¡ QUE HUBO CHEEE ¡
En un verano de 1950 a las 12:45 del medio día, el sol desplegaba sus rayos perpendicularmente por todo el playón, soplaba una brisa tenue que alcanzaba a levantar el polvo del suelo erosionado del antiguo Camino Real que comunicaba las poblaciones de Chinú y Sahagún, carretera maltratada por el paso de las chivas que transportaban a los pocos viajeros intermunicipales que desafiaban la inclemencia del clima y el mal estado de los caminos, amparados por la pericia de los conductores, que hábilmente esquivaban los huecos profundos ocasionados por las huellas de las pezuñas del ganado, arreados desde la ciénaga de San Marcos y la sabana Cordobesa, con rumbo hacia la ciudad de Medellín y que tenían paso obligado por la llamada ciudad cultural del departamento de Córdoba, Sahagún; más exactamente lo que hoy en día se conoce como la Plaza del Centenario; fue precisamente en ese sector en donde el comercio pujaba para la época, era la entrada al pueblo a través de una larga y polvorienta calle que terminaba en los corrales del gobierno, en donde pernoctaba el ganado a la espera del alba para continuar con su agotador recorrido hacia las montañas antioqueñas, era un oasis lleno de jolgorio en donde se improvisó la primera terminal de transporte y en donde se levantaron negocios reconocidos entre los que se destacaba una rústica edificación ubicada en la esquina principal, elaborada con techos de palma y paredes de bahareque, cubiertas con una mezcla pisoteada de arena y estiércol de ganado curada con un gran chorro de keroseno; en la que ofrecía sus servicios el mítico Bar el “Tropezón”; lugar de regocijo y distracción, en donde los parroquianos se desestresaban jugando un chico de billar, una partida de arrancón o dominoes, o simplemente ingiriendo un par de cervezas negras o degustando una botella de ron blanco o de ñeque.
12:46 del medio día, en la entrada principal del bar el Tropezón, una figura longilinea, asoma su cabeza y con su mano sobre la frente, en forma de visera para protegerse del sol, eleva y proyecta su mirada hasta el final de la calle, más exactamente en donde el cielo parece tocar a la tierra, divisando una nube de polvo, la que lo hace exclamar….. ¡ ya viene la chiva de Sincelejo ¡, al unísono los que departían al interior del bar entre ellos vendedores de raspao, rosquitas, guarapo, chicha de maíz, buñuelos, empanadas, y todos aquellos que de una u otra forma esperaban ese momento; desgarraron un grito de “guapirreo”, …..guiiipppiiitiiiii….grito que también utilizan en las faenas diarias de sus labores en el campo y ganadería o cuando se animan a bailar un porro bien jalao. Y efectivamente, haciendo el quite a los innumerables huecos que presenta el camino, se escucha cada vez más cerca el traquetear de la carrocería de madera del vehículo de pasajeros denominado Chiva, en el cuál se asoman por cada ventanilla los pasajeros, deseosos de llegar a la terminal, para estirar los huesos, descansar las posaderas y refrescarse con un guarapo de panela, una chicha de maíz o un “fresco” de leche batido a puro pulso con un toque de nuez moscada, o en el mejor de los casos deleitarse con una cerveza negra en el bar el Tropezón.
Todo era fiesta, la chiva se estaciona bajo un mítico árbol frondoso llamado “Copé” que se erguía triunfante al inicio del camino, con una generosa sombra capaz de arropar y refrescar a todo ese tumulto que se generaba alrededor del automotor bendito. En él llegaban los hijos de las familias que tenía la posibilidad de enviarlos a estudiar el bachillerato o alguna carrera universitaria a Sincelejo, Cartagena o Barranquilla. Apellidos ilustres como Elías, Flórez, Brún, Filó, Bula, Nader, Dumar, Sagre, Mercado, Aldana y otros. También llegaban los ganaderos a realizar negocios de compra y venta de ganado y todos los comerciantes de ropa, telas y accesorios conocidos como los turcos, los cuales fueron asentándose de a poco en la región y adoptando a Sahagún como su domicilio.
