Conocí a José María Hesíodo en la preparatoria, y me impresionó que dominara el inglés, francés, griego y latín mejor que algunos pendantes profesores de Etimologías.
El padre de José María había timado a un claustro de monjes que le dieron una educación de lujo a cambio de la sumisión a rituales y años de celibato, pues al final renunció a los hábitos, tentado por las curvas de una estudiante de letras clásicas que a la postre sería la madre de José María y de su hermana Helena.
Nos unió el gusto por el futbol y el roce con el arte homérico. Con el tiempo yo me dediqué al periodismo mientras Hesíodo sucumbía ante la magia fundacional de los griegos ancestrales.
Nos seguimos frecuentando con regularidad, engarzándonos en conversaciones asfixiantes sobre mitologías y misterios eleusinos. Embebidos en recorrer el planeta, no cedimos ante la quimera del matrimonio.
El encuentro más reciente con José María ocurrió en Grecia. Yo acudía al descubrimiento de unos textos presocráticos de un tal Tokón, y José María me contactó luego de que envié mi nota. Me invitaba a tomarnos unas copas en un bar cercano al Museo de Atenas.
Me recibió con un abrazo cordial después de un año en que nos volvíamos a ver. Comimos unos asados insípidos, lamentando no tener enfrente un buen plato de mole poblano o de pancita, o tan siquiera unos tristes tacos al pastor con suficiente salsa para hinchar cada vericueto del colon.
Siguieron unos tragos que inspiraron a José María para que propusiera que la siguiéramos en el hotel donde se hospedaba. Recordé que en la tarde tenía una cita con una colombiana exuberante como nodriza, pero pudo más mi contento de estar con mi amigo de la adolescencia.
Bebimos hasta la medianoche, barajando anécdotas lejanas sobre personas de apodos de zoológico y de cuantos temas puede rezumar la mente de un rancio helenista.
Después del requerimiento de la vejiga me aposté frente al excusado, y José María suspendió el disco de Nicos Mikis Theodorakis que me presumía, para poner la Misa de Coronación de Mozart. Lo hallé desparramado en un sillón mientras abanicaba la mano ante la música.
Estuvo un rato así, hasta que de repente abrió los ojos y me observó con una entereza impropia de alguien que había trasvasado su flujo linfático por alcohol. Me tendió un vaso de licor teñido de azul cerúleo sin dejarme salir del asombro: “Tómate esta madre, Marquito, y orita me cuentas”.
Dudé unos segundos. Sujeté el brebaje y lo apuré de un golpe. Un mareo súbito me tumbó en la silla, donde mi mente fue sacudida como tapete persa para luego aquietarse en un oasis de claridad. Levanté los párpados y percibí el semblante imperturbable de José María, quien sonrió arrugando la frente. Me tomó eufórico de los cachetes y los apretó hasta convertir mi boca en la versión lamentable de un pez globo en tanto exclamaba: “¡Qué tal, Marquito! ¡De lujo esta madre! ¿Verdad?”
Está de más decir que no perdimos el tiempo en desayunar y conversamos hasta la madrugada. José María me confió que la sustancia que nos habíamos zampado no aparecía en ninguno de los tratados botánicos conocidos, ni tan siquiera en los amoxtli nahuas. Que sólo pocos la conocían y él había dado con ella gracias a sus investigaciones de una década.
No me quiso compartir nada más, pero me invitó a visitar Micenas tres días después para confiarme un secreto capaz de ponerme “patas arriba, como gato epiléptico”.
El martes siguiente nos reencontramos en la entrada de su hotel. Él cargaba una mochila ajada y vestía un pantalón de mezclilla y una playera verde oscuro con el dibujo de un espartano de muslos geométricos blandiendo una jabalina.
Me apremió porque ya se nos iba el camión. No me dejó replicar y se alejó a zancadas conmigo tras él, librando la plaza central de Atenas atestada de visitantes, hasta dar con un autobús de turistas donde saludó con soltura al conductor y a la guía, una griega cuarentona bien conservada.
