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Inicio / Cuenteros Locales / juanalbertotejedaespinal / La rosa de los vientos

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Desde el principio de los tiempos, el viento siempre se encargó de proteger las plantas, dispersar las semillas, refrescar en los momentos más calurosos, darle vida al mar...
Le gustaba empujar con fuerza las velas de los barcos, guiarles hacia nuevos puertos, dar nuevas esperanzas a las personas que buscaban cambiar de lugar, que deseaban alcanzar nuevos sueños, nuevas oportunidades.
A veces, corsarios y piratas, guerrilleros, conquistadores de mal nombre y asaltantes, utilizaban sus esfuerzos para anquilosar de un testarazo, un golpe de cañón, la fortuna que viajantes e incautos buscaban...

- Es ley de vida, se decía el viento...

Un día, al adentrarse en los bosques, una rosa le hizo detenerse de golpe, era la más hermosa flor de cuantos jardines había conocido.
Se aproximó a ella, y le susurró:

- Cual es tu sueño, hermosa flor...

Esta le respondió con un tono melódico, un hilo armonioso y un tanto taciturno:

- Quiero volar, quiero llegar hasta los cielos, alzarme hasta acariciar el sol, quiero sentirme como te sientes tú, viento, que no estás anclado a ningún lugar. Quiero atravesar las nubes, quiero no estancarme en el tiempo, es lo que me haría feliz, es lo que me daría alegría para vivir, en realidad, es lo que me daría la vida...

El viento, prometió cumplir su deseo, haría todo lo que pudiese para ver a esa flor feliz, hasta su último hálito, hasta el último soplido.
Volvió al día siguiente, y comprobó que la hermosa flor estaba ahí, esperándole, abriendo sus pétalos, ansiosa por las nuevas sensaciones a vivir.
El viento, dispuesto a cumplir con su promesa, pues se había enamorado perdidamente de aquella hermosa flor, lo dispuso todo para cumplir la voluntad de aquella rosa.

Con delicadeza extrajo las raíces que la encarcelaban entre otras flores resignadas a su vida.
La alzó, hasta el infinito, hasta donde ninguna mirada podía llegar, y viajaron, entre cortinas de aire fresco, entre nubes, entre risas e historias aún no inventadas.

- ¿Por qué has viajado siempre solo, viento? ¿Porqué nunca buscaste a alguien que te acompañase en tan maravillosas tierras, aguas, entre tantos lugares por ver, tanto sendero por recorrer?

- Porque tengo que ocuparme de que las plantas crezcan, de que el agua llegue a todos los lugares, de que el calor no asfixie, porque me tengo que ocupar de sacar sonrisas al mundo, transportar distintos aromas.

- ¿Y tú? ¿Quién se encarga de sacarte a ti una sonrisa?

- Ahora tú, que me acompañas y desvaneces esta soledad.

Así pasaron horas y horas, hablando de lo felices que serían viajando juntos.

Cuando llegó la noche, el viento volvió a dejar a la flor en el mismo lugar donde se encontraron, donde comenzó su pequeña aventura.

- Mañana, regresaré y te llevaré a nuevos lugares, sitios desconocidos, paisajes idílicos.

- Aquí te esperaré, viento, hasta tu regreso.

Al volver al mar, el viento comprobó que había barcos a la deriva, que el mar en calma les estaba condenando a un final inevitable.
Comenzó a soplar las velas, llevando a todos los barcos y botes que había descuidado hasta un lugar seguro, donde se sintiesen resguardados, tranquilos.

Cuando terminó, habían pasado varios días, así que se apresuró a buscar a la flor que le había dado nuevas fuerzas, un sentido.

Al llegar al punto de encuentro, la flor se había marchitado. Sus raíces se habían desprendido de la tierra, intentando buscar una brisa que reconfortase su desdicha ante la ausencia.

El viento, que no podía creer lo que veía, recogió con furia la flor, la alzó hasta lo más alto del firmamento, y recorrió el mundo recordando las palabras que días antes llegaron hasta sus oídos, con un templado susurro, " ...es lo que me daría la vida...".

Siguió desplazándose de un lado a otro, aferrándose a esos pétalos suaves que se desprendían en un eterno baile macabro, inundando sus esperanzas, transformándolas en ira, en rabia, convirtiendo en huracán su paso, desatando tormentas de eléctricos dedos afilados que arrasaban con todo a su paso.

Paró, se detuvo sobre una montaña, con el tallo entre sus manos, acariciando los pocos pétalos que aún colgaban de su amada, intentando encontrar un vestigio de vida...

No lo encontró.

Plantó lo que quedaba de la rosa en un montículo de nieve, sembrando en ella sus lágrimas mezcladas en recuerdos.

Desde ese momento, se convirtió en la rosa de los vientos, pues desde ese punto, en el que cada día descansaba, partía a socorrer barcos y navíos, a veces a provocar tempestades cuando la ira le carcomía, y siempre viajó en solitario, nunca más volvió a querer a ninguna otra flor, para dedicarse a soplar las velas, a sembrar nuevas plantas, a refrescar las caras de los que aún podían ser felices.

- Es ley de vida, se decía...


Juan Alberto Tejeda Espinal

Texto agregado el 01-05-2013, y leído por 73 visitantes. (0 votos)


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