¿Qué íbamos a saber que el coche se nos iba a encabritar, que el volante, del cual tú eres su dueña autoritaria, no respondería a tu enérgico mandato y enviaría el carro a ambos costados de la pista, mientras los demás vehículos nos sorteaban con algo de miedo y curiosidad?
¿Qué íbamos a pensar que la vida nos colocaba en una encrucijada en la cual nuestras existencias pendían de un hilo, todo eso, mientras en la radio Fito Páez le cantaba al amor?
En esa infinitud de segundos, pensé que nos desbarrancaríamos de la pista, de la vida, de todo, que la muerte nos había tendido la trampa, sin presagios ni solemnidades, casi como jugueteando con nosotros y que al fin, nos encontraríamos cara a cara con todas nuestras pesadillas.
Un camión pasó volando por nuestro lado, acaso presintiendo que lo que ocurriría acá no le competía para nada. Así es la vida, siempre con urgencias que le son propias, escapando como una liebre del disparo del cazador.
Te miré y me miraste, fue algo fugaz, un ensayo de despedida, por si acaso, por si salíamos despedidos hacia cualquier lado o fallecíamos aplastado por cualquiera de los demás vehículos que venían a la zaga. No hubo tiempo para un apretón de manos desesperado, tú continuabas tratando de domar a este rebelde caballo motorizado.
Hasta que al fin, la recta, la que nos conducía a la vida, temblorosos, heridos de algo que no sabíamos que era. -¿Estamos bien? –preguntaste. -¡Estamos vivos!-respondí con convicción.
Entonces, continuamos la marcha, suave, despreocupada, dentro de ese túnel en el cual la luz comenzaba a avizorarse allá lejos…
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