Hicimos un trayecto extenso escuchando la información elemental del mundo antiguo que nos daba la mujer. Cruzamos campos desérticos e infinidad de capillitas a las orillas de la autopista, hasta dar con un puente que delimitaba el Istmo corintio entre Atenas y el Peloponeso.
Ahí descendimos a tomar un refresco, tras unas francesas fascinadas con las artesanías y chuches que saturaban los puestos. Retornamos al vehículo y poco después pasamos a “comer” una barbacoa inmunda que hasta mi perro Séneca despreciaría, en un restaurante mezquino donde se suscitó un conflicto con una tipa de sonrisa de arpía cuando la gente se retiraba sin pagar las botellas de agua que no estaban en el menú.
Al atardecer dimos con dos leones sin cabeza que hacían arco sobre la vía de acceso a las ruinas del palacio de Agamenón.
Para ese momento ya fotografiaba a una francesa sacudida por una risa nerviosa a quien dejé de explicarle los avatares del villano de la Ilíada cuando José María me tomó del brazo haciéndome una seña de que lo siquiera. Si en un momento he sentido acritud hacia él fue en ese entonces.
Me despedí como pude de la dama viendo su mohín de frustración, y seguí a José María para reprocharle sofocado: “¡No chingues compadre, si apenas la estaba convenciendo!” Él pareció no escucharme. Avanzaba entre el pedrerío hacia la cima, deteniéndose en ratos para fingir que tomaba fotos. Se frenó justo en el tope para apreciar el lejano Egeo.
De repente se acuclilló tamborileándome los dedos en el aire, y en segundos de plano se acostó sobre la hierba rala a la vez que sellaba su boca con el índice.
La gente se retiró después de media hora en que estuvimos como soldados tras la trinchera. Al final sólo quedó la guía, quien volteó como si nada y levantó la diestra en señal de despedida, reintegrándose a paso forzado con el resto de aventureros tras la tumba de Agamenón. A esas alturas el sol ya se incrustaba en un magma difuso.
José María se incorporó con autoridad y avanzó a trancos hacia unas rocas tras las cuales se agachó a cortar hierbas. Extrajo un molcajete minúsculo con todo y un tejolote como souvenir, y maceró las ramitas resecas con alcohol. No lo interrumpí y me abstraje en su labor alquímica y la destreza con que sacaba frascos tipo artesanías y mezclaba líquidos ignotos.
Guardó todo al final y sólo conservó dos anforitas. Me tendió una, con el pecho inflado y pelando los dientes. Sujetó la suya y la bebió. Lo imité con la docilidad de un reflejo.
Dio la vuelta y se alejó con un andar firme sin pronunciar una palabra. Dimos con una cueva disimulada tras un roquedal luego de unos minutos. José María sacó una lámpara de mano, volteó a verme y me invitó a entrar con un ademán.
Penetramos casi encorvados hasta un hueco donde José María se acomodó para hablar sereno mientras yo me sentaba. Lo último que vi antes de que apagara la linterna fueron sus facciones de héroe acadio.
Su voz tenía una resonancia gutural que la dignificaba. Para ese momento la pócima recién ingerida ya hacía un efecto diferente al de la otra ocasión. José María mencionó una sarta de cosas de las que no comprendí algunas. Sólo conseguiría cuadrar aquel relato de chamanes huicholes gracias a las pláticas de tardes posteriores.
Ahora que ha pasado una semana del asunto, al fin puedo dar fe de lo ocurrido esa noche de inicios de marzo.
José María Hesíodo midió el alcance de sus palabras y me susurró que el menjurje en poco tiempo sería lo de menos, pues lo más interesante estaba por suceder. Para ese momento yo me hallaba con tal lucidez, que sería capaz de enfrentar a Kasparov y Kramnik juntos con un ojo vendado.
José María contuvo la emoción que parecía desbordarlo en ratos y fue por partes. Expuso lo siguiente:
Como te dije, Marquito, el zumo resulta algo elemental ante lo que viene… Sólo surte efecto recién extraído y revuelto con otras cosillas de las que no querrías saber el nombre. Su acción no es psicotrópica, sino todo lo contrario: fortalece la percepción mental y da la energía suficiente para atestiguar a las mismas criaturas del Hades sin mearse en los calzones.
