Sacrificios
Después descendieron el camino que lleva a Xibalbá de pendientes muy en declive. Los castigos de Xibalbá sucedían al traspasar seis salas: La de la oscuridad, la de las navajas, la de los murciélagos, la del frío, la del jaguar y la del calor.
Popol Vuh
Para ofrecerlas en sacrificio suelen despellejarlas antes de lanzarlas al pozo natural de agua verdosa y densa, que comienza a unos veinte metros debajo de la orilla; el Cenote Sagrado.
Con Itayetzi, gotita de luna, no es necesario; se le cree pura hasta en la piel. Pero Nahil es poseedor de un secreto que puede violentar los acontecimientos. Itayetzi había perdido la virtud virginal. Esa condición la salva del sacrificio, pero no del castigo hacia una muerte cruel. ¿Debía callar y ofender a los dioses?
Para el ritual mortuorio, el sacerdote cuelga en el cuello de la doncella pesadas cuentas de jade, arroja a las profundidades del pozo una vasija llena de tesoros como ablación y continúa su procedimiento conduciendo a Itayetzi al borde del abismo, donde desde allí proclama una íntima oración para santificar la ofrenda.
Itayetzi busca con afán el rostro de Nahil, incluso se atreve a extender los brazos buscando su cobijo. Él no tiene los arrestos para abrirse paso entre los curiosos y reclamar su amor. El sacerdote empuja con suavidad a la vestal, y ésta, se precipita al abismo. En ese momento, Nahil, por fin se sitúa al borde del cenote y extiende también sus brazos hacia la descompuesta figura que cae.
Nahil queda trémulo con un grito ahogado desde la sensatez. Ya es tarde. De los presentes, pocos percibieron su comportamiento, y nadie fue testigo de la inquebrantable voluntad de permanecer en pie, inmóvil a la orilla del precipicio, esperando una suerte diferente.
Por horas se queda contemplando las profundidades del pozo, calculando cuántas vidas ha tomado y cuántas más reclamarán esas entrañas.
Que el cenote sagrado fuera un grito a la vida y al mismo tiempo el acceso al inframundo, era la paradoja que le escocía el entendimiento a Nahil. En el pasado fue distinto, ese laudo constituía una verdad absoluta y una feliz convicción.
Durante la estancia de Nahil en los linderos del hueco, no pocas veces pensó arrojarse y cruzar el umbral de la muerte. Sabía que el suicidio lo condenaría a habitar por siempre el inframundo, sin derecho a la resurrección. El sol es el único capaz de arrojarse cada noche al abismo y resurgir triunfante cada mañana.
A la abstracción mística, se agrega una señal cromática; el arco iris dentro del cenote. Nahil no es capaz de interpretar la manifestación y buscar al final del multicolor arco, cree que es un simple fenómeno formado por el agua que se filtra de las paredes del pozo y los rayos oblicuos del sol.
Cuando se da cuenta del transcurso del tiempo, el cielo ya está bajo, gris e impreciso. El horizonte se estrecha. En el exterior, el silencio le sucede, y del fondo del abismo se escucha el golpeteo sordo de las gotas al chocar con el espejo de agua.
Más por curiosidad que por el impulso hacia el abismo, se acerca al borde excediendo los límites de seguridad. El suelo en esas proximidades no es firme y se derrumba junto con Nahil.
La oscuridad es total en las cavernas cuando Nahil recupera el sentido. Agotadas las primeras reacciones de los momentos de descontrol, la ubicación es un pendiente por resolver, pues ha perdido toda percepción dimensional.
Sin embargo, la pierna izquierda que colgaba, lo previene. Sin tomar mucho riesgo, estira el brazo de igual lado, hacia el mismo costado y hacia el frente. No logra palpar algo. En la parte posterior están las paredes del pozo, por el contrario, el lado derecho le regala mayor fortuna; en ese flanco, la terraza en que había caído se extiende.
