( El final)
Los pocos gritos de las víctimas, alertaron a los intranquilos residentes y al momento todo fue confusión y alarma, los soldados encontraron los cuerpos del espantoso crimen cometido, en la persona del emisario real y los indígenas comprobaron con indignación, el ultraje y crimen de su querida doncella.
El dolor se conjugó con los deseos de venganza y se inició una oleada de agresiones entre si y muy pronto todos recelosos hasta de su propia sombra, al amparo de la noche, disparaban arcabuces, enterraban sus alabardas y sus espadas, los puñales y lanzas Chitaraes no descansaban y cada cual daba buena cuenta de quien en medio de la oscuridad se ponía al frente.
Los perros de Aurelio Aldana, sueltos de sus traíllas, atacaban a todo el que se movía. El frenesí, furia y locura criminal que se apoderó de los participantes en la agresión colectiva agravado por la oscuridad de la noche y las explosiones de los arcabuces, llegó a su paroxismo, cuando la figura de Galeano con una antorcha encendida y dado fuertes gritos golpeaba a diestra y siniestra a los exaltados contrincantes, intentando calmar la peligrosa situación. Los caballos fuera del improvisado corral donde estaban, corrían despavoridos, haciendo más crítica la situación y algunos de ellos lograron salir del caserío adentrándose en la espesa vegetación que los rodeaba.
Los indios Chitaraes, entretanto, tomada su venganza, fueron convocados por gritos acompasados y aullidos medrosos que ellos reconocieron como contraseña en medio de la oscuridad y agrupados alrededor de su cacique, se escurrieron sigilosos del caserío por los mil caminos de la noche, llevando el cadáver de Xoachi.
Un rayo, seguido de un desgarrador trueno, que fue como un alarido de dolor, inició un fuerte y torrencial aguacero como si quisiera el cielo, lavar la violencia, sacrificio y muerte que quedaban en ese momento en el caserío. El agua, borró también las huellas en los senderos por donde huyeron los Chitaraes
Los gritos enfurecidos de Galeano, se escuchaban exigiendo cese al fuego e intentando controlar con su autoridad lo que quedaba de la refriega. Ordenó encender algunas antorchas y la calma fue retornando poco a poco al caserío donde en medio de penumbras y la rojiza luz de hogueras recién encendidas, se empezaba a tomar conciencia de la situación.
Muertos y heridos se encontraban por doquier, recriminaciones y maldiciones no cesaban, sin embargo nadie sabía quien había causado los asesinatos que empezaron la disputa. Esta situación fue hábilmente manejada por Galeano, quien culpó a los Chitaraes de la muerte del emisario real y de sus consecuencias que ahora enlutaba a los tres grupos de conquistadores reunidos en el caserío.
El sacrificio de algunos invasores parecía ser el precio de la lujuria desbordada y la malquerencia de Martín Galeano contra sus coterráneos que osaron poner en peligro su autoridad total en el territorio por el dominado.
De los alabarderos de Alfonso Díaz de la Vega, cuatro habían fallecido entre ellos su comandante Santiago Navarro, con su cráneo destrozado por la pica del cacique Chitarae y dos más agonizaban con heridas graves junto a su jefe.
Las primeras luces del amanecer, permitieron medir en toda su dimensión los trágicos hechos. El noble Don Luis de Cuellar, tenía en su pecho una herida profunda que le había quitado la vida. Nueve de sus hombres yacían en diferentes partes del caserío.
Las fuerzas de Martín Galeano, habían sufrido siete pérdidas, incluido uno de los perros que yacía atravesado por una lanza. Los cuerpos de los Chitaraes no fueron encontrados, pues los indígenas en su retirada habían llevado consigo sus heridos y muertos, incluida la hermosa Xoachí.
Martín Galeano se erigió en la tragedia y organizó un solo grupo a su mando y les prometió compartir con ellos el oro que encontraran.
Ordenó a Alfonso Díaz de la Vega, escribir al Rey, informando de la muerte de Luis de Cuellar a manos de los Chitaraes y ofreció a aquellos que no estuvieran de acuerdo con sus determinaciones, la oportunidad para tomar su propio camino y partir al día siguiente.
Tres fieles servidores de Don Luis de Cuellar, inconformes con los hechos, manifestaron su deseo de no hacer parte del nuevo grupo y regresar a España, de acuerdo al ofrecimiento del Capitán, sin embargo pese a la promesa, al amanecer del nuevo día, fueron ejecutados por orden de Galeano, bajo el cargo de traición. Solo los seis caballos del grupo del conquistador Galeano pudieron ser recuperados, gracias a que fueron amarrados con cuerdas de dos en dos y pudieron ser alistados de nuevo. Así se consolidó con el miedo y la sangre, el nuevo grupo del Conquistador, quien ordenó quemar los bohíos e iniciar inmediata cacería de todos los indios Chitaraes, hombres, mujeres y niños, apenas terminaron de enterrar a sus muertos.
Eran las cuatro y treinta de la tarde del 18 de Febrero de 1540, fecha en la cual la sangrienta conquista de exterminio de pueblos enteros como el grupo de los Guanes y Chitaraes, por parte de la insaciable espada de Martín Galeano y su séquito de hombres sedientos de sangre y oro, se iniciaba en todo su apogeo. A la misma hora los Chitaraes, reunidos en lo alto de un risco, alzaban el cuerpo de Xoachí ricamente ataviado con adornos de oro y en rito ceremonial, mientras lanzaban alaridos de duelo, seguido por los lamentos del cacique, arrojaron a un profundo pozo, sagrado para los nativos, el cadáver de Xoachí que se precipitó a lo profundo de las cristalinas aguas, mientras los hombres, mujeres y niños cayeron de rodillas, cerraron sus ojos y luego, en medio de un murmullo acompasado por las palabras misteriosas de un hombrecillo conocido como el curandero que lanzaba al aire indescifrables conjuros mágicos, invocando las fuerzas de sus antepasados, se levantaron ceremoniosamente y tomando el tesoro de la tribu, lo arrojaron, pieza a pieza al fondo del pozo, sobre el Cadáver de Xoachí, devolviendo así a las aguas del Dios Bochica, todo lo que fue acumulado durante varias generaciones de pacífica explotación del Río Sugamuxi. Grandes piedras lanzadas desde lo alto del risco, cubrieron la huella de la existencia de la tumba funeraria y los tesoros de los Chitaraes,
Galeano se propuso llegar hasta el último lugar del imperio indígena en pos del oro y las esmeraldas y convencido de la importancia bélica de sus caballos, ordenó construir con el oro arrebatado hasta ese momento a los indígenas, las herraduras que sus animales necesitaban y con ellas como en un cuento fantástico, los seis caballos andaluces trotaron con destellos dorados, sobre las pedregosas alturas del imponente cañón del Chicamocha, llevando al orgulloso capitán por todo el imperio de los indígenas orfebres, en su plan de persecución y exterminio del pueblo Chitarae, lo cual se hizo en solo cuatro meses y con ello también se extinguió el secreto del lugar donde fue arrojado y escondido el tesoro, tan buscado por el conquistador español.
(Algunas citas y personajes son tomados del cuento “La cueva de Cachalù” escrita por Néstor Páez Rodríguez.)
Fuenteseca
Barranquilla 2000.
|