No me mires así. Cuando nos conocimos, ambos sabíamos lo que no queríamos. Yo te dije que no sabía enamorarme, que no lo había hecho nunca y que no me veía capaz de hacerlo, tú, por el contrario, lo habías hecho tantas veces que creías haber agotado esa capacidad. Estábamos de acuerdo, enamorarse no era necesario, era algo que debíamos evitar, lo único que podía traer era problemas.
Sin embargo, las cosas no se planean, las cosas suceden y cuanto más se lucha por evitarlas, antes ocurren. ¿Por qué me miras de ese modo? Sabes que es cierto. Cuando empezamos a conocernos, nos movía la curiosidad hacia lo desconocido, ocurría lo mismo que cuando a un niño pequeño le ponen por delante un nuevo juguete; está deseando tocarlo, cogerlo, usarlo, hacerlo suyo…el final suele ser siempre el mismo: el juguete queda en una esquina de la habitación, bajo otro montón de juguetes que corrieron la misma suerte. Pero tú nunca me harías eso ¿verdad?.
Coincidíamos en que lo más importante era hablar claro, decir cada cosa en su momento para evitar malentendidos. Sabes que tengo una pequeña tendencia a enfadarme por nimiedades, pero eso te hacía gracia, te reías muchísimo por las vueltas que podía llegar a darle a algo en apariencia sencillo y yo, cuando veía cómo había llegado a ponerme por algo tan necio, me sentía estúpida y feliz al mismo tiempo, feliz porque tú en tu aparente no enamoramiento, aceptabas que eso era parte de mí, de mi carácter.
Borra esa mirada de tu cara, si te duele lo que te digo, vas a tener que seguir escuchándome. Yo no quería quererte, eras tan diferente a mí que el comprenderte me dolía a veces, pero como es bien sabido, los polos opuestos se atraen, tu seguridad me atraía y tu crueldad irónica también.
El día en que me di cuenta de que el primer atisbo de celos aparecía en mí, 1º me eché a reír por lo absurdo de la situación, yo, que siempre fui muy independiente y libre, que siempre creí en la máxima de que lo tuyo has de dejarlo volar porque si te pertenece, volverá a ti ¡estaba celosa!. Luego, lloré, lloré en silencio, lloré como llora quien es consciente de que ciertos cambios se están operando de forma descontrolada en sí.
Tú y esa mirada; fue la misma mirada que pusiste el día en que venciendo todos mis miedos infantiles y mi miedo al compromiso te declaré todo lo que sentía, abierta e inocentemente. Yo no te pedía nada a cambio, jamás fui capaz de hacerlo, ni tan siquiera con mis amigos; la gente da porque le sale, la gente da o así debiera ser, porque lo siente, en el momento en el que esto se convierte en una obligación, se rompe la pureza del dar en sí: dar por el mero hecho de ser ésta la culminación de un limpio sentimiento.
Dijiste que sentías lo mismo; sí, con esa cara atónita que ahora tienes, me quedé yo. Nunca antes me habían amado y ahí estabas tú, con esa mirada, diciéndome que íbamos a intentarlo. Yo, como tonta, caminaba por la calle con la sensación de plenitud más grande que experimenté en mi vida; la gente me decía que me veía distinta y ante esto, se me dibujaba una atolondrada sonrisa en el rostro mientras farfullaba unas palabras sin sentido, porque lo que yo quería era irme cuanto antes para estar contigo, que me hablaras, que me miraras con esos ojos.
Vivimos muchas cosas juntos; nos apoyamos mutuamente. Yo te daba todo lo que tenía porque así me salía, sabes que no tengo término medio, te hubiera dado un riñón mío si te hubiera echo falta, pero, en lugar de eso, te llevaste mi corazón y con ambas manos lo cogiste y exprimiste para luego tirarlo como hacen los niños pequeños con sus juguetes.
No me mires así porque sabes que es cierto. Lo peor de todo es que no me dijiste nada, absolutamente nada después de un año juntos, después de hablar mil y una veces de lo magnífico que era comunicar en cada momento los sentimientos y sensaciones de uno. Yo pasé por todas las fases que en estos casos puede pasarse: 1º vino la incredulidad, no podía ser cierto puesto que nada había ocurrido y cuando nada ocurre nada cambia ¿no?; después la realidad me pegó de frente, fue un guantazo tal, que me quedé tambaleándome, seguía sin tener una razón que darme para explicar tu comportamiento, pero lo cierto es que estaba ocurriendo: tú ya no estabas junto a mí; estuve un mes alternando incredulidad y realismo y, pasado el mes, entré en ese momento en el que uno ha de decidir si seguir su vida, rehacerla, o por el contrario sumergirse aún más y definitivamente en ese mar lleno de sombras que es el desamor; como soy fuerte, opté por salir a la superficie, tuve que bucear mucho tiempo pero, al final, mi cabeza emergió para tomar aire fresco.
Pero claro está, aún quedaba una fase que pasar y esa era la de la venganza. Fría o no, llegó. No te odiaba ya, tampoco te quería, pero tenía la sensación de que puesto que tú te habías ido sin poner un final a nuestra historia, el final había de dárselo yo.
Siempre me gustó tu mirada, tienes una mirada única, quizá porque cuando se te mira, es imposible saber en qué piensas y, ese misterio encandila, ese misterio es adictivo. Mi abuela siempre decía que uno no debía fiarse de las personas con ojos verdes.
En fin, ahora me verás día y noche, noche y día, sabrás que entro y que salgo, pero no sabrás el por qué, adónde voy ni con quién, como yo tampoco sabré nunca porque dejaste de quererme. Por eso he colocado tu cabeza sobre el mueble de la cocina, mirando a la puerta.
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