La soledad del exilio se sentía más fuerte por las mañanas, cuando el olor del horno de la Patisserie Paul que está en la esquina comenzaba a funcionar. A Ema le recordaba el olor a la marraqueta caliente. Desde que llegó a vivir por obligación a París junto a Horacio, su marido, la cuenta de su vida se había puesto en reversa: sentía que cada día que pasaba era un día menos de su vida. Hacía algún tiempo que había dejado de hacerle gracia el nombre una boutique, Mimi la Sardine, que estaba justo debajo del pequeño departamento en el que vivía, pero el dolor de su alejamiento de Chile seguía intacto, sin comprender aún del todo los motivos de su exilio.
A las siete debía ir a buscar a Horacio a la estación de Montparnasse y aún le quedaban varias horas. Aunque siempre intentaba llenar el tiempo que le sobraba paseando por París, ese día decidió conectarse con sus recuerdos y buscó el pequeño álbum de fotos, una de las pocas cosas que pudo traer consigo cuando debieron asilarse en la Embajada de Suecia en Santiago. Prefirió que el destino decidiera qué recuerdo traer primero y abrió el libro aleatoriamente; y el destino le respondió: lo primero que le mostró fue una pequeña fotografía en la que aparecían Horacio y ella, hacían ya unos trece años atrás. Estaban abrazados y un amarillo y aún caliente sol de fines de marzo los iluminaba. Las flores que se veían en un segundo plano medio desenfocadas eran de la plaza de Parral, ciudad a la que llegó a vivir cuando Froilán, su padre, se enteró que ella mantenía una relación con Horacio.
Ema, ni su madre, ni nadie, había comprendido muy bien las razones de la rotunda oposición de su padre a que ella se hubiera enamorado de Horacio, aunque la tesis más aceptada que siempre se manejó era que la militancia política de Horacio le hizo temer al padre de Ema que ésta fuera a tener problemas; la última mitad de la década de los sesenta era un momento turbulento en el que la juventud clamaba por cambios y estaba dispuesta a llevarlos a cabo sin importar el costo.
Froilán decidió que Ema debía irse de Talca y terminar los dos años de humanidades que le quedaban en Parral para separarla de Horacio y terminar así esa relación. En ese tiempo, las decisiones del padre se acataban. Froilán arregló con su pariente, Ester, que recibiera a Ema en su casa y la inscribió en el liceo de Parral. Y así se hizo, aunque la separación no consiguió el objetivo de Froilán. La distancia no fue un obstáculo para la pareja, y Horacio viajaba a Parral para encontrarse con Ema, y en una de esas visitas de amor, se tomaron la foto.
Unos meses después de comenzados estos encuentros a la salida del liceo en la plaza, Ema se armó de valor y siguió el consejo de sus primas, unas chiquillas que evaluaban con profundo romanticismo las visitas, y con temor, le contó a su tía Ester que se encontraba con Horacio al menos una vez por semana en la plaza.
Ester le preguntó si estaba realmente enamorada de ese muchacho y Ema asintió con la cabeza sin decir palabra y mirando al suelo, expectante ante la reacción de su tía. Después de unos segundos de silencio, Ema no pudo contener su pena y unas lágrimas cayeron de sus ojos, sin despegar la vista del suelo.
—Si estás enamorada de él, no puedes agachar la vista, le dijo Ester, y debes mirar de frente y dejar de llorar.
Ema levantó la vista y las palabras de su tía le recordaron la ternura de su madre Laura, con quien también compartía la complicidad del amor no aceptado por Froilán.
—La próxima vez que venga a verte este joven, no puedes encontrarte en la plaza porque eso no es digno de una señorita; lo traes a la casa. Quiero conocerlo, sentenció finalmente Ester.
Su instrucción fue cumplida y al jueves siguiente estaban Ema y Horacio sentados en la cocina de Ester, quien sometió al joven al cuestionario de rigor para estos casos: edad, oficio, intenciones y todas las preguntas a las que Horacio respondió con profunda sinceridad. Sólo debió mentir cuanto Ester le preguntó si creía en Dios o si era masón, ya que Horacio consideró que decirle que era ateo podía ser un obstáculo insalvable. Las personas mayores como Ester no se debatían entre el capitalismo y el marxismo como lo hacían los jóvenes, sino que entre católicos y masones. Era otro campo de batalla, el teológico, del que Horacio estaba alejado porque ya había decidido que Dios no existía, pero comprendía, erradamente según después aprendió, que el fundamentalismo religioso que caracterizaba a la generación de Ester era mucho más profundo que el de las reivindicaciones sociales y los aires de cambios. La charla se prolongó animadamente sin que ninguno de los tres se percatara que el último tren a Talca ya había pasado, y no había forma de regresar. Ester le ofreció quedarse a dormir y esa fue la forma en la que ella dio su aprobación a la relación.
Laura viajó a Parral a una supuesta reunión en el liceo, pero fue la excusa que usó Ester para que hacer que ella viniera sin despertar sospechas de Froilán. Conciente de la responsabilidad que sobre ella recaía al tener a Ema en su casa, en cuanto llegó Laura, Ester le dijo: —La niña está enamorada de un chiquillo de Talca, ha venido algunas veces a esta casa, y a mí me parece un buen cabro.
Laura se quedó perpleja no por la complicidad de su prima, sino que porque le dio susto lo que Froilán podría hacer si se enterara. Cuando recuperó el aliento, Laura asintió y le dijo que ella también consideraba que Horacio era una buena persona. A partir de ese momento, vivieron su amor con plenitud y dos meses después de terminar el liceo, Ema se casó con Horacio.
Recordó tan claramente la música de la pequeña celebración que montaron para festejar el matrimonio en la casa de Ester que la oyó, sintió el calor de Ester, un cariñoso beso en su mejilla y escuchó su voz deseándole felicidad y diciéndole adiós. El ring del teléfono la trajo abruptamente de vuelta a París y la vocecilla de una de sus hermanas al otro lado de la línea y del mundo le informó que Ester había muerto. Ema se dio cuenta que se había quedado dormida viendo la foto, pero aún despierta aún sentía el olor de Ester en su departamento de la Rue de Seine en París. Ema también le dijo adiós a Ester. |