El gran encerador de hierro se movía estridentemente entre las manos de mamá y todo el suelo viejo de la biblioteca parecía derrumbarse bajo su peso. Yo lo oía quejarse, llorar lastimeramente, mientras el crac-crac seguía aplastándolo imperturbable.
Las manos de mamá agarraban duramente el gastado mango de madera y yo me maravillaba, pensando que eran las mismas manos que solían acariciarme, que suavemente y sin enterarme, conseguían que tomase las odiadas medicinas que Don Benito pensaba que eran necesarias para un buen crecimiento.
¿Cómo esas manos, que a veces parecían pétalos escapados de alguna flor descuidada, podían ahora continuar, impasibles, moviendo el encerador bajo el suelo lastimado y cansado?
Toda la biblioteca parecía ofendida ante esa inesperada invasión. Los muebles se negaban a recibir la alegría de la luz, mientras mis hermanas mayores se esforzaban en sacar brillo a todos los rincones de su cuerpo oscuro.
Los libros, protegidos por el cristal, miraban condescendientes. Nadie se atrevería a molestar su quietud, tan sólo el paño, indiferente, pasaría delante de ellos, pero no los rozaría. Después de la lluvia azul sobre las puertas de cristal todo continuaría como al principio, como siempre. Mudos testigos de la vida que pasaba ante ellos, sin salpicarlos siquiera.
Yo me sentaba a esperar que todo aquello terminase, en una de las viejas sillas de cuero sin respaldo, la que había sido del rey viejo y oscuro, que daba órdenes sin parar, y ante el cual ni siquiera los orgullosos libros se habían resistido. Mamá decía que no, que aquellas sillas habían estado allí siempre, generación tras generación. Pero yo sabía que el rey oscuro había dirigido batallas allí sentado. Y había mandado muchos barcos a buscar tesoros escondidos. Y que no le gustaban los niños. Él siempre había sido viejo y no entendía de fantasías.
Yo me sentaba y pensaba que algún día sería tan vieja como el viejo rey y que toda la biblioteca sería mía. Podría ordenar al león morado, que siempre estaba sobre la mesa escritorio, que dejase el ridículo reloj que llevaba en la boca. A los payeses que estaban encima de la librería, les daría permiso para bajar y contarnos sus antiguas historias.
Pero mi mayor deseo era poder obligar a los libros a abrirse, sin pedir permiso a nadie. Entonces ya no se reirían de mí. Tendrían que contarme todo lo que había escrito en sus gordas barrigas. Y yo decidiría cuáles valían la pena y cuáles no.
¡Oh sí! Yo sería la dueña de la biblioteca, sentada en la vieja silla. Sólo tendría que levantarme, igual que había hecho el rey negro, para mirar el cuadro de la Virgen Niña, que también había estado siempre allí y yo no entendía cómo podían llamarla “la Virgen Niña”, si mamá dijo que tenía más de cien años.
Por fin mis hermanas y mamá dieron por terminada la invasión. Mi hermana corrió las cortinas y todo quedó en tranquila penumbra.
Yo me levanté y el rey viejo ocupó su silla y dominó la biblioteca. Me miró profundamente y sentí que su mirada me llenaba de tristeza y misterio. Con un gesto me mandó marchar y yo cerré la puerta muy despacio, pensando que dentro de unos años no se atrevería a darme órdenes. Cuando yo fuese la dueña de la biblioteca.
Un día vino un señor áspero y grueso, que toqueteó todos los muebles y cuadros, mientras hablaba con papá. Muy serio, apuntaba cosas y más cosas en una libreta de hule negro. Era un señor feo, pero me gustaba cómo hacía bailar el lápiz entre sus dedos, antes de escribir en su libreta de luto.
Mamá estaba llenando baúles, con ropas y muchas cosas y tenía los ojos mojados de lágrimas. Pero no había ninguna en su mejilla, a mí también me gustaría llorar sin lágrimas cuando fuese como mamá. Parecía muy importante y complicado.
El jueves mis hermanas se fueron en un tren gris y grande. Y el domingo Julia y yo subimos en ese mismo tren, con papá y mamá.
Yo estaba feliz, ¡Era tan divertido viajar en tren! Julia se había dormido. Mamá seguía llorando sin lágrimas y papá se negaba a mirarla.
Por la ventanilla nos espiaba un desfile de árboles vertiginoso, soldados cuajados de lágrimas. Y entonces supe que jamás volvería a la biblioteca, que la silla del rey viejo y oscuro no vería ninguna generación más. Y que los libros, que siempre se reían de mí, tras los cristales, no podrían contarme sus secretos y ya no podría soñar reírme de ellos cuando papá me diese permiso para abrirlos.
Ya la biblioteca no sería jamás la habitación de los misterios. Cada sacudida del tren me alejaba un poco de ella. Y los árboles no lloraban. Ahora reían, como locos, mientras miraban mi cara de sorpresa.
Al día siguiente llegamos a una casa pequeña y fría. No había biblioteca, ni muebles oscuros, ni el cuadro dorado de la Virgen Niña.
Y yo vi que los ojos y las manos de mamá estaban frías. Y papá no la miraba. Y yo nunca tuve que pedir permiso para abrir un libro.
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