Acompaño a mi madre al aeropuerto, y no puedo evitar preguntarle si sigue teniendo miedo a volar. Me mira y al sonreír, adivino que a pesar de sus ochenta años la respuesta seguirá siendo la misma: mucho miedo, pánico.
Y entonces ella revira: en cambio quien te viera a ti, desde pequeño.
Seguramente tenia yo entre 3 y 4 años de edad, ya que según me cuenta, fue justo cuando vivimos formalmente en el rancho de mi padre, allá en Yajalón, al norte de Chiapas.
El rancho aquel era cafetalero y estaba además rodeado de otros ranchos vecinos cuyos dueños eran parientes nuestros: por un lado el rancho del tío Medardo –primo-hermano de mi abuelo, por el otro el del tío Enrique primo-hermano de mi padre, y colina abajo el mejor de todos: San Antonio, el Rancho del Abuelo Gil.
En aquellas soledades, nuestras mañanas y particularmente, mis mañanas. Se iban en la visita al rancho del tío Enrique, no solamente para acompañar a mi hermana Magda y a José y Tere -crianzas de mis padres- en las distintas clases que la tía Maruca se encargaba de impartir, sino para disfrutar del maravilloso espectáculo preparado exprofeso para mí.
Dice mamá: la vereda entre nuestra casa y la casa del tío Enrique, era un camino entre cafetos, cacaté y platanares. Y el bullicio eterno de peas y chachalacas. 300 o 400 metros y la frescura del arroyo que marcaba la colindancia de ambos ranchos. Siempre después del desayuno, siempre también tu por delante asumiéndote el hombre de la casa. Y siempre con el eterno disfraz del llanero solitario.
Volvamos al espectáculo, me dice mi madre.
Al fondo, el valle de Yajalón, el poblado y el río partiéndolo por mitades.
A nuestros pies, librando desde luego colinas verdes y humedales: el campo de aviación. Pueblo cafetalero. Enormes hangares y bodegas. Y mis horas sentado o de pie con el constante ir y venir de los aviones.
Los reconocías a todos por sus colores y por sus tamaños; apenas se elevaba alguno y tus exclamaciones festivas: el B-18, el de Lagarto, el de Calcáneo, el de Luna. Reconociéndolos, después que tu padre había ido descubriendo cada detalle particular para ti: el tamaño del avión; el más grande de todos (B-18), los rojos de la flotilla de Calcáneo, el azul del Capitán de la Cruz apodado Lagarto. El amarillo de Ortega. Los de lona y madera, de Mora y Moralitos. Horas y horas con exclamaciones gloriosas y correrías hasta mi lado: mami, por poquito se cae. Mami casi no podía subir. Mami el avión dio una vuelta forzada. Y te asumías avión y entonces además de lo dicho quebrabas tu cintura y demostrabas como había sido la maniobra, adoptando posturas con los brazos extendidos, cual si fueran alas.
Al media día cesaba por fin la algarabía. José dejaba su puesto de aprendiz y se asomaba a escrutar la calma.
-Madrina, el niño esta dormido.
Cómo que dormido, decía mi madre. Si desde aquí lo veo de pie.
Si madrina, dormido y de pie.
Huelga decir que al terminar la preparatoria, mi primera opción de carrera fue, la de piloto aviador.
También de eso se acuerda mi madre, pero evidentemente de eso también me acuerdo yo.
Llegué con mis padres, les mostré todos los documentos requeridos, y desde luego en detalle, cada costo que tenían que cubrir.
Con apenas un par de meses el dolor de la perdida de dos primos cercanos, en sendos accidentes de aviación. El uno recién graduado de piloto, el otro apenas en su etapa de entrenamiento.
-Ingrato, deberías de ver la pena de tu tía Chela-
Fueron las palabras con las que abrió mi madre.
No le busques mas, le dijo a mi papá.
Dale lo que corresponda a la inscripción y de paso, el dinero para que de una vez compre la caja en la que han de enterrarme, por que no aguantaría un sólo instante la pena de ver que cada día que salga, tendré la incertidumbre de no verlo volver.