Se abrió la puerta del ascensor y ante mi apareció una sala repleta hasta los topes de seguidores de doña María y compañía. La susodicha, henchida de orgullo y prepotencia, decía en ese preciso momento a la concurrencia, en tono no sé si irónico o de chanza, que los de la plataforma de los afectados por la hipoteca eran, por lo menos, unos nazis, lo que en otras palabras se puede entender como unos hijos de la gran puta. Sentí al escucharla decir semejantes palabras, no exagero, un escalofrío de tres pares de cojones que me recorrió todo el espinazo, dejándome hecho un flan todavía sin caducar. Ipso facto pulsé el botón para que me llevara el ascensor a otra planta; no quería seguir escuchando las barbaridades inefables de María Dolores de Cospedal. Al llegar a una nueva planta, la puerta volvió a abrirse. Lo que observé entonces desde el interior del ascensor no fue mejor que lo que había visto anteriormente, ni mucho menos. Imagínense, con cara agria y pelo canoso, ahí estaba haciendo la peineta un tal Bárcenas -conocido popularmente como el esquiador- a los periodistas que intentaban –sin lograrlo- sonsacarle algunas palabras respecto a sus cuentas y su contabilidad B. Sentí tal desasosiego, tal mareo, tal náusea al contemplar al ex tesorero que opté por no quedarme allí ni un minuto más, dándole tan rápido como pude a otro botón. Me temía lo peor, pues habiendo visto lo que había visto, me resultaba imposible encarar la siguiente planta con optimismo. Por enésima vez la puerta del ascensor se abrió y lo flipé en colores, aluciné pepinillos. Una pantalla plana como los chorros del oro presidía una rueda de prensa hueca y falsa en la que el presidente de la nación largaba con la mirada extraviada -haciendo sus ojos extraños giros entorno a sus gafas- en tanto los periodistas sentados en derredor del televisor lo observaban y lo escuchaban entre incrédulos y aburridos. Salí pitando, es decir, cagando leches le di a otro botón, pues me resultaba repulsiva la tomadura de pelo del presidente. Odiosa también. Mientras esperaba en el interior del ascensor a que la puerta se abriera en otra planta, me entró una especie de canguelo inquisitivo: me preguntaba qué sería lo que me depararía ahora. Al abrirse la puerta del ascensor, me quedé de piedra. Estaban el Rey y su yerno despidiéndose de forma afectuosa, entre sonrisas esquinadas, miradas soslayadas y frases idiotizadas. Iñaki le decía a Juanca que se largaba a Qatar porque tenía muchos gastos y que en España no fluía el crédito suficiente como para afrontar sus gastos más inmediatos. Me entraron sudores fríos y le di repetidas veces a otro botón correspondiente a otra planta, pues me resultaba insufrible aquella escena tan monárquica como esperpéntica. En el interior del ascensor percibí cómo la ansiedad se apoderaba de mí irremediablemente. Las cosas iban de mal en peor. Cuando la puerta del ascensor volvió a abrirse para darme paso a un nuevo escenario, me topé con el jefe de la oposición, don Alfredo, el cual se hacía la picha un lío afirmando que representaba la renovación y que su grupo encarnaba la única alternativa válida al gobierno actual, el de don Mariano. Reí para no llorar al escuchar semejantes palabras. El ex ministro de las épocas de Zapatero y Gonzalez aseveraba sin complejos representar la regeneración. Cágate lorito. Machaqué los botones del ascensor impunemente y éste me trasladó a un inhóspito lugar del que pocos salían sin volverse tarumbas: al abrirse la puerta del mil veces nombrado ascensor, me tropecé con un baturrillo de comunidades autónomas pidiendo unas café para todos, otras privilegios para ellas solas y las menos la secesión pura y dura. Allí no se ponía de acuerdo ni Dios. Era un caos de tomo y lomo. Con gran dolor de cabeza escapé de aquel alboroto comunitario pulsando un nuevo botón. Y de esta forma, tras bajar algunas plantas, la puerta del ascensor se abrió nuevamente para que pudiera ver las grandes colas del paro que allí se formaban. Eran ristras de hombres y mujeres con el rostro ensombrecido que conformaban largas esperas sin esperanza. No, no quería continuar de aquel modo, corría el riesgo de volverme loco, Se me podía ir la flapa. Decididamente había llegado a mi límite. Por eso escruté con ansia la botonera de los huevos, intentado encontrar el que me diera una escapatoria a aquel cúmulo de despropósitos, y entonces lo vi claro. Sólo había uno que me podía dar una oportunidad de zafarme de aquella especie de pesadilla absurda, y no era otro que el botón que rezaba en su esfera “emigrar”. Lo pulsé decididamente, con cierto temor, pero con esperanza, porque si el futuro es siempre incierto, más lo era quedándome en España. |