Hacía largas caminatas para disminuir el aburrimiento. Caminaba a medio sol por el impulso de caminar. Zigzagueante, toreando los carros por instinto. Ver los objetos pálidos sin contornos: mirar, sin mirar y en mi interior construía un circo de varias pistas que en cada una de ellas transcurría la vivencia de un sueño. Todos los actos se ejecutaban al unísono, con flashes, focos intermitentes y un sol artificial; qué absurdo caminar a la deriva sin ser, ni tampoco ser de los demás.
El departamento donde vivía era lo más cercano a un quirófano, todos los muebles estaban donde deberían de estar. Dos veces al día llegaba una franela impecable a quitarles el polvo acumulado y a dejarlos en el mismo lugar. Tallar, tallar, hasta que el brillo le musitaba a la señora “hasta aquí”.
Me sentaba en la cama con temor, rogando a Dios no manchar o arrugar la sábana que pudiese despertar el enfado de la señora. Había una atmósfera que apretaba de los hombros hasta meterte el cuello dentro del tórax. Respiraba como ratón y el reloj parecía soldado, que en vez de campanadas tocaba una marcha. El espejo simulaba un tercer ojo, las lámparas en las esquinas parecían torres. En la noche, para ir a mear, tenía que hacer un rito. En el silencio, me levantaba en dos tiempos, y antes de salir de mi cuarto revisaba uno a uno todos los botones de la pijama. Caminaba con tiento y cerraba la puerta del baño con seguro. Cuando el chorro grueso y enérgico caía en el agua de la taza haciendo un ruido mayúsculo, entonces musitaba con los incisos “Me vale madre”. Pero, disfrutaba más al presionar la palanca del retrete; era entonces cuando la tasa se tragaba toda el agua con remolinos ruidosos y concluía con hipos violentos.
Ir a la calle era otra sensación, buscaba sitios transitados y me perdía en el gentío identificando a las mujeres que prodigasen sensualidad, las veía con emoción; que regodeo hacían mis ojos cuando parecían escuchar ese tam-tam que hacen dos glúteos al caminar. Una noche me encontraba en una glorieta. En ese semicírculo la vi. Me adelanté para mirar de reojo la cara. Su cuerpo me había dejado con un suspiro entrecortado. Tenía ojos pícaros que parecían invitarme. Ese instante en el que deseas abordar a una mujer es terrible y prefieres el silencio a un desprecio, sin embargo te cuestionas y después justificas: ¿Le digo un piropo? ,¿ La saludo?, ¡Qué hago!, qué hago. Sí le hago plática y me contesta, sí deja que la acompañe y con suerte acepta un ligue, después con qué dinero podría invitarle unos tacos, un café. Y sí… de dónde sacaría para el hotel. ¡ eso sería tener buena suerte!, o bien te manda a la chingada, o sale con que le has caído bien y te va a cobrar barato.
Harto de calle, llegaba al departamento y metía la llave con delicadeza, como si fuera a desvirgar una prostituta; para no despertar a la familia, no prendía la luz y a tientas llegaba a mi dormitorio.
Me quitaba las ropas, y me enfundaba la pijama. Prenda que detesto, pero hay que calzarla, para no contradecir la decencia. Me acostaba en línea recta, para no arrugar las sábanas y en el silencio total, me sucedía una inesperada erección a la cual tenía que cumplir, de manera ordenada y metódica, con suspiros profundos, casi espirituales. Esa satisfacción era como una unción que me limpiaba de las porquerías acumuladas durante el día y me daba fuerzas para sostenerme en los días por venir.
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