-¿Mamá, cómo era la vida sin televisión?
- Pues... no me acuerdo. Jugábamos más, creo. Mejor pregúntale a tu abuela porque la tele llegó a esta casa cuando yo tenía ocho años.
-¿Abuela, cómo era la vida sin televisión?
- Pues oíamos el radio. Cuando vengan los anuncios te cuento porque ahora está lo mejor de la novela.
Si mi mamá tenía ocho años cuando la televisión empezó a formar parte de su vida, mi abuela tendría alrededor de cuarenta. No conocí mujer más habituada a la televisión que ella. Era su ventana al mundo, hablaba de las actrices como si fueran sus vecinas y de los cantantes como si fueran sus sobrinos. Recuerdo que tejía mientras miraba la tele, pero dejaba de hacerlo en los momentos tensos. Todos los ropones de los bautizos de sus primeros veinte nietos, olían a telenovela y programas de variedades. Para los siguientes once nietos, la vista le fallaba para tejer pero jamás para perder detalle de la televisión.
No entendía a mi abuela y es que yo odiaba la televisión, no podía concentrarme y siempre hablaba a mitad de los programas o comentaba la situación de la pantalla. Algo que adoraba de mi abuela, era que gracias a la televisión, siempre sabía qué estaba de moda, por lo tanto sus regalos de cumpleaños no fallaban. Jamás olvidaré ese chaleco de grecas y esa falda color mostaza que me regaló cuando cumplí catorce años.
En su recámara tenía su tele enorme, pero también su teléfono inalámbrico, videocasetera, timbre en su mesita de noche, calentón, ventilador. En su otro espacio favorito –la cocina- todos los implementos habidos y por haber: la licuadora, la moledora, la batidora, el “pica lica”, el cuchillo eléctrico. Definitivamente, no era una mujer “unplugged”.
Jamás me había dado cuenta de esto, hasta que un día mi madre viéndome frente al PC, me dijo: estás peor que tu abuela con su televisión. Sentí un escalofrío que me recordó las leyes de Mendel y la tercera generación. Y entonces pensé que yo tampoco puedo vivir desenchufada y que con abuela eléctrica, no me queda más que ser una nieta electrónica: el celular, la cámara digital, el I- Pod y por supuesto, mis más fieles amigas: la portátil de la oficina y la de escritorio en casa.
Yo empecé a tener contacto con la red en el 98, pero confieso que mi adicción comenzó en el 99 que fue precisamente cuando empecé a vivir sola. Y al llegar a este punto hago memoria de algo: mi abuela empezó a plantarse frente a la televisión, a finales de los ochenta. Justo cuando todos sus hijos se casaron y había muerto mi abuelo. Es decir, cuando empezó a vivir sola. La televisión para ella y la computadora para mi, vinieron a suplir la cotidiana compañía de dos mujeres muy habituadas a la gente y al movimiento. Antes no la entendía, pero quizá ella encontró en los artistas de la tele un esbozo de lo que yo fui encontrando primero en los chats y luego en el icq.
Quizá algún día mi nieto me pregunte que cómo era la vida sin la teletransportación y yo le responda algo así como:
- Pues teníamos el Messenger. Cuando vuelva de mi viaje te cuento porque ahora mismo me estoy yendo.
Estoy segura que mi abuela se hubiera habituado perfectamente al internet. De hecho en sus últimos años hablaba de ello con una naturalidad asombrosa, pues aunque prácticamente no salía de su recámara, entre lo que veía en la tele y nuestras charlas, decía con total seguridad cosas del tipo: “Ya no es posible llamar a tu casa porque tus hermanas pasan todo el día en el internet” o “Vi a mi bisnieto porque le enviaron una foto a tu tía y ella me la imprimió” o “Fulanito mandó un mail desde Brasil y dice que todo está bien”
Hay quienes dicen que la tecnología es dura. Es posible que así sea, pero sospecho que ni mi abuela ni yo optamos por ser unos "terminators" sino unas mujeres con un corazón con cable y clavija buscando un enchufe.
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