EL NIÑO, EL ÁRBOL… EL HOMBRE, EL PÁJARO
Recuerdo que como a casi todos los chicos, los árboles ejercían en mí esa fascinante atracción por treparlos y la de jugar a vivir entre sus ramas como si fuera mi propia y secreta casa.
Ellos estaban allí, en los terrenos pertenecientes al ferrocarril. En esa franja limitada por sus propias vías y los fondos de las propiedades lindantes. Justamente en esas casas antiguas, con largas galerías a un costado y una palmera al frente, vivían mis abuelos. Inmigrantes italianos ellos, a quienes yo visitaba muy a menudo, especialmente el día en que mi abuela horneaba ese esperado y delicioso pan de chicharrón. Como también otros atardeceres no tan propicios, en que mi abuelo volvía del boliche con varios vasos de vino de más, y como si fuese una inadmisible travesura mía verlo venir así de tambaleante, enseguida me echaba diciendo;”Vos, volá…Volá que acá ni te quiero ver…” Y yo salía volando a esconderme detrás del árbol de la vereda, a la espera que cerrara la puerta tras suyo y no asomara esa flaca y retorcida cara nunca más... En esos tiempos de solitaria infancia los árboles eran mis mejores amigos a falta de otros más humanos. Y tenía muchos de todas las especies y carácter.
Viene a mi memoria un cerrado cañaveral donde adrede me perdía adentro, lo creía un laberinto inescrutable, sin senderos ni salida, o mil posibles a la vez. También aquel árbol de paraíso, con sus extendidas ramas, donde pude construir una pequeña cabaña con cañas secas recogidas en ese mismo lugar. Y el ombú, ese ombú que crecía imponente junto al gabín del guardabarreras, de lustrosas raíces a la vista, al que podía ganarle una subida gracias a unos cuantos huecos que yo mismo había tallado sobre la blanda madera que ofrecía su tronco. Era el más acogedor de todos, porque su frondosa cobertura me aseguraba un resguardo seguro a cualquier acecho que imaginara jugando.
Aunque no todo era sosiego y seguridad en este personal y exclusivo parque de diversiones tan adaptado a mí. También inducía a lo prohibido. Al vértigo, al peligro, a una inédita adrenalina todavía por estrenar…
Cerca de la estación, cuatro pinos agrupados como finas torres de catedral desafiaban al único intrépido visitante del lugar que era yo. Para escalarlos, elegí primero el que me pareció más confiable y accesible, y siempre sería ese mismo. Ya ubicaba por instinto cada rama bajo mis pies y lo subía como por una escalera, con un ritmo sostenido hasta lograr la codiciada cumbre. Y allí tocaba el cielo. Sabía que estaba en un lugar único. Donde otro ser humano cualquiera no había llegado nunca, solo yo. Y los pájaros. Ahí me sentía afortunado por disfrutar de la misma perspectiva que ellos, y ver las cosas tal como ellos lo hacían desde esa misma altura... “Solo me faltaría volar” pensaba con mi mente infantil.
A todas estas vivencias y sensaciones el tiempo se encargó de dejarlas muy atrás convirtiéndolas en viejos pero felices recuerdos. Muchos años pasaron, y muchos fueron los empinados caminos que la vida me dio para elegir. Lamentablemente en esto me equivocaría por cuál y de qué manera debía ir…
Malos negocios, un matrimonio disuelto, y el alcohol como maldita herencia destrozaron mi vida por completo, dejándome tan desolado que necesitaba nuevas fuerzas para continuar y encausarla. Creo que por esto volví a ese lugar. Necesitaba reveer cada cosa de ayer para cambiar las de hoy. Respirar ese aire puro y recuperar aquellas energías del chico impetuoso que fui. Sentirme tan importante como cuando estaba en la cima de aquel pino… Lo necesitaba, y allí lo encontré a él. Único sobreviviente, todavía en pie, quizás más bajo ahora, pero desafiante igual.
…Lentamente y con gran esfuerzo comencé a subir, noté que mis pies se acomodaban en sus ramas como desde siempre, reconociéndolas tramo a tramo. La diferencia fue que tuve que detenerme para descansar, pero luego proseguí y sin parar alcancé su aún ambicionada cima como en aquellos tiempos. Y me sentí dueño del mundo. Y miré a mi alrededor, y el paisaje no había cambiado mucho. Algunos terrenos baldíos ya no lo eran, las calles de tierra, ahora estaban pavimentadas, pero desde esa altura todo me parecía igual. Menos lo tan cercano; Acá vi que mis manos aferradas al tronco se confundían con las arrugas de su vieja corteza, y que las añejas heridas en las ramas habían cicatrizado tal como las mías en mis piernas también. Las nuevas del alma todavía sangraban. Habíamos envejecido juntos, y a la distancia. Mi cuerpo ya no era la de aquel niño, tampoco mi peso ni la salud. Su tronco se notaba más grueso pero sus ramas quebradizas por nada...
De pronto un crujido bajo mis pies sacudió mi ser. Se detuvo el tiempo… y el silencio fue su guarida. Una suave brisa con fresco aroma a pino verde envolvió mi cara y me sostuvo un poco más. Un fino rayo de sol que filtró el follaje calentó todo mi cuerpo y mis manos se soltaron dejándome libre de todo, y por todo… En ese instante comprendí que no caería; que nuevamente no. Que aprendí a volar en el aire mismo. A quedar suspendido como un pensamiento, o como la idea fugaz de alguien que ya no podrá posarse en nada recuperado para siempre…
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