No se había visto tanto jolgorio desde las fiestas de toros del año pasado. _ La cuál realizaban precisamente en la plaza del Centenario y que luego tomaron el nombre de “corralejas”_. Pero entre todos los viajeros llamó la atención la figura redonda de un señor aproximadamente, entre 35 a 40 años, luciendo una resplandeciente calva producto de las protuberantes entradas en su frente, de tez morena y aspecto bonachón, cargando un viejo bolso de cuero lleno de cachivaches y herramientas en su mano derecha, y sobre su espalda una gran tula, confeccionada con tela de lona verde militar, rellena de lo que serían su ropa y objetos personales, amarrada fuertemente en la boca con un lazo de bejuco, enrollado a su vez en su mano izquierda. Miraba de un lado al otro, como en busca de algo o alguien que lo orientara o tal vez en busca de su futuro, su mirada reflejaba desesperanza y tristeza, parecía como si quisiera olvidar su pasado más reciente; en cada paso que daba se lograba percibir el sufrimiento silencioso que lo azotaba pero que quería disimular con una expresión alegre en su rostro, acompañada con gestos cordiales y educados al momento de saludar a las persona a su paso.
El alboroto entró en desesperación, cuando el ayudante de la chiva de un salto se arroja desde el techo del vehículo en donde estaba amarrando cuatro camas de lona, que un pasajero llevaba para transportarlas hasta la ciudad de Montería; y una nevera de palo que el señor Milciades enviaba a su hijo para que montara una cantina en el marco de las festividades del Cristo, que se llevaban a cabo en Ciénaga de Oro. Al momento de tocar el suelo, el envalentonado ayudante, con un grito que parecía de guerra decía; el que se quedóoooo, se quedoooooo; nos fuimos, nos fuimos, nos fuimos….Acto seguido los pasajeros que continuaban el viaje, abordaron desesperada mente entre abrazos y besos de despedida; mientras tanto, desde la otra orilla de la carretera, el señor calvo miraba impávido el partir de la chiva, indeciso si detenerla y abordarla para seguir con su viaje o dejarla ir y enfrentarse a su destino en este pueblo cuya primera impresión tocó la fibra más sensible de su ser… Llevándose a cabo lo segundo…
De nuevo hay tranquilidad en la plaza del Centenario, anteriormente llamada Plaza del Cristo o Playón del Ciego Felipe, cambiando de nombre por orden del gobierno central el 20 de julio de 1910, cuando se conmemoraban cien años de la independencia de Colombia, por lo menos eso explicó en su momento el señor Francisco Flórez Filó. La monotonía se apoderó del sector, el ambiente más alegre lo aportaba como siempre, el interior del Bar Tropezón, su propietario Don Nicolás Acosta, hombre temperamental y mujeriego; trataba de hacer funcionar una vieja radiola sacando al sol las baterías que hacían mover el mecanismo giratorio, con el fin de poder escuchar la música del maestro Juancho Polo Valencia, temas que hacían vibrar a sus clientes, induciéndolos a consumir cervezas y ron. Estando en esa labor, fue interrumpido por un golpe seco en el mostrador; al levantar su mirada pudo observar una mano morena y trajinada, extendida sobre la mesa levantándose ligeramente, dejando ver por debajo, una moneda de 5 centavos; acto seguido y con voz pausada se escucha una exclamación con acento argentino ¡ Que hubo cheeee ¡, vendéeeme una cerveeeza. Ante la novedad del acento y la presencia del forastero, al instante el local se sumió en un silencio sepulcral y todas las miradas recorrieron el cuerpo algo rechoncho del personaje. El ambiente se normalizó cuando Don Nico Acosta, con su acostumbrado sentido del humor replicó. ¡ajá, partía de corronchos, nunca han visto a un Argentino acolombianao ¡, refiriéndose al visitante. Acto seguido, todos retornaron a sus actividades lúdicas de azar y al consumo de sus bebidas.
A partir de ese momento, por ese encuentro fortuito, se inició una conversación que a la postre dio comienzo a una amista limpia y sincera entre el forastero y Don Nico Acosta.
