UN PASEO PARA NO OLVIDAR.


Un día de verano, cuando el sol hacía su Agosto, se me ocurrió viajar por unos días a la capital, no se paso por mi mente la cantidad de chascarros que me tocó vivir, por que si lo hubiera sabido de antemano, quizás, no habría hecho el viaje.
A pesar de tomar siempre las medidas que considero necesarias, hay cosas que escapan a mi control y por ahí se desata la hecatombe. Muchas razones se esgrimen para intentar justificar todos mis sucedidos, pero la causa basal de mi situación radica indiscutiblemente en mi afán por hacer todo con la mayor celeridad dejando de lado la mayoría de las veces, detalles tan importantes, que me obligan a recurrir a otras personas para que me zafen del atolladero, debo reconocer que después de quedar libre de tan incomoda posición, intento por sobre todo buscar la disculpa necesaria para no pasar un nuevo bochorno.
Muchas y muy variadas han sido las aventuras que me ha tocado vivir por tan funesta causa, tardaría bastante tiempo en recopilarlas todas y solo me referiré a las más recientes. Aquella tarde después de visitar algunas iglesias de mi gusto, recordé que debía tomar las providencias para reservar los pasajes que me llevarían de regreso y como buena turista no asimile que estaba en tierras ajenas y que por la inmensidad del trafico, nadie estaría disponible para ayudarme en caso de ser necesario, y así fue como al ingresar al terminal de buses, donde encargaría mi reserva, de pronto me vi envuelta en una marea humana que me llevó por los distintos rincones del amplio vestíbulo. Desorientada del lugar por donde había hecho mi entrada, apele a la valentía que me infundía el bochorno de estar perdida y camine en pos del lugar por donde creí haber ingresado, en cada regreso me di cuenta que las alternativas que pensaba estaba manejando se terminaban.
La calle en donde pensaba se encontraba el auto en que viajaba, se confundía al tener todas una infinidad de vehículos estacionados en sus aceras, nada se destacaba como para llamar mi atención y mi ya desquiciado afán por salir por mis propios medios del atolladero en que me encontraba, presionaba a cada instante más mi cabeza, cada viaje que realizaba para recorrer las calles adyacentes al rodoviario, eran un nuevo fracaso, la simple diligencia para reservar los pasajes de regreso se estaba tornando en una odisea a la que no le vislumbraba un pronto final. La gente pasaba por mi lado ausente de mi situación y los primeros indicios para pedir ayuda e intentar regresar donde me esperaban, comenzaron a ser cada vez más urgentes, todavía no podía convencerme que me hubiera perdido a escasos metros de donde me esperaban.
Debí dimensionar que la gente que habitaba la capital, no era igual a la de mi Talca querido, allá casi todos nos conocemos y cada vez que alguien necesita un servicio de sus semejantes, casi nos peleamos por ayudar, en cambio acá, la indiferencia de los que pasaban por mi lado era abrumadoramente mayoritaria y ninguno se detenía para averiguar la causa de mi angustia que a estas alturas estaba reflejada hasta en mi rostro. La seriedad de la situación se vislumbro cuando decidí ocupar un teléfono publico y llamar a casa de mi comadre, para que a su vez llamara al teléfono celular de la persona que me esperaba en el auto, de esa manera pensaba desatar el embrollo que se había tejido a mí alrededor.
La instrucción para no moverme del lugar que había declarado como punto de referencia, fue tajante y al cabo de unos minutos, vi por fin aparecer una cara conocida. El regreso hasta el automóvil que me esperaba, fue una interminable cadena de bromas y burlas, a mi edad nadie concebía que me hubiera extraviado en un sector tan corto, pero, solo yo sabía que mi acelerada manera de vivir, me había dado otra lección que no debía olvidar


PURAPEL.