tonteras.
Aldo va al refrigerador y le ofrece una cerveza. La bebe de un sorbo, como si viniera de cruzar el desierto. Me gustaría ser como Mariela, poder tomar tan fríamente las cosas y dar por hechas las cosas sin verlas.
La tranquilidad de su mujer lo exasperó…
Mariela va al baño. Francisco renuncia indefinidamente al ejercicio de mirar el reloj. Pobre aparato, qué culpa tiene de haber sido diseñado para mostrar la hora; está contigo en esto y también le preocupa la niña, sin embargo no puede renunciar a la voluntad de su mecanismo; lo siente y pide disculpas, espera que entiendas que no es nada personal. Cada minuto que pasa es un centímetro de autocontrol que Francisco pierde. Aldo delinea con las cejas un gesto de nerviosismo.
—Si quieres te vas, compadre —dice Francisco.
—Estás loco, yo no me muevo de acá hasta que aparezca mi sobrina.
Francisco siente que acaba de obsequiarle a su cuñado la última sonrisa que le quedaba. La radio está prendida. Suenan canciones que en otros momentos alegraron la casa y que desde hoy Francisco no dejará de asociar a este día. Las melodías pierden el encanto, las letras suenas vacías, intrascendentes.
Vuelve Mariela. Aldo pide permiso para fumar. La niña rechaza el olor a cigarro, pero no importa, se va a poner tan contenta de ver a su tío, que no se va a dar ni cuenta.
Seguían hablando de la niña con naturalidad. ¿Cuántas horas más tenían que pasar para que entendieran la gravedad de la situación y empezaran a sentirse como él…?
Francisco se excusa y va a su dormitorio. Sin prender la luz se deja caer en la cama matrimonial. Mira el techo como queriendo descifrar algo. Oye pasos en la calle y salta hacia la ventana: es el gordo de la casa amarilla. Cerdo asqueroso, me cago en ti y en tu puta vida. Vuelve a recostarse y tiene la impresión de no estar respirando bien. Revive en su cabeza el último minuto que estuvo con la niña, insultándose por no haber actuado de otra manera. Daría los testículos con tal de poder corregir ese pequeño instante, portase de otra manera y ofrecer a la niña toda la atención del mundo, o por último disponer de diez segundos para advertirse a sí mismo que la niña le leerá el poema y que no sea imbécil.
La última escena de la niña, tan fresca que estaba y no obstante tan lejana. Puso play al video mental y volvió a verla, como queriendo hallar una rendija que le permitiese entrar y cambiar el guión, reemplazar de un golpe al tarado indiferente y escuchar el poema con sobreactuada atención, y si no, al menos evitar que la niña saliese huyendo, reteniéndola a la fuerza, aferrándose desesperadamente a su pequeño cuerpo…
Estira las manos y las empuña. Lo ahoga la nada. Otros pasos en la calle y se pone de pie, ya no con el mismo ímpetu de hace un rato, pretendiendo engañar a la verdad, fingiendo indiferencia. Hay alguien afuera, ¿quién será? Veamos… Un señor de bigotes que lleva un maletín. ¡Qué interesante!
Cierra la cortina y ve a Mariana parada en el marco de la puerta. Se acerca.
—Mi amor: por favor deja de preocuparte.
La voz de Francisco se quiebra.
—¿Cómo quieres que no me preocupe, si todo esto es culpa mía? ¿No te das cuenta que no la volveremos a ver?
La araña de la morbosidad se presenta oficialmente. La lógica tuvo su oportunidad y no ayudó en nada, así que la araña está al mando ahora. Mariana lo observa con lejanía.
—¿Quieres que vaya con Aldo a buscarla?
—¿Para qué, si ya fui y vi que no está en ninguna parte?
—Mi amor: ¿quieres que vaya a buscarla o no?
—Anda, pierde tu tiempo.
—No te muevas de la casa, eso sí, por si la niña llega en este rato.
Francisco ríe irónicamente y oye a Mariana y Aldo, la puerta de calle, la radio que sigue sonando. Necesita ponerse de pie y hacer algo, cualquier cosa. Va a la cocina y saca otra cerveza del refrigerador. Hay una foto de la niña pegada en la puerta. Francisco la ve y cierra inmediatamente los ojos para no tener que procesar aquella imagen, le echa encima paladas de pensamientos al azar: París es la capital de Francia. Rojo, azul y amarillo son los colores primarios. Dos y dos son cuatro, cuatro y dos son seis, seis y dos son ocho, y ocho dieciséis...
