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No sé si el recuerdo sea el más viejo en el tiempo, sin embargo, estoy seguro que ha sido el que con más frecuencia se ha enredado en mi memoria. Y ha sido sobre todo, el que ha marcado las conversaciones entre primos y parientes en esas prolongadas sobremesas.
Yajalón, es el pueblo. El día es el domingo, y el lugar preciso la casa del abuelo. Seis o siete años de edad, y la compañía de mis hermanas y de los primos. La misa madrugadora de las siete en punto. La iglesia de techumbre de tejas, la convivencia de ladinos e indígenas. La caminata rumbo a la casa del abuelo con el cargamento de pan y leche. La abuela Consuelito con el canturreo permanente y sus hermosos ojos claros. La ternura con la que siempre nos atendió. Y el encanto de sus dulces específicamente elaborados para cada nieto. Los muéganos para Silvia, las galletitas de maicena para Mayita, las galletas de animalitos, horneadas en mantequilla para Octavio, y la copa Nevada para mí. Y así para cada uno del resto de nietos la golosina precisa, ocho en total, en aquella época. La presencia tranquila y enérgica del abuelo. El ir y venir silencioso, serio. La mecedora y su eterna revista en turno. La adustez de sus gestos.
El otro recuerdo vivo en mi memoria es la casa. Amplia con un colorido jardín al centro. El comedor con mosquiteros, y la cocina anexa con una enorme estufa de hierro y un fogón de ladrillos. Los cuartos con techos elevados, y roperos, con lunas que reflejaban nuestros sueños. Todo perfectamente limpio y ordenado. Cada mesita, cada buró, cada quinqué. Cuartos en los que nuestra presencia era pocas veces reclamada.
Y lo mejor de todo, el patio inmenso con árboles frutales, jícaras, guayabos, naranjos, mangos, pomelos. Y el arroyuelo pequeño que pasaba justo a la mitad de aquel paraíso. Ese patio inmenso en donde las escondidas y los encantados; donde indios y soldados, donde el trompo y las canicas fincaban su reino.
Oso, sin embargo marcó para siempre nuestros juegos. Oso era de una raza indescriptible. Silencioso y serio como mi abuelo, era también corpulento, fuerte y meditabundo. Era un viejo de quizás 7 u 8 años de vida real, y de 49 a 56 años perrunos. Jamás nos hacía caso, pero siempre nos toleró hasta la impaciencia. Acariciábamos su carota y su trompa, nos colgábamos a su cuello, cabalgábamos en su lomo. Nunca tuvo a bien obedecernos, jamás caminó hacia nosotros cuando ansiosos le llamábamos por su nombre o cuando a silbidos extraños, reclamábamos su presencia. Oso simple y llanamente pasaba de largo de nuestra presencia.
El mediodía era justo como todos los mediodías de todos los domingos. Las correrías nos hacían reclamar por un vaso de avena o agua fría. Una de las primas, la güera. Espigada y blanca, con las piernas delgadas y la risa siempre bien puesta. Corrió por el largo corredor hacia la cocina, a su paso veloz se interpuso la sensible cola de oso y en una respuesta refleja golpeó con los colmillos, más que morderla, la delgada y blanca pierna de la prima. A partir de allí, todo fue una sola acción. El grito desgarrador de la prima, los gritos desesperados de las tías, los ojos desorbitados de quienes ansiosos buscábamos una razón al caos. ¡Sangre! Sangre, y en efecto un hilillo resbalando lenta y perezosamente. –
-Qué has hecho oso del demonio. Cómo te has atrevido, engendro, con la niña.
Entonces, y por encima de aquella algarabía, la voz enérgica, pero tranquila.
-OSO, OSO. En labios de mi abuelo.
Y Oso, obediente y cabizbajo levantándose sin ánimos. Caminando detrás de mi abuelo. Les juro que yo estuve allí, a su paso, y casi puedo asegurar que al voltear a verme, en su mirada pareció decirme.
- Es mucho alboroto, por tan poco.
El abuelo usaba siempre unas altas botas cafés. En la pernera de la bota, en un estrecho compartimiento acojinado, la funda para la pequeñísima pistola calibre 25. Desaparecieron ambos detrás de la cocina. Pude ver a mi abuelo silencioso y cabizbajo, y a oso, también silencioso y cabizbajo. Ni la abuela Chelito, ni mi padre, ni los tíos, ni nadie, tuvo el coraje para hacer cambiar el rumbo. Fueron dos los disparos y ahora, incluso en este momento, pienso, en lo sordo que suena un disparo, cuando se interpone la cabeza de alguien.

Texto agregado el 03-05-2013, y leído por 212 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
03-05-2013 Me has destrozado el corazón con esta historia. Carmen-Valdes
03-05-2013 Buah... stracciatella
 
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