El balde de plástico, repleto de agua, se desplomó con violencia sobre la persona que abrió la puerta. Un coro de carcajadas rubricó el incidente. El asunto es que el recipiente había sido colocado maliciosamente por Tomás y Jefferson sobre el dintel de la puerta, ex profeso para que derramara su contenido sobre la humanidad de Lincoln, el profesor de matemáticas de aquel liceo.
Éste, chorreando agua a raudales, contempló la trampa, luego hizo un paneo a los rostros de sus alumnos y después, como si nada, se acomodó en su escritorio y comenzó a pasar lista. Esa característica suya, apacible y desvinculada de todo aquello que pudiese ser fastidioso, lo transformaban en blanco seguro de las barrabasadas de sus alumnos.
Lincoln bien podía tener veinte o cincuenta años, pero más bien parecía no tener edad. A veces, motivado quizás porque musa, se entregaba a su vocación y la clase parecía caer en un estado hipnótico. Luego, su entusiasmo decaía y se derrumbaba sobre su silla. Entonces, Tomás le arrojaba sobre su testa un bolón de papel, el que rebotaba en su apacibilidad.
Esta situación descomponía a los muchachos, pero a la vez, les entregaba alas para que urdieran una y mil travesuras. El maestro parecía portar sobre si una coraza que no sabrían definir de algún modo. Aquello no era tolerancia, tampoco displicencia ni mucho menos timidez.
-Temo que se las esté guardando todas para vengarse a fin de año- aventuraba Tomás, el líder de toda esta escalada.
-Por notas no nos va a rajar, eso dalo por hecho- lo tranquilizaba su camarada Jefferson. En efecto, ambos eran muy buenos alumnos y no digo que en todas las ocasiones pero sí en muchas, ese estandarte que portan los alumnos de excelencia, les confiere una superioridad que ellos utilizan a destajo.
Y vamos rapando el lado derecho de la cabeza del profe, mientras este escribía un informe. La cosa subía de tono a cada instante y llegó el momento en que le colocaron un traje de payaso y así dictó la clase ese día el profesor Lincoln, mientras el alumnado se desternillaba de la risa. El maestro era inmune a todo y eso desacomodaba a muchos, que trataban de llamar al orden al parcito aquel. Pero no había caso. Jefferson pintarrajeaba el rostro del profesor mientras este escribía un problema de álgebra sobre la pizarra.
Finalizó el año y todos los alumnos fueron promovidos al siguiente curso, salvo dos o tres alumnos que quedaron en recuperación. De las bromas, ninguna mención. Esto extrañó de sobremanera a los dos bromistas, quienes salieron a vacaciones con una gran cuota de alivio en sus morrales.
Y así transcurrió el año siguiente y el subsiguiente, con nuevas y terroríficas bromas al profesor quien, estoico, continuaba pasando la materia, sin pausa alguna. Finalmente, llegó el último día de clases con el maestro Lincoln. Ya no quedaba nada que repasar y sólo se hacían algunos ejercicios para sellar la clase. Fue entonces cuando el profesor pidió silencio y carraspeando, dijo:
-Quiero felicitarlos a todos ustedes por haber sido tan buenos alumnos. Salvo uno que otro, lo que les he enseñado no ha caído en el vacío y eso me deja más que conforme.
Los bromistas, Jefferson y Tomás, tragaron saliva, mientras se decían a sí mismos: “Ahora viene” Y el temor comenzó a tomar forma unos segundos antes que Lincoln continuara con su discurso.
-Pues bien, ha sido un gran placer conocerlos, a todos y cada uno – mientras expresaba esto, contemplaba a los dos muchachos, a los cuales ya se les despegaba el alma de miedo, de remordimiento por todas las pesadas bromas asestadas a su maestro, el mismo que ahora los miraba con fijeza.
-Ahora viene – repitió Jefferson, mientras sentía el castañetear de dientes de su compañero de travesuras.
-Ahora, les contaré una historia- prosiguió Lincoln, después de tomar un breve respiro. –Hace ya varios años, un desordenado alumno, cuya traviesa condición se contraponía con lo mal alumno que era, se encargó de hacerle la vida imposible a cuanto profesor tuvo delante suyo. Era un personaje de enorme crueldad que se burlaba de todos y sus maestros no sabían cómo controlarlo. Cierta vez, le prendió fuego al paletó de su profesor de Historia. Lo grave del asunto es que su maestro vestía la prenda y gracias a dicha broma, sufrió graves quemaduras que lo enviaron a un servicio de urgencia. El muchacho, como es predecible, fue expulsado de inmediato y enviado a rehabilitación. Pero, incendió el establecimiento y se fugó. Más tarde, fingió arrepentimiento, pero prosiguió con sus atrocidades. Una profesora terminó en silla de ruedas y otra, huyó del colegio, juramentándose a no volver en tanto estuviera el rapaz en las aulas.
-Mucho tiempo después, el muchacho sentó cabeza, se dedicó a estudiar y resultó ser un brillante alumno. Años más tarde, cuando recibió su cartón profesional, se juramentó a no castigar jamás a ningún muchacho y esa sería su forma de redimirse.
Los alumnos, se miraron unos a otros, sin entender nada de nada. Jefferson, más aliviado al intuir que no habría sanción para ellos, preguntó por fin:
-¿Y qué pasó al final con ese muchacho?
-¿Todavía no adivinas que pasó?- le preguntó a su vez Lincoln.
-¿No dirá que ese malvado chico es…?
-¡Si! Ese muchacho infame soy yo. ¿Comprendes ahora?
Aunque parezca increíble, a los dos mozalbetes se les llenaron los ojos de lágrimas cuando saltaron sobre el profesor para pedirle que los perdonara por todas sus malditas bromas. El profesor, los acogió en su regazo con gesto paternal, comprendiendo para sus adentros que ni Jefferson ni Tomás habían sido un par de perversos alumnos, sino el precio de una deuda que ahora consideraba saldada…
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