Los griegos conocían la sustancia, pero no esa madre que yo descubrí. Sabían de ella hasta Homero y sus acólitos, pero sólo podían usarla los videntes, de los que el rapsoda cuenta en la Ilíada. Esos bueyes eran capaces de profetizar catástrofes mondándose los dientes.
Y agárrate, Marquito, esos cabrones no sólo sabían de estas madres, sino de algo más canijo… Habían dado con un entramado desconocido del universo, con el que ni Einstein retacado de hongos podría soñar.
Lo que hay aquí, Marquito, es una aberración espacial… vamos, para pronto, una puerta dimensional hacia otra realidad.
Aquí José María guardó silencio largos segundos antes de retomar el hilo con serenidad:
Eso ya lo sabían los sacerdotes helenos. Y otra cosa, todo lo que describió Homero y la pléyade de escritores mitológicos no surgió de una peda dionisíaca… El asunto es que le dieron nombres y facciones a unas criaturas a las que antropomorfizaron porque no les quedaba de otra. Sus mentes no pudieron sustraerse de sus esquemas y se dieron a interpretar todo como Dios les daba a entender.
El punto es que la chingadera que descubrí te evita todo eso, y fortalece a tal grado la conciencia, que no necesitarás amoldar a tus esquemas conceptuales lo que sea que veas en un rato más. Es decir, Marquito, no le tendrás que poner patas y pitos a seres que no los tienen y que pululan como escarabajos peloteros “tras el umbral”.
Yo me hallaba sin habla. José María extendió su mano sobre mi pecho y me invitó a recostarme y a cerrar los ojos en tanto murmuraba que Borges no andaba tan perdido con su “Aleph”, y que tampoco lo estaba con respecto a valerse de la poesía para dar cuenta de todo lo que lo sobrepasaba “de jeta ante el punto toral del cosmos”.
“Que no es tal, Marco. Hay un montón de esos espacios por todas partes. Me atrevería a decir que en cualquier centro ceremonial azteca te los hallas en racimos”.
Ya no lo escuché, pues me asaltaron unos zumbidos como de enjambres de abejas desquiciadas que inflaron mi cabeza como globo y después desaparecieron de súbito, dejando una reverberación similar a la de los monjes tibetanos al pronunciar el Om sagrado.
“Abrí los ojos”. Contrario a lo que aseveró José María, mojé mi pantalón terroso mientras mi vientre se crispaba como si lo zarandearan diez bolas de billar.
Ante mí había un horizonte vasto y criaturas inquisitivas constituidas de resplandores que menguaban: Luz sobre luz. Un José María formado por rajas de arco iris se me aproximó de muy lejos y me señaló algo. Enfoqué la atención y percibí entes cual animales del paleoceno con “un ojo en la frente”; aunque no era un ojo, sino una retícula redonda como de insecto; pero no era una retícula propiamente dicha, sino un abismo de oscuridad luminosa; sin embargo no era un abismo, sino…
Inútil. Las palabras no pudieron dar el ancho; creadas para referirse a una realidad específica, fueron incapaces de apresar lo que avasallaba mi conciencia.
Se aproximaron otros seres que “disponían” de un haz de fibras redondo como pelota de ping pong; pero no era redondo, sino más ovalado que un huevo de paloma; aunque no era tan exacto como un huevo de paloma… El caso es que se lo pasaban entre sí con parsimonia. Un escalofrío me dio de lleno: estaban ante mí las Grayas, las viejas “que compartían un solo ojo” y los bichos anteriores eran unos Cíclopes…
Sentí miedo, y contento, y deseos de gritar, y espanto y miedo, y contento, y asombro…
Desperté fuera de la cueva y bajo un sol macizo entre nubes deshilachadas. Era de mañana y me doblegaba un dolorón de cabeza terrible.
Ante un cuaderno de rayas junto a un árbol esquelético, Hesíodo daba fe de lo vivido.
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