El general Sánchez Mosquera se sorprendió al ver entrar a Efigenio, el campesino, por la puerta de la taberna a la que acudían habitualmente los hombres del Ejército Nacional. Habían sido compañeros solamente en un breve trecho de sus vidas, durante la escuela primaria, pero las circunstancias los habían separado inexorablemente por derroteros divergentes. Ambos sentían, aunque muy en lo hondo, el resquemor de todavía tenerse un aprecio casi incoherente. Efigenio se sentó a su lado, y pidió un trago de aguardiente.
- Mi mujer está embarazada…- le dijo al general.
- Eso es bueno, mi amigo. Pero los tiempos son difíciles- contestó, sin mirarlo.
- También está enferma- le confesó mientras daba un sorbo tímido y tembloroso, apenas mojando los labios-. Tuberculosis.
El general lo miró fijamente y las miradas, evitadas segundos atrás, se encontraron.
- ¿Qué puedo hacer por ti? No eres bien visto… tú y esas ideas revoltosas que enardecen al campesinado le están costando caro al país.
- No espero nada de ti, viejo amigo- contestó el campesino vaciando el cubilete de vidrio-. Solo espero que la guerra termine pronto y que ella pueda ser atendida dignamente en un hospital.
Efigenio dejó bruscamente el vaso en la mesada y se puso de pie para partir. El general lo tomó del brazo. Sabía que, de manera soslayada, el campesino le estaba pidiendo que protegiera a su mujer en caso de que el ejército decidiese invadir el pueblo donde ella aún moraba. El general, casi con ojos de súplica, le extendió unos pesos que había cogido de su bolsillo.
- Deja el fusil, camarada. Blanca te necesita, tu hijo también. Deja que el resto pelee tu lucha, y ya no te arriesgues. Nada de esto habrá tenido sentido… Anda, coge estos pesos y cómprale unas medicinas, y no te dejes ver demasiado.
- No me des lo que por derecho nos corresponde. Algún día no serán ya necesarias esta clase de dádivas, general.
El campesino, enjuto y chueco, abandonó el lugar ante la mirada apenada del general Sánchez Mosquera, comandante en jefe de las Fuerzas Armadas del Norte de la República.
Días más tarde, el ejército atacó los bohíos de los campesinos como parte inevitable de un plan estratégico de posicionamiento. Dejó a su paso dolor y muerte, en la desolación de un cementerio al descubierto de carnes desgajadas. El general caminó durante horas por los restos del estrago. Con una falsa expresión de dureza en su rostro, escondía su intención genuina. Encontrar a Blanca.
- ¡General! –dijo un soldado-. Aquí hay una mujer que ha pedido verlo. Estaba en un foso.
Sanchez Mosquera, sagaz, comprendió que el soldado la habría querido asesinar y que ésta, como último recurso, habría mencionado su nombre.
- Déjela conmigo, y retírese- le ordenó.
Blanca tenía destellos iracundos en su mirada, que no se animaba a encontrarse con la del general.
- Así es la guerra, Blanca…- le explicó el general en tono tranquilo.
El ataque del ejército había sido fugaz. Los guerrilleros se hallaban en las estribaciones de las sierras, a unos pocos kilómetros del pueblo. Efigenio había insistido en la posibilidad de defender aquella zona, pero la respuesta contundente del comandante rebelde había sido que no era conveniente, desde el punto de vista estratégico, avanzar en aquella dirección.
El militar se llevó consigo a la esposa de su viejo amigo, y se aseguró de darle los cuidados necesarios para una mujer en su condición. Le asignó una criada para que la atendiese las veinticuatro horas y pagó un enfermero para que la viese una vez por día.
- Yo ya estoy muerta. Sólo lo hago por él… –le dijo la mujer en una ocasión, acariciando su vientre y augurando el sexo del hijo por nacer.
Luego de unos meses, Blanca pudo parir un hijo varón, pero semanas más tarde moriría por el estado avanzado de la tuberculosis.
Muchos años después, la guerra continuaba y parecía que nunca tendría fin. Había zonas del país controladas por el Ejército Nacional, y otras donde los rebeldes habían instaurado un gobierno paralelo y provisorio. Nadie imaginó que la situación de contienda se extendería décadas, dividiendo a la República en dos partes con ideologías absolutamente irreconciliables.
Efigenio siempre pensó que su esposa embarazada había muerto en aquella brutal invasión del ejército sobre su pueblo y, en su corazón, había jurado ajusticiar a los opresores. Había alcanzado el grado de comandante de una columna creada para defender una zona dominada por los rebeldes, pues el campesino había dado incontables muestras de astucia y temeridad.
En una batalla comandada por él, ya viejo, pero con los ideales intactos, cayó en una emboscada del ejército represor. Fue tomado prisionero junto con varios de sus compañeros de batalla y llevado a la antesala de la muerte, lugar que se había ganado el nombre por ser el sitio donde eran retenidos los condenados al paredón de fusilamiento. Al día siguiente, fueron llevándose uno por uno a sus soldados, que sin temor acogían la muerte como el glorioso martirio de los que luchan por una causa justa. Por fin, le tocaría a él.
Recordó los momentos felices de su infancia, evocó la memoria del general Sanchez Mosquera, niño juguetón y feliz en aquellos tiempos. Luego su juventud, el trabajo incansable junto a su padre, y la locura del amor apasionado que sintió cuando vio por primera vez a Blanca. Recordó también la felicidad inconmensurable que sintió cuando había aceptado casarse con él. Luego aparecieron, como a torrentes, los recuerdos de la guerra, de la lucha por la liberación y la independencia, por un mundo mejor; la tragedia de su mujer asesinada y el paso inexorable del tiempo que nunca acababa con la violencia y el terror. Tuvo fe en que sus compañeros algún día ganarían la contienda y que nunca más una madre, una esposa o un hijo, serían el precio en sangre de la libertad.
Los soldados del ejército entraron por la puerta. Lo cogieron por ambos brazos y lo condujeron al paredón. Efigenio vio la magia del amanecer y sintió la energía de la vida entera en esa última imagen, tan cotidiana en todos los días de su vida y tan distinta en aquel momento.
- ¡Prepárese para disparar, soldado! –gritó uno de los tenientes o capitanes.
Se escuchó el cargar de un arma, y un silencio de unos segundos zumbó en sus oídos.
- ¡Muero contigo y por mi patria, papá!
El joven soldado, el ejecutor del fusilamiento, se dio vuelta lentamente con su fusil ametralladora ante la mirada desconcertada del resto, y vació el cargador sobre los soldados del Ejército Nacional. Una lluvia de balas sobrevino después sobre el muchacho y sobre su padre. Efigenio cayó atravesado por la ráfaga de plomo y murió de a poco, con la felicidad de haber escuchado la voz de su hijo, al menos, una vez en la vida.
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