Tomando la iniciativa como anfitrión Don Nico pregunta, mientras despacha la cerveza sobre el mostrador. ¿Coooomo se llamáiiiiis?, tratando de imitar el acento argentino utilizando un castellano antiguo, lo que le causó risa al visitante. Luego de disimular la gracia causada, responde con el mismo acento marcado. Me iiiiamo Ventuuura Pérez Praaado…. Durante la conversación que sostuvieron intermitentemente, debido a las ocupaciones de Don Nico por más de cuatro horas, pudo establecer que el señor Ventura efectivamente no era Argentino, era oriundo de Tacamocho – Bolivar, y que había habitado la mayor parte de su vida en Magangué, también comentó que era llantero de profesión, que fue propietario de una llantería muy próspera en las afueras de Magangué y que según él, abandonó por una pena amorosa, lo que lo obligó a dar tumbos por toda la costa, recorriendo ciudades como Barranquilla, Santa Marta, Cartagena y Sincelejo; sin encontrar estabilidad emocional por lo que decidió dirigirse hasta Montería, pero quedándose en Sahagún con el argumento de refrescar la mente.
Cuando la luz del día se ocultaba en el horizonte y se observaban los primero mechones y lámparas de keroseno encendidas, mientras los últimos clientes se retiraban; surgió la pregunta, que más bien era una propuesta por parte de Don Nico. ¿Donde va a dormir?, si quiere duerma aquí, en el bar. Don Nico dirigió su mirada hacia los rincones oscuros de la gran casa de bahareque, tratando de ubicar un par de banquillos de madera que él mismo había construido, con medidas de 60 cm de ancho por 1.80 cm de largo, para cumplir la doble función de brindar asidero a sus clientes y poder ser utilizados como cama para los borrachitos que perdían el conocimiento por excederse en el consumo de licor; Ventura le respondió.- Le agradezco, acercándose a la mesa de billar, mientras miraba y palpaba la superficie plana y dura cubierta con paño verde. Levantando su mirada para preguntar. ¿Puedo dormir aquí?, sorprendido Don Nico le dice. Usted es capaz de dormir sobre ese piso tan duro, refiriéndose a la superficie de la mesa de billar, la cuál era conformada por cuatro placas de mármol de 1.20 cm por 1.60 cm, con un espesor de 4 pulgadas, ensamblada en un aparejo de madera cubierto por láminas de fórmica, dándole un acabado elegante hasta las cuatro patas que la sostienen, el paño que recubre la superficie, tendido de manera perfecta hasta los bordes de la mesa que concluían en bandas alargadas de caucho macizo, sin presentar arrugas que puedan entorpecer el recorrido de las tres bolas de mármol, una de color rojo y dos blancas, que conforman el trió de cómplices para las mejores jugadas de carambola, elaboradas por los tahúres locales más representativos, entre ellos, Ney Tovío, Manuelito “el chino” Peralta, El “manocrán”, Antonio Feris “el Yussy” y todos los retadores que se acercaban de las ciudades cercanas como Planeta Rica, Montería, Chinú, Sincelejo y de toda la región, que venían a desafiar en apuestas a los jugadores Sahagunenses, protagonizando épicas batallas, que incluso demoraban hasta dos días seguidos sin dormir, hasta que uno de los protagonista quedara sin nada que apostar. Ventura, con voz pausada le responde. – Es el tipo de cama que me recomendó el doctor para aliviar el dolor de espaldas. – Paso seguido, Don Nico se acercó a la hamaca que colgaba en los dos horcones principales de la casona; sacó una de las dos cobijas que tenía y se la entregó a Ventura que ya se acomodaba sobre la mesa de billar colocando su equipaje de almohada, luego se enroscó dentro de su nido de amor, como él mismo llamaba a su hamaca, en la que dormía esquivando a su esposa con la excusa de que debía celar el bar, pero con la intención de dar rienda suelta a su condición de mujeriego. Acto seguido se despide de Ventura con un -hasta mañana argentino.-.
