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En ese consultorio de los extramuros, la gente se arremolinaba en las salas de atención. Cada cual con sus problemas, con sus dolores y sus angustias. Los médicos no eran suficientes para cubrir la nutrida demanda y por lo mismo, la gente los consideraba como piezas importantísimas de su cotidianidad.

Algunos pacientes, no lo eran tanto y muchas veces recurrían a la violencia para lograr su objetivo, que no era otro que conseguir sentarse delante del doctor para que este descubriera el origen de sus dolencias y les brindara la panacea. Todo esto, de manera muy simbólica, ya que existen males que escapan a todo diagnóstico.

Los recursos eran insuficientes, pero siempre había una solución para cada uno, y existían los pacientes que seguían con veneración y fidelidad a tal o cual doctor, retribuyendo todo con esa prodigalidad de la gente modesta, que se deshace de parte de sus pertenencias cuando se trata de agasajar a alguien.

Y aparecían las bolsas con legumbres, el queque preparado en la casa y hasta una gallinita desplumada, lista para hacer una cazuela. Los doctores, compungidos ante tal muestra de afecto, recibían las prebendas y luego las guardaban en sus coches, o bien, las compartían con los auxiliares y enfermeras.

El doctor Aravena era uno de los más queridos, por su buen humor y por sus estadísticas favorables, ya que la gente no se le moría y eso era un muy buen antecedente. Siempre se le veía pasar sonriente, bromeando con sus pares y con la gente, que reía con sus chistes.

-Vengo a ver a mi doctor- decían algunas señoras, tal si tuviesen título de propiedad sobre el facultativo. Lo veneraban tal si el hombre fuese un chamán de arcanos orígenes.

El hecho es que no sucedía lo mismo con los otros médicos, más formales y concisos, acaso demasiado imbuidos en su profesionalismo más que orientados a la coyuntura social. Y siendo precisos en sus diagnósticos y prestigiados por sus logros académicos, carecían de ese carisma que el doctor Aravena rezumaba por sus poros. Por lo mismo, en su gremio, este doctor no era muy bien mirado, ya que a ojos más categóricos, desprestigiaba la formalidad que requiere una profesión de tanto respeto y trascendencia.

-Ese Aravena es un payaso- afirmaba el doctor Paulsen, reconocido por todos, ya que eran demasiados los congresos y conferencias los que había realizado, mucho más sus galones conseguidos por beneméritos post grados en Alemania, Rusia e Inglaterra, además de las clases que impartía en una renombrada universidad de la capital.

-Pienso lo mismo que tú. Pero debemos reconocer que es muy simpático y daría lo que fuera por poseer ese rasgo suyo. Como puedes ver, la gente ni nos cotiza, pese a ser grandes facultativos.

-Superchería barata, eso es lo que es este colega.

Y así, complacientes con él en sus encuentros y descuerándolo a sus espaldas, se pasaban las jornadas en ese consultorio enquistado en medio de numerosas poblaciones.
-Tome doctor, este queso me lo trajo mi hermana Filomena del sur. Es para que lo disfrute con su familia, que debe ser tan buena onda como usted.
La señora le extendió la sabrosa prebenda, la que fue recibida con gestos de agradecimiento por el doctor.

-La semana que viene le voy a traer miel. Usted se lo merece todo, doctorcito.
El doctor le dio las gracias, instándola a no molestarse, ya que él sólo realizaba su trabajo y para eso recibía su paga.

-Como sea. Pero usted me atiende con cariño, con respeto, me siento una persona y no un conejillo de China.
-¿No será conejillo de Indias?- corrigió el doctor.
-De allá pu.

Así, día a día y mes a mes, todo transcurrió inalterable. El doctor Aravena atendiendo a la gente a su manera y los demás colegas tratando de emularlo, sin éxito alguno, ya que lo que natura non da, Salamanca non presta.

-Until tomorrov- les dijo esa tarde el doctor Aravena de sus colegas y funcionarios. Era su manera tan suya de despedirse, a sabiendas que al día siguiente estarían todos al frente de ese enclave sanitario, combatiendo todos los malestares de la humilde gente que concurría esperanzada.

Pero, ese día siguiente, no llegó para él. La auxiliar recibió la noticia a matacaballos y como tal la difundió a los pacientes. Fue de un modo tragicómico, como al doctor Aravena le hubiese gustado que fuese.

La mujer salió al pasillo, en donde aguardaban los numerosos pacientes y sin siquiera pensar en las palabras que emitiría, dijo a viva voz:
-El doctor Aravena no atenderá hoy, porque se murió.
Curiosamente, se produjo un silencio expectante y luego, la gente soltó la risa. Vaya uno a saber si con ella expresaba lo jocoso del momento o sólo era el preludio de una escalada en que hubo llanto, desconcierto y desazón, todo mezclado en ese alambique distorsionado, tal si hubiese sido fabricado a propósito por el querido doctor, fallecido a medianoche, acaso porque le había llegado su hora, o porque existe una ley invisible que regula estas cosas y no permite médicos locos que curen a los demás con una sonrisa y con un caudal de optimismo en su maletín…





















Texto agregado el 09-05-2013, y leído por 237 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
09-05-2013 Maravillosa historia. Me encantó de principio a fin. Lenguaje ligero y coloquial de fácil lectura. Un gusto leerte. kone
 
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