El amor por los animales
alcanza a veces
ribetes melodramáticos.
(Sufrín, filósofo guachaca)
“No hay mal que por bien no venga”
(Dicho popular)
A fines de marzo la cosecha estaba terminando. La familia estaba contenta. La temporada había sido satisfactoria, y en el sector de la vega, espectacular, “maravillosa”, como dijo humorísticamente el tío Alejandro. Es que ahí la maravilla se había dado espléndida, abundante, y acababan de venderla a buen precio para convertirla en aceite.
Esa semana habían soltado al Guachito junto con otra vaca y su ternero en la vega para que aprovecharan los pastos. Don Beto y María, su señora, estaban ya pensando cómo celebrar el fin de la cosecha, como lo hacían anualmente, dando gracias a Dios porque tenían asegurado el sustento para el año. Además, habían cumplido 10 años de matrimonio el mes anterior, y la decisión fue juntar los dos acontecimientos en grande, en una sola fiesta.
El Guachito era un ternero. Su parto se dio mal pues sólo tras grandes esfuerzos lograron ponerlo en posición para nacer. Eso retardó el proceso y la vaca no pudo soportarlo, falleciendo a las pocas horas. El ternero, al que pusieron por nombre “El Guachito” fue criado casi como el regalón de la casa, alimentándolo con la leche de la otra vaca, que también había parido en esos días, con mamadera. Fue tanto el cariño y la preocupación de todos por sacarlo adelante que, a pesar del enorme trabajo de cosechar papás, porotos, maíz y otros productos de chacra, ya en febrero había sobrepasado en peso y tamaño al otro ternero.
En abril sacaban la papa de guarda, para alimentarse ellos. La tempranera, había sido vendida. Igual que los porotos verdes, como gran parte de las lechugas y otras siembras. Los compradores pasaban mirando las siembras y comprometían la cosecha de los parceleros. También el maíz lo guardaban. Es que normalmente tenían sueltas en la parcela más de cien aves, entre pollos, gallinas, pavos y patos. Nunca sabían cuántas aves poseían. Con el grano las alimentaban y se proveían de carne para todo el año, pues no vendían ninguna.
Terminada la cosecha de maravilla, el Toño, el hijo mayor, de nueve años, todas las mañanas sacaba la vaca y los dos terneros para llevarlos a la vega a pastar. Ahí quedaban hasta el atardecer, cuando cualquiera de la familia los arreaba al pequeño establo para que pernoctaran bajo techo.
La vega quedaba en el deslinde de la parcela, Era el término de una quebrada que al llegar al plano, se abría, dejando un amplio terreno que cada año lo sembraban de maravillas, semilla que allí producía abundantemente. Pero que exigía un trabajo mayor: debían hacer unas acequias del ancho de la pala, profundas para drenar el terreno y quitarle lo pantanoso. El trabajo lo daba la profundidad: unos setenta centímetros. Por esas acequias corría abundantemente el agua que, más abajo era represada y la aprovechaban para el regadío. Allí también podían beber los vacunos.
Don Beto y doña María eran emprendedores y tenían la sagacidad de los campesinos. En la parte baja de la vega, aprovechando diversos desniveles, construyeron la represa. Luego, la sembraron de tilapias: unos peces de agua dulce que, al multiplicarse rápidamente, daban variedad al sustento familiar, y podían aún regalar a los buenos vecinos.
El regalo era no sólo por amistad, sino también por conveniencia, pues cuando hay demasiados peces en poco espacio, el tamaño de sus crías va decreciendo. Una rejilla doble y continuamente revisada impedía el arrastre de los peces cuando regaban.
Ese Miércoles, cercano ya a la fiesta de fin de cosecha y de los diez años, estaban cosechando los últimos porotos que dejarían secarse al sol para el consumo familiar. Doña María los llamó para una media mañana. Alimento que necesitaban pues empezaban muy temprano la faena. Estaban en lo mejor saboreando una sopa de papas con nata, cuando sintieron balar a uno de los terneros. Se levantaron para ver qué pasaba y justo entonces empezó a temblar fuertemente. Por supuesto, salieron todos al patio. Sintieron que la tierra parecía girar. Doña María se mareó. No podría seguir tomando su indispensable yerba mate. Los otros tampoco pudieron, pero el motivo fue otro.
Corrieron todos a la vega. Parece ser que, así lo analizarían posteriormente, el Guachito se había descuidado y caído en una de las acequias de drenaje. Dado lo estrecho de estas, había quedado atascado. Era el drenaje que quedaba justo a orillas del cerro, que en esa parte subía abruptamente. La “mala suerte” hizo que con el fuerte movimiento, se desprendiera parte de esa punta de cerro y cayó sobre el pobre ternero. Estaba aplastado con varias toneladas de tierra y piedra. No había muerto aplastado sólo porque su cuerpo estaba en la zanja y eso lo había protegido en parte.
Los tres hombres de la casa: Don Beto, Toño, y el tío Alejandro, hermano de don Beto, que vivía con ellos, emprendieron el salvataje. La tierra era mucha y al sacarla, el cerro continuaba desmoronándose. Estuvieron todo el resto del día echando tierra hacia el lado. Doña María les llevó el almuerzo y se lo sirvieron por turno. A Toño le brotaron algunos lagrimones, y se metía en la zanja para acariciar a su Guachito de vez en cuando. Le hablaba cariñosamente, como si hubiese sido un hermanito, y lo alimentaba dándole leche en la mamadera de plástico. Hacia eso de las cinco de la tarde, lograron sacarlo. Apenas podía mantenerse en pie y tenía una pata trasera quebrada. Lo lavaron. Toño le sacó hasta brillo. El tío Alejandro algo sabía de quebraduras y puso el hueso, que felizmente no estaba muy astillado, en su lugar, Lo vendó. Y como no podían trasladarlo, le hicieron una ramada para que pasara la noche al abrigo. La vaca con su ternero la llevaron al pequeño establo, junto al gallinero, donde se recogían solas las aves al empezar a oscurecer.
Agotados, se fueron a descansar esa noche un poco más temprano, porque al día siguiente la vida tenía que continuar. El ternero amaneció más repuesto, pero el tío Alejandro dictaminó que jamás volvería a caminar como antes, ni podrían venderlo a buen precio, como acostumbraban con los animales que iban adquiriendo. Todos se rindieron a la realidad, incluyendo Toño. El campesino mira la vida con serenidad con todos sus vaivenes buenos y malos. Toño era el más afectado.
El trabajo tomó su ritmo díario, y todos trabajaron duro, como de costumbre. Toño no podría faltar más a clase, le dijeron. Había asistido a la escuela sólo dos semanas de marzo. Ya no era tan necesario su trabajo en la parcela. El Jueves y Viernes le dieron con todo al trabajo, acostándose cansados pero felices. El Sábado y Domingo serían de fiesta y tendrían que prepararla como corresponde.
Fue una gran e inolvidable fiesta de fin de cosecha y de celebración de los diez años de feliz matrimonio de Beto y María. El vino corrió a discreción en unos y a indiscreción en otros invitados. Nada faltó y todo el mundo regresó contento a su casa el domingo por la noche, dispuesto a ponerle el hombro al trabajo inagotable del campo al día siguiente. “Con el corazón contento y la guatita llena”.
Esa fiesta dio mucho que hablar en los alrededores. Porque Beto y María convidaron a muchos más vecinos de lo que habían inicialmente pensado. Con tantas aves y tanto asado…
¡Es que un ternero grande y gordo da para mucho!
|