Me gustó desde la primera vez que la vi. Entre una decena de escritorios y cubículos su figura destacaba, radiante y hermosa. Patricia era una morenaza de ojos muy negros, sus cabellos llovían sobre sus pechos que pugnaban por liberarse, finas caderas y piernas torneadas. Una figura espectacular. Lo malo: casada.
Una oficina es como un pueblo pequeño. ¡Infierno grande dicen! Y había que irse con mucho cuidado en lo que respecta a las relaciones entre los empleados.
Un día cualquiera comenzó a coquetearme. Me miraba y sonreía al tiempo que se mordía suavemente su labio inferior. Y eso me excitaba a un grado tal, que sólo pensaba en tenerla entre mis brazos, besarla y poseerla. No tenía ninguna posibilidad de encontrarla fuera de la oficina. Invariablemente, cada día y todos los días, su esposo la esperaba a la salida. Llegué al extremo de seguirlos un par de veces hasta su casa.
No perdía ninguna oportunidad de acercarme a ella, breves conversaciones, algún documento o consulta, cualquier excusa. Y la cosa continuaba aún peor. Era obvio que ella se daba cuenta de cómo me afectaba su actitud. Y, malignamente, seguía con su juego seductor, cada vez más osado y evidente. Y a mí me parecía que todos se daban cuenta de la situación.
En una oportunidad, en que bajábamos en el ascensor, juro que rozó adrede mi entrepierna. Un calor subió hasta mis orejas y yo me quería morir ahí mismo.
A Patricia solían enviarla a retirar documentos a una bodega situada en un subterráneo perteneciente a la empresa. Cero posibilidades de que a mí me dieran una tarea igual.
Sin embargo, un día me tocó la suerte. Justamente, cuando yo sabía que Paty estaba en la bodega, mi jefe me manda a buscar un documento. El expediente 69-A.
Mi corazón latía a ciento treinta pulsaciones y hasta mis piernas flaquearon por unos instantes.
La bodega era un recinto de mediano tamaño. Habían hileras de repisas llenas de documentos, archivos y artículos varios de poco uso. Allí estaba ella. No hubo palabras. Una conexión eléctrica e instantánea. Mientras la besaba ella clavaba sus uñas en mi espalda, mordía mis orejas y luego soltaba mi cinturón. Subí su falda. Su pubis era un volcán ardiendo en plena erupción. Rápidamente entré en ella y comenzó una danza frenética e incontrolable, acallando gemidos. No había mucho tiempo. Caminábamos al borde de la cornisa. Algo cayó sobre mi cabeza.
Tal vez estuve inconsciente unos ocho o diez minutos. Desperté rodeado por algunos compañeros. Paty tuvo la delicadeza de subirme los pantalones y arreglarme la camisa. Sobre mi pecho yacía el expediente 69-A.
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