La vejez y la soledad no perdonan. No es que lo diga yo, lo dice todo el mundo, y cuando el río suena… Entre las diferentes circunstancias en las que alguien llega a la senectud está aquella en la que el anciano, enviudado ya, alcanza sus últimos años de vida con unos buenos dividendos en el banco. Acontecerá a este anciano que, dado su poder adquesitivo y su soledad, encuentrará un nuevo y joven amor por cuyo vallar de dientes blancos y perfectos saldrá una cascada imparable de lisonjeras palabras. El anciano se sentirá lleno de vida junto a esta joven amante que tan bien le tratará y esta última, sin dejar de actuar como una buena actriz, hará cálculos mentales emulando a una jugadora de ajedrez para determinar cuánto tiempo más deberá aguantar hasta conseguir su lucrativo objetivo.
El amor no se compra, sólo se simula, y las simulaciones tratan objetos irreales. A lo mejor el matusalén adinerado, embelesado por la afectuosidad de su joven amante, sabrá de sobras que ella realmente no le ama, mas probablemente le dará igual porque, a pesar de la ficción, su vida le resultará así mucho más llevadera, más amable, más soportable. Sin embargo no será fácil para el anciano vivir esta especie de última aventura “amorosa”, pues deberá soportar las denosidades de quienes lo observen con miradas críticas, con aires de burla, con sonrisas malignas. La direncia de edad entre él y la joven amante será abismal y este hecho no pasará inadvertido a nadie. Las malas lenguas son incontables.
Los hijos del anciano, mayores incluso que la popia amante, estarán tanto más disgustados cuanto más dure la relación entre el viejo y la joven. Se olerán algo raro, se sentirán inseguros, incomodos con la situación. El nerviosismo explotará definitivamente entre los herederos filiales cuando les llegue la noticia bomba: «el anciano anuncia a bombo y platillo que se casa con su joven amante porque dice estar enamorado». Menudo pollo se liará entonces. Los hijos desesperados que te rilas, viendo en peligro sus correspondientes herencias, ipso facto solicitarán ante los juzgados competentes la incapcidad del anciano, para evitar de esta forma que se case con esa intrusa roba herencias. Será la primera vez en la vida que los hijos se preocuparán por las capacidades intelectuales del viejo progenitor, el cual, atónito como nunca antes, alucinará pepinillos al saber que en unos días un forense lo examinará para determinar si está capacitado o no para casarse con la joven amante, la cual, por cierto, seguirá pertinaz con su cometido: llegar hasta el final para llevarse el premio gordo.
Nota del autor:
El patrón narrado aquí ha tomado como ejemplo un viejo adinerado y una joven embaucadora. Ahora bien, los sexos de sus actores son intercambiables, pues estos no alteran en absoluto el patrón resultante. De hecho hay tantos casos reales similares con independencia del sexo de sus actores que se evidencia con ello algo incontestable: el hombre y la mujer son prácticamente lo mismo y, por supuesto, ninguno es mejor que el otro. |