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Avanzaban lentamente, él la protegía con sus brazos, el largo cabello blanco se agitaba en el viento fundiéndose con el paisaje invernal. Sus huellas quedaban ocultas por la nevada a medida que avanzaban. A lo lejos los lobos comenzaron con sus aullidos a la luz de la luna. La idea de tener a esos animales cerca obligó a los jóvenes a acelerar el paso. Casi podan sentir sus pisadas en la nieve tras ellos, olisqueando el aire y gruñendo. Toda una jauría babeante, desesperada por conseguir algo de alimento en esa época tan dura del año.
Jane comenzó a quejarse como siempre. Le echaba la culpa de todo a Claude, su inutilidad a la hora de manejar, su torpeza a la hora de esquivar el árbol, su estupidez al no haber llevado provisiones. Siempre todo es mi culpa pensó el joven aferrando a Jane con más fuerza, casi con deseos de hacerla sentir al menos un poco de dolor. Tal vez de lastimarla. Los lobos aullaron con más fuerza. Ahora los sentían corriendo, agitados, emocionados. El viento empezó a soplar con más fuerza, sonaba similar a una especie de gruñido gutural que revoloteaba por los alrededores
Jane comenzó a imitar a Claude con una voz burlona y desagradable, culpándolo del accidente. Parecía una niña en medio de un berrinche, tratando de ser oída por encima de los animales que los seguían, de nuevo a un ritmo lento. Porque no puede ser como antes se dijo el joven. La muchacha de ahora no le agradaba, esos últimos días había sido realmente insoportable. Ni siquiera en aquella situación con sus vidas en juego podía dejar sus protestas.
—Quédate callada.
—No me digas lo que tengo que hacer —respondió con los ojos inflamados en fuego—. Que inútil que sos. Nunca podes hacer nada bien.
—Basta.
Una idea fría como el hielo sacudió la mente de Claude. Al principio quiso negarla, atribuirla al cansancio, pero no. Volvía con cada queja, con cada burla. Porque no abandonarla allí, que los lobos hicieran el trabajo, sin testigos, sin pruebas. Un trabajo limpio. Los animales aullaron como si le indicaran que estaban dispuestos a participar de aquel diabólico plan. La sonrisa se dibujó en sus labios.
—¿De qué te reís? - sus grandes ojos azules fueron como puñales-.
Claude se dio cuenta de la monstruosidad de esa idea. Algo horrible y aun así… aun así.
—Nunca podes tomarte las cosas en serio.
Tragó saliva, respiró profundo, apretó con más fuerza los brazos de la muchacha.
—Me lastimas ¡Bestia!
Puff. Ese fue el sonido que hizo el cuerpo de la joven al caer en la nieve.
No se movía, estaba congelada en un mar de hielo. Su cabeza había golpeado contra una roca. La sangre resplandeciente corría de algún punto ocultó tras sus cabellos para mezclarse con la nieve tiñéndola de rojo. La boca y los ojos abiertos en gesto de asombro, los dedos de la mano moviéndose aun por reflejo se detuvieron con suavidad igual que si acariciaran el vacío. Claude contempló la escena por unos segundos, los lobos aullaron excitados. Retrocedió de espaldas al cuerpo incapaz de creer lo que había hecho. Corrió hacía el castillo.
El crimen quedó varios metros atrás cuando decidió voltear para ver. Nada, la ventisca era más fuerte ahora y arrastraba incontables copos perfectos. Pero las fieras aún lo seguían, las oía avanzando en la nieve, gruñendo, sus miradas clavadas en él. Lomos velludos y erizados, grandes ojos rojos, colmillos amarillentos. Corrió más rápido, el castillo estaba cerca. Se sentía aturdido, desorientado, fuera de si. La vista nublada como si sus ojos estuvieran cubiertos de sangre. Se los frotó, solo era sudor.
La brisa volvió a simular aquel aullido gutural, esta vez se quedó pegado a la mente de Claude. Un escalofrío recorrió su cuerpo, ahora sentía el frío con más fuerza, atravesaba sus ropas y se pegaba a su cuerpo como si el espectro de su difunta prometida se aferrara a sus huesos. Las últimas palabras de Jane resonaban en su cabeza, casi susurradas al oído. Bestia.
Llegó a su destino, exhausto, los ojos heridos por el golpe constante del frío. Pero no hubo recompensa. Resultó que el anhelado castillo no era más que un enorme montón de rocas de gran tamaño. Acumuladas allí en algún punto del valle, la gruesa escarcha las cubría casi en su totalidad. Aún así podía apreciarse una especie de abertura lo suficientemente ancha para que una persona pasara con esfuerzo. Ahí entre los bordes de dos peñascos. Ese tenía que ser su refugio.
Algo tiró de su pierna, las fauces de un lobo se habían cerrado sobre su pantalón sin tocar la carne. Contuvo el grito, el animal lo observaba con sus grandes ojos sangrientos. Alrededor otro par comenzó a brillar y luego otro y otro, docenas de fieras comenzaron su cauteloso avance. Labios temblorosos por los que escapaban gruñidos secos, el aliento congelado sobre los morros babeantes.
De un tirón Claude se liberó y se lanzó a la abertura sin pesarlo. La fuerza que hizo para pasar por el angosto pasaje lo derribó de boca contra el suelo escarchado. Un fino hilo de sangre emergió de sus labios. A su espalda, los lobos se amontonaban gimientes sobre la entrada, extendiendo sus largas zarpas en el interior de la cueva. Al cabo de unos minutos comprendieron la inutilidad de sus esfuerzos. Sin quitarle los ojos de encima regresaron a la tormenta de la cual habían surgido. El ultimo en retirarse mordió el aire dejando que su aliento escapara, visible en el frío contante, como una advertencia. Una hilera de colmillos fue lo último que Claude vio antes de quedar inconciente.
Despertó en medio del valle, la tormenta se había calmado, la luna brillaba en lo alto. Su pálida luz palpitante lo cubría todo incluido a él. Entonces vio a sus pies y descubrió el cuerpo sin vida de Jane, o lo que quedaba de ella. Devorada por los lobos, nada más que restos irreconocibles que descansaban sobre los retazos de ropa empapada en sangre. A su alrededor centenares de figuras inhumanas lo observaban con rostros sombríos y lanzando grandes risas burlonas. Algunos tocaban grandes tambores hechos de piel, otros en cuatro patas imitaban a los lobos y se retorcían entre convulsiones nerviosas. Todos parecían poseídos por un furor religioso, lanzando gritos al aire con los ojos en blanco. La monstruosa multitud se acercaba cada vez más a Claude que solo podía observar, pues algunos de los miembros de esa tribu lo sujetaban por brazos y piernas. Uno de ellos se adelantó a los demás levantando en el aire una larga hacha ceremonial de piedra.
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