Las mujeres de la aldea compadecían a Aisa, se relevaban para lavarla y alimentarla. Aisa era de las pocas madres sin hijas, había llegado allí con trece años, tercera mujer de uno de los hombres de la aldea y su unión fue bendecida, cuatro hijos en siete años, entre medias, partos sin ningún fruto, tres niñas muertas una hora después de haber parido.
Los hombres no entendían por qué las mujeres cuidaban tanto de Aisa, pero como los deberes no se descuidaban, lo dejaban pasar y lo atribuían a otra de las debilidades de su sexo.
Cuando Aisa dio él ultimo suspiro en este mundo, las mujeres prepararon su cuerpo como lo habían hecho siempre en la aldea, con una excepción, prendieron tres flores secas en su mortaja, los hombres las dejaron hacer sin entender nada. Al fin y al cabo, sólo había muerto una paria más de la aldea ¿Para qué tanta preparación? ¿Por qué tanto duelo? Pero como se sentían magnánimos, y a los muertos mejor no molestarlos, dejaron que siguieran con sus ritos y que se reunieran en la choza para dar el último adiós a Aisa.
Las tres flores secas fueron colocadas sobre el corazón de Aisa, mientras las mujeres lloraban y gritaban sus plegarias. El último rito, cerrar sus ojos y poner el último beso en su boca, se le otorgó a la niña más joven que podía entrar en la choza, la siguiente novia, bendecida con su primera sangre y a la espera de siete más para ser entregada por esposa.
La niña elegida debía aprender bien la historia, porque Aisa habia renunciado al don más querido, había roto la cadena de la historia, de la tradición que tan sólo se pasaba de madres a hijas.
Por eso, alguien recitaba la historia de Aisa entremezclada con viejas leyendas y cuentos de aldea:
Había llegado allí a las siete lunas de su primera sangre, desde otra aldea cercana, y su dote había sido pobre, de las más pobres que nadie recordaba, tan sólo un cordero y varios vasos de aceite, pero hermosa como una noche sin luna y fuerte como una chumbera a la orilla del río. La entregó su abuela, con lágrimas en los ojos y manos vacías; no podía hacer más por la niña.
Aisa era hija de una adúltera, lapidada a la salida de la aldea al amanecer de una hermosa mañana de abril. La niña, al cuidado de su abuela desde entonces, había crecido con la maldición y el miedo rodeándola cada minuto de su vida.
Entre pucheros y agujas, Aisa había escuchado la historia, repetida, deformada y aumentada, pero al final siempre acababa igual, el consejo de ancianos condenaba a su madre a morir apedreada.
Todos los hombres de la aldea disfrutaron ese día, piedra tras piedra, hasta que su madre, al límite de sus fuerzas, los maldijo a todos antes de que una piedra certera alcanzase la sien tan bien formada y su maldición se confundiese con el viento y los ruidos de la mañana.
Pero su abuela había oído bien y no se cansaba de repetir a Aisa la maldición de su madre, “malditas, malditas todas las mujeres que traigan niñas al mundo, malditas, malditas las mujeres que den hijas a hombres para hacerlas esclavas y darle hijos, malditas, malditas.....”
Su abuela maldecía el día que dio luz a su hijo, orgullo de su abuelo, recio como un asno y bendecido por toda la aldea.
El hijo, el hermano, el tío, el muchacho, que un día, ante los jueces de la aldea reconoció no haber podido resistir la belleza de su hermana, el que dijo que entró en su alcoba y entre la fuerza y el engaño se apoderó de ella, el que reconoció que la había violado porque no podía vivir sin ella. El mismo que, cuando supo que su muerte sería la misma, que moriría apedreado, se retractó y renegó de su familia y de su hijo recién nacido. El mismo al que los viejos indultaron porque era muy joven y necesitaban brazos fornidos para la aldea. El mismo que después de oír la sentencia recogió piedras la noche antes para apedrear a la madre de Aisa, el mismo que tiró la piedra mientras su hermana le miraba a los ojos perdonándole y pidiéndole que cuidara a su hijo.
Aisa creció alimentada por el odio de su abuela y el murmullo de la aldea que no dejaba que olvidase que era hija de una lapidada. Sus horas de niña se llenaron con las maldiciones de su abuela y el odio supersticioso de los muchachos de la aldea. Ayudó a crecer al niño maldito, fruto de la gran desgracia de su madre, pero sin entender por qué los ojos de todos se llenaban de odio cuando la miraban a ella, y de esperanza cuando miraban al niño.
Aprendió a caminar con la cabeza baja por no ver el reproche escrito en todos los ojos que se encontraba y, sin darse cuenta, empezó a odiar a todos los hombres que la rodeaban porque no entendía el miedo que iba provocando en sus mentes tan cerrradas. Aisa supo muy pronto que los hombres odiaban la memoria de su madre y que ella era esa memoria. Ellos solos sabían la injusticia que habían cometido, tan sólo ellos y Aisa sabían lo que tenía que haber sucedido, tan sólo ellos y Aisa sabían que aquella mañana de abril apedrearon a la persona equivocada, por eso tenían miedo, por eso la odiaban, ella era el recuerdo de lo que nunca debió pasar porque tan sólo ella llevaba la memoria de su madre, sólo ella era la heredera de los recuerdos y las maldiciones de la mujer apedreada una hermosa mañana de abril.
Cuando los muslos de Aisa se mancharon de rojo, intentó disimularlo con zumo de granadas, pero no engañó a nadie, los perros de la aldea la seguían como nunca lo habían hecho antes, y las viejas se la llevaron, durante tres noches la aislaron y después hicieron el anuncio, Aisa estaba lista, podía ser madre y ya podía ser casada.
Antes de ser entregada, Aisa fue a la ciudad de los muertos, no sabía dónde estaba su madre, pero daba lo mismo, derramó aceites y entre llanto y llanto prometió que de su cuerpo no nacería ninguna niña
A los veinte años, Aisa dejó este mundo, su semilla quedó en sus cuatros hijos, pero cumplió su palabra, las niñas, sus tres tesoros, las reclamó el río. Aisa, después del parto, las sumergía mientras lloraba, con sus muslos cubiertos de todos los jugos de la vida. Ninguna, ninguna de sus hijas moriría apedreada y, sin pecado, sin mancha volverían al infinito.
Las mujeres de la aldea enterraron a Aisa, con las tres flores secas prendidas a su corazón. Quizá, quizá estaría disfrutando con sus hijas en la paz del divino o quizá, quizá, estaría llorando por los siglos de los siglos en el abismo.
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