En la madrugada siguiente, como de costumbre a las 4:00 am, Don Nico Acosta despierta, dirigiendo su mirada hacia la mesa de billar, sorprendiéndose, ya que Ventura se había levantado, aseado y hasta se encontraba preparando el tinto. Buenos días, - lo saludó Ventura. – Usted sí que madruga, le respondió Don Nico, recibiéndole la taza de café tinto que le ofrecía Ventura, fueron interrumpidos por dos golpes propinados a la puerta trasera o puerta del corral, apresuradamente Don Nico se dispuso a abrirla diciendo, ya llegó la patrona… al momento de desplegar las dos hojas de zinc, enmarcados en listones de madera, ingresó sobre el umbral la diminuta figura de una mujer, saludando.- buenos días.-, Se trataba de la señora Carlota Montalvo, esposa de Don Nico, con quién tenía 8 hijos y quién todas las mañanas desde las 4:30 am, llegaba al bar para realizar las diferentes labores de aseo en compañía de sus dos hijos mayores Ubaldo y Pedro, quienes le hacían el relevo a Don Nico a la hora del almuerzo, único tiempo disponible para visitar su casa y dedicarle un poco a sus hijos menores y a su mujer. Doña carlota sostenía un atadijo envuelto en hojas de bijao, el cuál contenía el desayuno de Don Nico. Al darse cuenta de la presencia de Ventura, frunciendo su frente con extrañeza, pues las veces que encontraba a su marido acompañado a esa hora, había sido con mujeres. Preguntó. ¿Quién es ese señor?, mirándolo de pies a cabeza. .- es un forastero.- contestó Don Nico, sin más preámbulos, la pequeña mujer de 1.53 cm. de estatura, pero con un gran corazón y una inmensa tolerancia a todos los desdenes que su marido le ocasionaba, procedió a barrer la superficie de tierra compacta que conformaba el piso del gran salón, los dos muchachos de forma autómata, se dispusieron a realizar los quehaceres asignados, Ubaldo, el mayor de los hijos, sacaba agua del viejo tanque de cemento ubicado bajo el extremo más inclinado de un deteriorado canal de zinc, que amarrado de manera rústica recibía el borde del techo de palma de la parte trasera de la gran casa, ubicado así estratégicamente, para capturar el agua lluvia que se deslizaba por el techo durante los tremendos aguaceros que solían desatarse en la región, luego, baldeaba el agua sobre la superficie encementada rodeada por paredes de zinc que hacía las veces de orinal; el muchacho, conteniendo la respiración para evitar la hediondez, esparcía un líquido oloroso elaborado por la señora Carlota, compuesto por una mezcla de Creolina, keroseno, agua de rosas y el jugo de diez naranjas agrias, el cual se constituía en un poderoso desinfectante que inmunizaba y dejaba un olor agradable al improvisado baño.
Por otra parte, Pedro iniciaba su labor rutinaria aseando la mesa de billar, el ritual iniciaba con la limpieza de la superficie de paño, el joven se valía de un viejo cepillo puntiagudo, con celdas suaves que peinaban de un lado al otro cada uno de los rincones que conformaban el área de juego, levantando el polvillo que se generaba por el uso de la tiza azul que se aplicaba en los casquillos ubicados en el extremo más delgado de los tacos que con golpes certeros gobernaban el recorrido de las bolas en busca de elaborar las más complejas carambolas, producto del ingenio y destreza de los jugadores. Al poco rato las instalaciones del bar El Tropezón, lucía limpias y organizadas, solo faltaba el toque final, la rubrica de la señora Carlota, que consistía en hacer parches redondos en el piso de tierra, con un radio exacto de 40 cm, equivalentes a la envergadura de su brazo. Para la faena, era utilizado el último suspiro de una vieja escoba de palma de barbasco, la cuál era agarrada por el “moño” y girada magistralmente por la superficie humedecida previamente, para generar una pasta barrosa que al secarse, tomaba forma artística en cada circunferencia elaborada. Esta manifestación artesanal era tradición en todos los hogares que no poseían pisos encementados en sus viviendas.