Sentado sobre la pierna derecha hace el esfuerzo por liberarla, cuando una punzada en la ingle anula el intento. Se ausculta la zona descubriendo así que su navaja de pedernal se le ha clavado. La herida sangra lenta pero imparable.
Desde ese estado de ánimo recobra el hábito de protestar y de apelar al apoyo de invisibles espectadores, fruto de la retórica adquirida al defender de ser apedreadas, a las viejas que reciben confesiones y cargan con las culpas de los pecadores. Al inicio son tímidas frases de lamentación, después, fue horrible recoger el eco de las cavernas tras sus gritos de auxilio. No hay respuesta, la soledad es rotunda. Un ligero silbido provoca a sus resecos labios beber del aire húmedo.
De súbito, escucha un aletear desenfrenado y sombríos chillidos. El ruido es atronador, parece que las paredes tiemblan y el abismo se levanta. En medio de esas acciones que se presentan por larguísimos minutos, Nahil transita del horror a la cordura y corrección. “Murciélagos”, se dice, “Son miles”. Ya del todo exhausto, afloja el cuerpo. No le importa que algunos de esos pequeños mamíferos hematófagos se regodeen en el flujo de sangre de su pierna. Tampoco el tenaz chorro de agua helada filtrada por las rocas que apunta directo a su espalda.
Espera tanto en esas condiciones, que el frío agota sus facultades sensitivas hasta la aridez, hasta el escepticismo.
Un componente de mayor peligro le devuelve su capacidad del miedo; un jaguar ronda cerca. Era fácil suponer que el felino merodeaba los bordes del cenote, sin embargo, en las cavernas el rugido se impacta con las paredes y se multiplica confundiendo a Nahil de la posible posición del jaguar.
Los dioses se empeñan en hacerle pagar su osadía. El mayor temor de Nahil se materializa; el jaguar está en la misma terraza que él. No lo ve, pero el olor inconfundible del animal le castiga las fosas nasales. Se lleva las manos al rostro para cubrirse. Al darse cuenta de lo inservible de su acto decide cruzar las manos en el pecho para amortiguar el sonido de los latidos de su corazón.
El jaguar se acerca a la mínima distancia, de tal modo que Nahil siente la humedad del vaho de las fauces abiertas del felino. Por reflejo instintivo cierra los ojos aún cuando abiertos no se ve, y espera lo peor. Aunque lleno de terror y vacío de ánimo, su mente registra una revelación. Nada era fortuito, y menos su presencia en ese lugar. Él era heredero de un ancestral conocimiento.
El mensaje es contundente. En lo sucesivo, por la virtud, Nahil tendría la responsabilidad de determinar a quién ofrecer en sacrificio, y debería reconocer cuándo hacerlo. La enunciación continuó: “Te llamarás Chilam Balam y sobrevivirás hasta la llegada de los seres que se beben a los hermanos esclavos de la tierra. Será tu deber defender al pueblo de falsos reyes que expandirán por esta parte del mundo sus vómitos de sangre.”
Otra identidad le es revelada a través del nuevo nombre; jaguar y brujo es su significado, por lo que aún bajo el mismo influjo y ya sin dolor, un impulso mayor a su voluntad lo conmina a seguir al gran felino por un túnel en llamas y pleno de tesoros, que comunica al cenote sagrado con el Castillo de Kukulkán. Nahil recorre el pasillo entre el fuego ardiente, el calor es intenso y aún así se da tiempo de admirar la magnífica fortuna que se pierde. Es en ese momento que capta el último mensaje: “Lo más valioso que albergarán estas cavernas, será la historia de este pueblo que tendrás la responsabilidad de describir, no de interpretar.”
Cuando regresa del trance, está en la orilla del cenote y ve claramente al Jaguar, el que antes de perderse entre la maleza, gira la cabeza y le dedica una mirada de complicidad por unos segundos...
Al momento escucha una voz que le dice: “¡Chilam! Te han buscado toda la noche.”
El grito de Itayetzi, lo ubicó en el mundo terrenal.
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