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Se veía diminuta su alma, que siendo grandiosa como su corazón, parecían nadar ambos en el inmenso corpachón de esta mujer con alma soñadora.

Ella no supo nunca de suspiros ni piropos que despertaran su vanidad ya que su preocupación permanente era ver como se iba transformando en una bola gelatinosa que comenzó paulatinamente a quedarse inmóvil en una cama que fue el preámbulo para su tumba.

Se casó con alguien que descubrió los guiños de su belleza oculta tras la adiposa apariencia que la sublevaba y la hacía renegar de sus creencias pero que se dejó querer después de todo porque el pobre hombre creyó en ella más allá de su inmovilidad gelatinosa y vio que sus palabras estaban adobadas en una dulzura sin par.

Los hijos llegaron sin que casi nadie se diese cuenta, puesto que su gordura crónica no reveló indicio alguno de embarazo. Fueron años de limitada felicidad, todos rondando el templo, sala de hospital y cárcel en que se convirtió su encierro obligatorio con visos de perpetuidad. Aún así, ella no olvidó su estirpe de mujer y se emocionaba con los sencillos poemas que le regalaba su marido o con alguna suave melodía que la trasladaba de pronto a una región fantástica en la que ella podía desplazarse con la agilidad de una sílfide.

Surgió la esperanza, una operación que le devolviera el aspecto de un simple ser humano y no un alma buena inscrita en un mar de adiposidades. Lloró de tan sólo imaginar que por fin volvería a desplazarse con sus propias piernas para recorrer el entorno adorado de su hogar, tan vedado para sus pasos como para sus sueños.

Soñó, lloró alzando su ojos al techo plagado de suciedad de moscas, avizorando en ese improvisado telón, la escena de un final feliz. Su corazón latía gozoso pese a estar ya casi asfixiado en su cavidad y la mujer hasta se atrevió a entonar un himno de amor con su voz entrecortada.

Todo no fue sino una ilusión que cayó inerme sobre las cobijas. A la mañana siguiente la encontraron muerta como un penoso cetáceo en su camastro reforzado. Nada en dicha imagen era sublime, sólo una sonrisa tenue dibujada entre sus mofletes.

Construyeron un féretro de dimensiones absurdas para depositar su voluminoso cadáver, en el cabían fácilmente los sueños y esperanzas de cien cristianos normales, pero su enorme cuerpo acaparó cada trecho sin que su alma cupiera en algún rinconcito siquiera. Más tarde, un montacargas izó la urna para colocarla sobre la carroza y esta continuó su marcha hacia el cementerio con la cautela del que teme un pavoroso accidente.

La fosa, de dimensiones promedio, debió ser ensanchada a matacaballos mientras los deudos lloriqueaban y se abrazaban, sintiéndose los desdichados protagonistas de una obra desquiciada. Cuando el enorme ataúd estuvo por fin en su lecho final, todos creyeron escuchar un largo suspiro que no debe haber sido otra cosa que esa alma sublime, liberada por fin de un cuerpo que no le pertenecía y que ahora vagaría por varias eternidades antes que alguien le explicara el porque Dios hace así las cosas…














Texto agregado el 13-04-2013, y leído por 241 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
13-04-2013 Me recordaste una pelicula donde una mujer con las características descritas, decide que al morir quemen la casa, para no ser parte de un circo, allí fue su tumba. muy reflexivo tu texto amigo, me gusto. Cinco aullidos yar
 
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