Queridos amigos, les comunico que un querido tío acaba de fallecer, vivió lo que quiso y el verbo pecar no tuvo misterios para él. Creímos que cuando enviudó a los 80 años iba a ser doloroso, pero al parecer floreció aún más. A mí me dejó de herencia un escrito que se los pasaré al costo. A sus hijos, mis primos, después les platicó que les dejo.
La vida y su aprendizaje
“Viaje de partida, que me dio la vida…”
María Marta Serra Lima
Querido sobrino por atención a lo que sigue:
A los 9 años aprendí que mi profesora sólo me preguntaba cuando yo no sabía la respuesta.
A los 10, aprendí que era posible estar enamorado de cuatro niñas al mismo tiempo.
A los 12, aprendí que si tenía problemas en la escuela, iban a ser más grandes en casa.
A los 13, aprendí que cuando mi cuarto quedaba del modo que yo quería, mi mamá me mandaba a ordenarlo.
A los 15, aprendí que no debía descargar mis frustraciones en mi hermano menor, porque las frustraciones de mi papá, eran mayores y su mano más pesada.
A los 20, aprendí que los grandes problemas siempre empiezan pequeños.
A los 25, aprendí que nunca debía elogiar la comida de mamá cuando estaba comiendo algo preparado por mi esposa.
A los 27, aprendí que el título obtenido no era la meta soñada.
A los 30, aprendí que cuando mi esposa y yo teníamos una noche sin los niños, pasábamos la mayor parte del tiempo hablando de ellos.
A los 33, aprendí que a las mujeres les gusta recibir flores, especialmente sin ningún motivo.
A los 34, aprendí a que no se cometen muchos errores con la boca cerrada.
A los 38, aprendí que siempre que estoy viajando, quisiera estar en casa; y siempre que estoy en casa me gustaría estar viajando.
A los 39, aprendí que puedes saber que tu esposa te ama cuando quedan dos galletas y ella elige la más chiquita.
(Recuerda sobrino que la vida no se mide por los descansos que tomamos, sino por los momentos que te roban el aliento. Ejemplo: cuando nos sorprendió el marido de mi secretaria en la oficina. ¡Qué bochorno! Lo malo es que perdí una eficiente secretaria.)
A los 42, aprendí que si estás llevando una vida sin fracasos, no estás corriendo adecuadamente la existencia.
A los 44, aprendí que puedes hacer que alguien disfrute el día con sólo enviarle un mensaje.
A los 47, aprendí que niños y abuelos son aliados naturales.
A los 55, aprendí que es absolutamente imposible tomar vacaciones sin engordar 5 kilos.
A los 63, aprendí que es razonable disfrutar del éxito, pero que no se debe confiar demasiado en él. Y que no puedo cambiar lo que pasó, pero puedo dejarlo atrás.
A los 64, aprendí que la mayoría de las cosas por las cuáles me he preocupado nunca sucederán.
A los 67, aprendí que si esperas a jubilarte para disfrutar de la vida, esperaste demasiado tiempo.
A los 72, aprendí que si las cosas van mal, yo no tengo que ir con ellas.
A los 76, aprendí que envejecer era importante.
A los 91, aprendí que amé menos de lo que hubiera debido.
A los 92, aprendí que todavía tengo mucho por aprender.
Después de muerto, aprendí que hice bien en disfrutar de mi dinero, a la dimensión desconocida no se lleva uno nada. A mis hijos para que se eduquen les dejo la obligación de pagar: mi entierro con sus respetivas misas, el intestado, las dos suculentas hipotecas de mi elegante casa (ya era necesario morirse pues se me había acabado el dinero que me dieron y que me permitió vivir a todo tren), las letras de mis dos carros de súper lujo, además de otras cuentecillas que ya irán saliendo.
Nota importante: mi tío me dictó el anterior párrafo en el sueño que tuve cuando me quedé dormido, después de libar alegremente con los deudos dos botellas de tequila en el velorio del tío. |