Hay días, no vayamos a engañarnos,
en los que apetece envolver el alma en papel
y hacerla un cucurucho donde escupir
la palabra
encubierta de obligado silencio,
porque no sabe -o no quiere- pronunciarse la boca.
Luego,
incendiarlo con la llama del olvido
quizás ayuda;
Pero son días en los que no flota
ni el barquito que fervorosamente construimos
con la sana y liviana madera
de un buen recuerdo,
y que se hunde irremediablemente en el charquito
apenas transparentado
de una miserable gota de agua salada.

Son esos días desarraigados
en los que no volamos una cometa
ni en la ventisca más propicia
y dan ganas de guardarse las manos en los bolsillos,
mirar para otro lado
y dejar que pase al siguiente el turno de la vida.

Esos días, que son preludio de noches
en las que se duerme sin sueños,
con los dedos entrecruzados encima del pecho
-como los muertos-,
y despiertas con la mirada desperdiciada en las esquinas
que cuadriculan el lecho;

Pero mira que, precisamente, son estos días
los que establecen la radical diferencia entre aquellos otros
tan felices,
y que nunca sabríamos apreciar
sin la valiosa comparativa de los inevitables
días del desarraigo.