Va a la sala y ve que cerca del sillón de felpa hay un papel botado. ¿Cómo nadie lo vio y lo tiró a la basura? Es el poema del Día del Carabinero: la letra redonda de la niña, los pequeños cuerpos de las estrofas, dos faltas de ortografía, el título subrayado con lápiz de color. Bomba mental, fuego, sangre, osamentas, garabatos, escupitajos, escombros, virutas, mierda, esquirlas ardientes y mucho polvo. La niña descuartizada por aquí, la niña degollada por allá, por acá la niña violada y muerta. Dolor, asfixia, desequilibrio, él mismo gritando en medio del vacío. Nadie lo escucha.
Suena el timbre. Los ojos de Francisco no distinguen entre lo que ven y lo que imagina. La araña de la morbosidad ahora es un murciélago enorme, monstruoso, omnipotente. Son los carabineros que vienen a avisarme. Hora de afrontar la verdad. Atesora el poema en el bolsillo y lo aprieta como a un amuleto que le dará la fuerza. Es la niña y Francisco no reacciona.
—¿Puedo entrar, papá?
Abre la reja y Francisco la observa: no está descuartizada ni degollada ni violada ni mucho menos muerta. Está bien, un poco helada, pero bien. Francisco se agacha y la abraza, todavía sin poder procesar bien. Quiere hablar, pero no puede. Respira a fondo y al fin logra sacar la primera pregunta.
—¿Dónde estabas?
—Caminando.
El murciélago de la morbosidad deja de volar y mira a la lógica, pidiéndole explicaciones sobre qué hacer en casos como éste. La lógica está igual de confundida.
La niña se sienta en el sofá de felpa y dice que tiene hambre. Francisco va mecánicamente a la cocina y pone en el microondas más tallarines con huevo. Contempla la cuenta regresiva del panel eléctrico y se asoma a la sala para confirmar que no está alucinando. El oxígeno empieza de a poco a fluir en su cuerpo. Un gran cansancio lo invade de repente, un deseo fatal de irse a dormir y no despertar hasta dentro de un mes. Suena la alarma del microondas y sirve los tallarines en un plato hondo. Va a la sala, toma a la niña en brazos y la sienta en el comedor, como fuese un bebé. Desde que llegó no ha dicho más de diez palabras. Come mirando la muralla y Francisco decide no forzarla. La ve de reojo como si una mirada directa pudiese desvanecerla. ¿Por qué no estoy alegre todavía?
Miró a la niña buscando algún detalle que dejase la farsa al descubierto…
La abraza otra vez, quiere estar a la altura de lo vivido las últimas horas, ponerse a tono.
—Hija: ¿dónde estuviste?
—Caminando, ya te dije.
—Pero ¿dónde?
—No sé, por ahí.
Se pone de pie y da vueltas por la sala. ¿Será adecuado pedirle que me lea el poema? Mejor esperar.
—¿Vino mi tío Aldo?
—¿Cómo lo sabes?
—El olor a cigarro y las botellas de cerveza.
—Bueno, sí...
—¿Mi mamá?
—Salió con el tío. Ya viene.
La niña en enrolla con el tenedor los últimos tallarines y se los lleva a la boca. —Tienes cara de cansado.
Francisco sonríe. Pensó que no volvería a sonreír y le asombra estar haciéndolo. Mariela no vuelve. ¿Hace cuánto rato salió? Va la cocina y mira el reloj, se reconcilia con él. Las once. Sobre el refrigerador ve el celular de Mariela. Llamaría al de Aldo si supiera el número. Estaba tan nerviosa como él y lo escondió, detrás de su seguridad había también un precipicio y lo camufló para que yo estuviera tranquilo. ¿Habrá también una araña de la morbosidad dentro de ella? Lógico, también es su hija. ¿Cómo todo este rato hizo para anularla, de dónde sacó la fuerza? No sé y nunca lo sabré, cuando le pregunte se encogerá de hombros y dirá que en verdad estaba bien y que si salió fue por mí. Tras la puerta y se sacó la máscara de la serenidad y empezó a buscar a la niña tal como él. Su propio infierno. Cada calle que doble sumará bloques de angustia a al espíritu de Mariela, puñetazos de vértigo y nuevas dudas. Manos vacías, deseo carnívoro de abrazar ya a su hija. Las imágenes tontas aparecerán en su imaginación, empezarán a acumularse y pronto no podrá pensar en otra cosa que no sea una tragedia.
