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----------------La presentación----------------


“Que tú ya no soplas como mujer”, sonaba en el tocadiscos portátil. Aunque no era el tipo de música que solía degustar un adolescente, allá por los setenta, y le había dicho a mi “viejo” que aquello era una “castaña”, que a mí lo que me gustaba era el rock, el vinilo no me desagradó; siquiera imaginaba que cuando mi padre tenía mi edad, en plena dictadura, se grabaran en España canciones tan ocurrentes; era el cuarteto vocal Los Xey, donostiarras. Otra de sus canciones más conocidas decía: "señora baronesa no hay novedad, nadie robó sus joyas, nosotros las llevamos a empeñar". Hace poco conseguí digitalizar el disco para poder escucharlo en el coche, y que mejor momento que éste para hacerlo, mientras espero aquí, aparcado.

Menudo disgusto, Luis, vino afligida Silvia, ha desaparecido la sortija de mi madre, la de zafiro y diamantes. ¡No puede ser!, contesté muy serio, mientras le daba buena cuenta al botellín de Moët & Chandon, tumbado en una hamaca en la piscina. ¿No habrá sido ese mayordomo que habéis contratado para el verano? Me da mala espina.

Duró menos de veinticuatro horas en la casa. Convencí a sus padres para que no le denunciaran, seguro que tenía una purrela de hijos, mujer, madre, suegros y un montón de hermanos a los que mantener. Al fin y al cabo, el valor crematístico de la sortija no les significaba demasiado.

Aquellos eran tiempos de champán y rosas. Tener una novia rica es una de las mayores aspiraciones de cualquier joven; en mi caso, la mayor. Mientras desocupaba mi tiempo en preparar esas eternas oposiciones a notario, disfrutaba de Silvia y todas sus riquezas. Fue una suerte coincidir, en aquella fiesta organizada por un conocido común, con aquella guapa pecosa, que acabó siendo la hija del mayor accionista de una sociedad; de esas que siempre forman parte de las más importantes uniones temporales de empresa; las que se crean para que los políticos repartan servicios a cambio de favores, que nunca recaen directamente sobre ellos, sino sobre sus amigos, familiares u otros políticos, que, a su vez, reparten servicios a cambio de favores, que van a beneficiar a los primeros.

No sé qué haces aquí, Luis, has venido a estropearme el día. A mí me dijeron, respondí, que había una fiesta en tu casa, a la que estaba invitado medio Madrid, y no lo he dudado; además tenía ganas de saludar a tus padres y a tu tía Adela; los cogí mucho cariño las veces que vine a Comillas. Ya, pero entre tanto invitado, no estabas tú, serías el último al que invitara. Bueno, Silvia, perdona por la confusión, pero ya que estoy aquí, ofréceme uno de esos botellines de champán que envían a tu padre sus amigos franceses. Ya sabes donde están, me contestó furiosa, bébete los que quieras, pero no te mezcles con mis invitados, escóndete en la biblioteca. No te hago expulsar, por no montar un escándalo. Hoy es mi día, no me lo amargues.

Había dudado mucho si acudir al evento, pero tenía unas ganas locas de conocer a ese tal Pablo, cuyo compromiso con Silvia iba a ser hecho público hoy. Me informé, no por mi antigua novia, con la que hacía tiempo que no hablaba, de que era un chico de buena familia; titulado en varias carreras y con diversos postgrados, en universidades que no distaban menos de cuatro mil kilómetros del país; un gran yerno para mis antiguos futuros suegros. Vamos, igualito que yo.

Desoyendo los consejos de mi exnovia, me había acomodado en una hamaca, debajo de mi palmera favorita, en un extremo del extenso jardín que rodeaba la piscina, acompañado de una botellita de espumoso. Con las gafas de sol y con la barba, que en su tiempo no usaba, pasaba inadvertido.

Me entretenía observando a la concurrencia, hasta que, proveniente del interior la casa, alguien se me acercó. Seguro que tú eres Luis, me dijo un joven de unos treinta años, de agradables facciones e incipiente alopecia, algo más alto que yo, y con un cuerpo así como…, vamos, como diría mi madre, que le llegaban los riñones a los sobacos. Yo soy Pablo, el prometido de Silvia. Estaba deseando conocerte, me dijo. ¡Ah, Encantado!, no sabía nada; mentí como un bellaco. Creo que eres notario ¿no?, esa oposición sí que es dura. Yo dudé si prepararla, igual que la de registrador de la propiedad, pero creo que no estaba capacitado y me tiré por temas legales y de empresa. Ahora me arrepiento, concluyó con un gesto como de decepción. Encima viene de modesto, me dije para mis adentros, será falso, con todos los títulos que tiene. Sí, tengo una notaría en Segovia. Le iba a contar yo a éste, que intento vender pisos, durante doce horas al día, en una inmobiliaria de Aluche.

¡Ah! Ya os habéis presentado, pensaba hacerlo ahora; mintió como otra bellaca Silvia, que se había acercado hasta nosotros. Bueno, a Pablo ya le había hablado de ti, de tus esfuerzos por aprobar notarías, de la familia tan buena que tienes, ya sabes… Habrá que ver que le ha contado, me habrá puesto a parir; le habrá dado señas de la alcurnia de mi familia, que en los sesenta cambió su residencia de Sepúlveda por una mansión en Villa de Vallecas. Perdónanos, tengo que presentar a mi pro-me-ti-do a un montón de gente. ¡Por favor!, les animé, seguid con las presentaciones, ya verás la gente tan maja con la que te vas a codear. ¡Mi pro-me-ti-do! Será guarra; lo había dicho despacito, recalcando bien la erre, para restregármelo.

