Héroe y villano
Lo conocí en el Aeropuerto Benito Juárez de la Ciudad de México. Estaba sentado frente a mí. Tenía el codo izquierdo sobre la pierna, con la mano abierta sostenía su frente y su brazo derecho, en el regazo.
Al notar que no tenía sortija de matrimonio, di un recorrido a todo su aspecto: mocasines afables, el pantalón de algodón mantenía la raya perfecta, el saco abierto y la corbata anudada al cuello. Acicalado innecesario para tan avanzadas horas: eran las dos de la mañana.
De la cara cubierta por la mano sólo asomaba el mentón violentado por el crecimiento de barba de un día largo. Intenté explorar el resto del rostro pero desvié la mirada cuando me percaté que lloraba. Un sobrecogimiento me invadió. Sobre la punta de los pies alzaba y bajaba en forma desenfrenada mis rodillas. Me levanté del asiento, di un paso, giré sobre mis pies y volví a sentarme. Regresé a escrutar su cara; estaba ávida por conocer los motivos de sus lágrimas.
No quería hablar y avergonzarle, no soy imprudente, en todo caso, tengo la maldita manía de querer hacer feliz a quien no lo es. No me iba a marchar del aeropuerto sin hacerle honor a mi nombre, Victoria. Haría lo posible por conocer su historia y alegrarle el momento. Y sí, la obtuve: Esa noche, aquel hombre, a los treinta años conoció a su padre y la razón de su orfandad.
Lo que dije causó efecto, sonrió. Platicamos por horas. Algo parecido al gozo me invadió cuando él me miraba fijo y se mantenía en silencio palpitante, ese que invita a la confesión. Tras dos horas de conversación empática, impulsivo me pidió ser su pareja. ¿Por qué no?, me dije, dicen que las cosas improvisadas salen bien.
Después de dos meses de noviazgo nos casamos.
Se convirtió en mi héroe. Era lo más parecido a la perfección, no invadía mi espacio vital, me escucha, valoraba, y lo mejor, me amaba. Sus actividades nobles fuera del hogar servían para reforzar mi admiración por él: patrocinaba un orfanato y se involucraba en otras actividades de beneficencia.
Fueron algunos años de intensa felicidad, de extraña sensación de sosiego. Así, en ese estado sin urgencias decidí dejar lo que tanta satisfacción me generaba; la danza. Tomé la determinación de renunciar al ambiente artístico para acompañarlo en sus loables tareas.
Compró un equipo de perforación de pozos para proveer de agua potable a algunas poblaciones marginadas. Fue en esos lugares que por primera vez vi en su cara la mueca crispada de la ira, cuando discutía con un par de trabajadores.
Todos tenemos un temperamento oculto. Algunos lo exponen rápido, otros, como el buen vino, se toman su tiempo para mostrar su verdadero carácter.
Pese a que ayudaba sin recibir algo a cambio, no estaba preparado para la ingratitud. En una comunidad que se regía por usos y costumbres, lo apresaron porque se sintieron despojados de algo que les pertenecía: Pepe instaló una bomba de extracción de agua nueva y algún trabajador subió la bomba vieja e inservible al vehículo.
Después de un día de encierro, salió indignado y ofendido. Llegó a casa, se dio una ducha y permaneció aislado en su estudio. Horas más tarde tenía el suficiente ánimo para hablarme.
–Fue humillante –dijo. No respondí, percibía su enojo. Entonces, continuó–: No sabes lo que es sentirse inerme.
–Te entiendo. Respondí aunque no esperaba respuesta.
–¿Cómo podrías entenderlo? ¿Sabes lo que significa inerme?
Aún cuando lo sabía, no tenía interés en contradecirle. Me limité a mirarlo amorosa para conciliar. Se acercó hacia mí, tomó mi rostro apretándolo apenas con fuerza y sin ocultar del todo su furia, me dijo:
–¡Por supuesto que no lo sabes! ¡Y no tienes idea!
Esa inexplicable conducta debió ser suficiente para abandonarlo. Mas, no lo hice. La violencia creció en intensidad y periodicidad. El recuerdo de todas sus bondades y mis sentimientos predominaban; yo creía con una fe y convicción religiosa que él cambiaría.
Por momentos me preguntaba cómo podía soportar esa vejación, cómo había abandonado la alegría que me caracterizaba.
Cuando oía el estertor del inicio de la golpiza, levantaba los brazos para cubrirme el rostro y me dejaba caer al piso ovillada para protegerme de lo inevitable, como si la posición fetal me diera protección materna.
Podía aspirar el aroma de mi miedo. Cuando él terminaba de golpearme, contenía la respiración y me quedaba inmóvil. Lo que sucedía en ese momento no era un contacto con el horror, sino un proceso más íntimo y callado. Algo me avasallaba que me obligaba a cruzar los brazos sobre el abdomen en actitud de abrazo consolador.
Por un momento él me miraba postrada en el piso, inútil, humillada, con el hombro y la cabeza recargada contra la superficie plana y fría del parquet de cedro. Después me traía agua, se arrojaba al piso, lloraba y me abrazaba.
La mano que rompe, horada y mutila, no puede se la mano que da, acaricia y construye. De un ánimo eufórico y emprendedor cambiaba de súbito a un estado desolador. De un temor de nada, mutaba como si albergara en el pecho a su propio enemigo.
Yo seguía obnubilada, enredada entre el héroe y el villano. Tuvo que ser él quien mostrara una salida: en un acto íntimo, honesto e impostergable, habló a la policía para entregarse por violencia familiar. Liberó mis ataduras.
Era momento de irme, de retomar mi nombre y vida. Recorría el pasillo que conduce a la salida, cuando avancé hacia la libertad. Deslicé el dedo sobre la pared como si no quisiera perder contacto con algo querido que se deja atrás. Mi dedo debió tocar alguna textura rasposa y sangró…
Hay salidas que dañan y sangran, y aún así son una Victoria.
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