¿Cuánto más iba a demorar su esposa?, ¿cuántos minutos de infierno le quedaban por vivir? Entendió que debía ir a avisarle tal como a él le hubiese gustado que le avisaran mientras buscaba, aparecer en medio de su odisea y decirle que todo estaba bien, que borrase inmediatamente de su cabeza aquellas imágenes horribles y volvieran a la casa…
La niña está sentada en el sillón de felpa.
—Mi vida: ¿puedes quedarte solita un rato? Voy a prender la televisión para que te entretengas mientras vuelvo. ¿Qué canal te gusta?, ¿Discovery Kids... Cartoon Network? Ya sé: Disney Junior. ¿No? Bueno, toma tú el control y busca algo. No vayas a salir de la casa, por ningún motivo. Más rato jugaremos Monopoly con tu tío Aldo. Te repito: no salgas de la casa. Voy afuera un minuto, a ver una cosa sin importancia.
Cierra la puerta por fuera y camina hasta la plaza. Ve que los muchachos no están y asume que nadie dijo a Mariela dónde buscar.
Él al menos sabía dónde ir...
Llega a la esquina y trata de conectarse con la Mariela de hace veinte minutos. La proyección de ella doblando hacia la izquierda es más nítida y fácil de construir, sin embargo opta por la derecha. Más rato le contará cómo el instinto le dijo algo y él hizo lo contrario. Avanza y a ambos lados ve casas y sombras, perros que ladran, lámparas encendidas y voces, ruidos de radios y televisores encendidos.
Se sintió dichoso de poder decir que salvo por el detalle de encontrar pronto a su mujer, era como los que vivían en esas casas, que los testimonios de otras búsquedas volvían a ser de otras gentes, de otros mundos, otras categorías de vida lejanas a la suya…
Camina doblando esquinas al azar, introduciéndose en combinaciones de calles y pasajes que no sabe si podrá recordar. A lo lejos divisa dos siluetas humanas. Entrecierra los ojos para hacerlas coincidir con las de Mariela y Aldo, pero están muy lejos y es difícil saber. De todas maneras acelera el paso. En caso de que no sean le habrá servido al menos para acalorar el cuerpo. Frío de mierda, otoño de mierda, día de mierda. Corre y da la impresión que las siluetas siguen donde mismo. Trata de enfocarlos y no sabe si están caminando o si al verlo decidieron parar. ¿Serán ellos preguntándose si la silueta del fondo soy yo? Eso también tengo que escribirlo, sí, es una buena imagen y no puedo dejarla pasar. Camina para ver si ahora los puede reconocer. Al menos ve que no están caminando, que siguen ahí como dos estatuas. Mariela llorando y Aldo haciéndola entrar en razón. Bueno, si ellos no quieren acercarse entonces yo lo voy a hacer. Mariela y Aldo decidiendo dónde ir ahora. Avanza con decisión y sin miedo. Mariela proponiendo ir a la comisaría a dejar la constancia y evitarme ese mal rato a mí; Aldo opinando que es muy temprano aún.
Francisco sigue corriendo. La niña lleva varios minutos sola y no puede darse el lujo de hacerla esperar tanto. Ahora las siluetas son más nítidas y al menos entiende que son dos personas adultas. ¿Un hombre y una mujer, una pareja de hermanos? Mariela resignada y Aldo obligándola a seguir. Ese que viene ahí puede que sea Francisco, que viene a avisarnos que la niña volvió y que por favor no la vayas a castigar por haberse ido tantas horas.
Pese a que todavía no está seguro si son o no son, Francisco alza la mano y les hace señas, moviendo el brazo a una velocidad que les haga entender que no son señas de altera sino de aviso, buenas señas, señas de vengan, tengo buenas noticias, señas de volvamos cuanto antes a la casa, señas de no es tan tarde y si todos hacemos un esfuerzo podremos hacer la vista gorda y jugar Monopoly y reír como si nada hubiese pasado.
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