No puedo más que felicitarte, Inés, preparas un besugo a la espalda maravilloso. Es besugo al coñac, señorito Luis, me corrigió, lo ha mandado pescar esta mañana la señorita Silvia para usted.


Un sabroso pez recién pescado, preparado por una cocinera digna de una estrella, tiene un sabor tan especial, que casi hace olvidar el lechazo de mi tierra; claro, que la carne de las montañas cántabras que nutre a esta familia, y que durante un tiempo me alimentó a mí también, es una verdadera delicia; y si no tienes que cocinar, ni poner ni quitar la mesa, ni fregar, sabe mucho mejor. En casa de mis padres también comíamos pescadilla, y filetes, pero prefiero no hacer comparaciones.

Hoy me toca conformarme con unos canapés. A ver si me agencio un par de bandejas en la cocina y me las llevo a mi árbol. Después me daré un baño para refrescarme e intentaré amodorrarme un rato. El Chandon pega lo suyo.

Me espabilé al oír el movimiento de una hamaca. ¡Coño, Pablo!; ¿y Silvia? Se ha ido a descansar un rato, respondió, dice que se encontraba mal; no sé, esta mañana se la veía resplandeciente. Se le ha puesto mal cuerpo nada más verme, pensé.

Se acopló en mi palmera, al otro lado de la mesita; no sabía que decirle, por lo que decidí hacer uso de una de las tantas virtudes de las que atesoran los espirituosos, romper el hielo. ¿Una copita de champán? ¿Hay?, preguntó. Para mí, sí, así que para ti, que eres mi sucesor, también. A los cinco minutos volví con unas botellas en su correspondiente cubo con agua y hielo y unas copas limpias. Seguía moviéndome por la casa como cuando era huésped habitual. En el fondo, estos ricos, no son tan rencorosos.

Descorchamos la primera y empezamos a charlar tímidamente. Yo ya andaba un poco perjudicado, pero estaba curtido en materia etílica; él parecía más despierto; no obstante, noté que, ya con los primero sorbos, cierto brillo iba manifestándose en sus ojos. Sabes Luis, esto está lleno de bodrios; son todos unos cursis. ¿Cómo te llevabas con ellos? No me llevaba, le contesté, yo iba bastante a mi rollo. El tío ese del Fred Perry de cuadros, continúo, es insoportable, me ha cogido por banda y no me soltaba, además es de esos que, para contarte las cosas, te agarra del brazo, para que no huyas, y te aprieta; además escupe al hablar. Pablo soltó una risita, y de seguido empezó a desternillarse. Pues ese pesado, le dije, es Arturo Casado, el dueño de la constructora Radigel; pues que me agarre el cimbel; pude entenderle, mientras embarullaba palabras y risas.

Resultó mi sustituto más campechano de lo que hubiera supuesto. Estuvimos un buen rato bebiendo y riendo, hasta que mi interlocutor, medio inconsciente y en una postura difícil de explicar, terminó dormido y roncando en su hamaca; su semblante mostraba una mueca cómica, resbalándole la saliva por la comisura de los labios. Yo, a esas alturas, tenía una cogorza considerable, aunque todavía era capaz de controlar mi apariencia.

Entre tenues nebulosas, vi aparecer, espléndida, a Silvia, con un bañador negro medio cubierto por una vaporosa camisola blanca, resaltando la figura que había mejorado con ese par de kilos, que no tenía cuando estaba conmigo. Lo cierto es que nunca supe apreciar en buena medida su belleza, había otras cosas de ella que me deslumbraban mucho más, y, por supuesto, no eran espirituales.

¡No podía acabar de otra forma!, dijo mi ex, con una ácida sonrisa. Es algo patético; claro que, juntándose contigo, que se podría esperar. Me abroncó, lo mío y lo de su prometido. Que culpa tenía yo, estaba tan tranquilo debajo de mi palmera; fue él el que se acercó, huyendo de sus amistades. Eres una mala influencia, continúo, me defraudaste en su día, y veo que, lejos de mejorar, has empeorado. ¡Por favor, vete ya!

Yo no tenía ni ganas ni luces para discutir, así que me conformé con ofrecerle un pequeño trato. Me voy si hacemos un brindis. Asintió con desgana. Le di la espalda mientras llenaba dos copas con champán; cuando iba a ofrecerle la suya, le pedí que no mirara un momento. Ya estamos con tonterías, me contestó mientras cerraba los ojos. Le di un furtivo beso en los labios y separó, pasmada, los párpados. Ya estás contento, sigues siendo un crío, ¿esa era tu sorpresa? No, mira la copa, balbuceé; un azul centelleante se dispersaba entre las burbujas doradas. ¡La sortija de mamá! ¡Ladrón! Por tu culpa, despedimos a un mayordomo, que tenía un montón de hijos. Eso me lo inventé yo, repliqué, además le quedaba una semana de contrato. Habrás visto que no tengo tan mal fondo, podría haberla vendido o empeñado. ¡Cásese conmigo señora baronesa!, se me escapó; ¡vete a la mierda!, me dijo, mientras pegaba la vuelta; apestas a alcohol; y que sepas que la barba te queda fatal.

Después del éxito obtenido, recogí mis cosas y crucé el jardín de la piscina para salir de la finca. Allá, debajo de mi palmera, continuaba Pablo, en esa postura indescriptible.

¡La próxima canción es!, musito con risa tonta, “que tú ya no soplas...” Unos golpecitos en la ventanilla me devuelven a la realidad; ¡ya te hemos dejado un rato!, me dice el guardia de tráfico; o soplas, o te llevamos ahora mismo a comandancia, donde mi hijo, que está haciendo un módulo de auxiliar de clínica, te va a sacar la sangre; me apuesto la productividad de este mes a que triplicas el límite permitido.



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Texto agregado el 22-04-2013, y leído por 106 visitantes. (0 votos)


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