Estoy en medio de un partido de ajedrez, a un segundo de mover la reina, sabiendo que, es una mala jugada. Me solidarizo con mi contrincante, necesita ganar, necesita sentir que puede hacerlo, a mí, en cambio, poco me importan los partidos de ajedrez y menos aun ganar esta partida.
Y en este insignificante movimiento, en el minuto que transcurre, desde que muevo la mano lentamente, tomo a la reina y la desplazo hacia su muerte.
Miro la expresión feliz del que ganará gracias a mí.
Veo en su rostro, todos los temores del mundo, veo que son tan perfectas sus máscaras, que no puede reconocerse debajo de ellas, siento el dolor latiendo en sus venas desde antaño.
La ternura entonces, comienza a florecer desde mis manos hasta su espalda.

La agresividad gratuita sólo espera abrazos que, le confirmen que es amado.

Lo veo detenido en un tiempo lejano, pero que inevitablemente arrastra desde entonces.
El adulto frente a mí desaparece.
Puedo ver, a un pequeño muchacho confundido, con los ojos tristes, esperando que algo cambie, pero las cosas no cambian, se olvidan, o dejamos que nos pudran la sangre, hasta que sólo somos un pedazo de carne con memoria.
Su corazón es un depósito de gritos y sentencias.
Y de pronto, es como mirarme en un espejo, porque yo también soy, esa niña que espera, esa niña que grita por dentro, aunque los gritos nunca salgan al exterior, esa niña que no da tregua y en silencio se mastica el corazón hasta que deja de latir.

La reina fue derrotada.

Los dos nos levantamos en silencio, ese silencio cómplice que sólo conocemos los que habitamos el país de las derrotas.
Él estira su mano para despedirse, y yo, lo abrazo.
Yo, que nunca supe abrazar, porque nadie me enseñó el idioma de la ternura.
Él, se queda inmóvil, yo, recuerdo a la que fui.
Lo miro tristemente y lo dejo escapar.
Lo miro tristemente y sólo veo, a un niño, que no puede llorar…