Mientras su familia realizaba las labores de aseo, Don Nico desataba sobre el mostrador, el envuelto que le había traído su mujer para desayunar, haciéndole señas con sus ojos a Ventura para compartirlo. Al soltar el bulto y desplegar su contenido un agradable olor inundó el ambiente y quedaron al descubierto dos grandes porciones de carne salada, cocinadas al vapor, acompañadas con tres grandes trozos de yuca harinosa, un plátano amarillo y una gran taza de café con leche, preparación conocida como “Viuda de carne salada”, la que desapareció en poco tiempo debido a la gula de los comensales.
Don Nico se dirigió a la puerta principal del bar, diciendo “Dios, en tus manos encomiendo éste día”, quitando la tranca de madera que aseguraba la entrada de extremo a extremo, mientras sus hijos se encargaban de las dos puertas laterales. En la calle ya se escuchaba el murmullo de los transeúntes y la actividad de los diferentes negocios de ventas de fritos, mesas exhibiendo bandejas copadas con empanadas, patacones, caramañolas y papas rellenas; una de las más surtidas era la que colocaban en la esquina del bar, cuyo propietario era Abel, más conocido como el “Bollo Jimbo”, también se podía ver una caseta bien adornada con frutas como mango, guanábana, Zapotes, nísperos, bananos, naranja, al lado de las frutas se observaba una pirámide perfecta, construida con panes en forma redonda llamados “galletas polvorosas”, con las que acompañaban las bebidas jugosas elaboradas por “el Viejo Urie”, dueño de la “fresquería”, que atentaba contra la tranquilidad del lugar, al encender el viejo motor de un generador de electricidad que utilizaba para poner a funcionar la licuadora y batidora utilizados para la elaboración de los jugos. Al lado se ubicaba María Madrid, en su mesa ofrecía un manjar de chicharrones, chuletas de cerdo, asaduras de cerdo fritas, acompañados con yuca o patacón. Al fondo de la calle se observaban tres laboriosas mujeres, Mercedes Arroyo, Juana Rojas y Alicia. Organizaban su puesto de trabajo, un pequeño restaurante bajo un techo improvisado al lado del árbol del “Copé”, colocaban una larga meza en donde ubicaban dos banquillos, uno a cada lado, capaz de albergar cómodamente sentados a 20 personas. Vendía desayunos y almuerzos, siendo su especialidad las sopas de mondongo. En la esquina contraria al bar, abría sus puertas Don Guillermo Vidal, conocido como Don “Guillo”, quién era propietario de una pequeña tienda de abarrotes, en donde se podía conseguir el Keroseno menudeado. Frente al negocio de Don Guillo, se erguía una de las edificaciones modernas de la población en donde habitaba la familia Zabaleta. Don Pedro, uno de los prestantes ganaderos, que a fuerza de tesón y organización había adquirido un significante progreso y su esposa, La Niña Eulalia, ofrecían los productos de su finca, leche, huevos criollos, y el mejor suero y queso de la región. Dentro de todo ese bullicio, caminaban los feligreses que se apresuraban para asistir a la misa de 7:00 am, temerosos de llegar tarde, ya que el Padre Narváez deslucía en plena misa a los que llegaran después del inicio. Ventura, sentado en un taburete recostado a un lado de la puerta principal del bar, dejaba perder la mirada en la lejanía, siguiendo el recorrido del callejón ubicado detrás de la plaza, que conducía hacia la zona de tolerancia, en donde se destacaban los burdeles de Bertha Domínguez, La Chefo y la atracción del momento, El Nuevo Crisol.
Durante ese letargo, ventura trataba de organizar su futuro, decidía si partir hacia otros rumbos o quedarse al menos unos días disfrutando de aquel remanso de paz, para luego continuar con la vida de nómada y andariego que llevaba hasta el momento. Sus ojos redondos brillaron, cuando divisó en la otra acera, el andar cansino de Don Toño Flórez, quién debido a la poliomielitis, arrastraba su pierna derecha, por lo que a diario se desplazaba en bicicleta, pero ésta vez llevaba la bicicleta a su lado, impulsándola forzosamente, pues su llanta delantera estaba pinchada; Ventura saltó del taburete y con un silbido, llamó la atención del anciano, luego con un grito se dirigió a él …oiga, señor…. ¿Qué tiene la bicicleta?, Don Toño le respondió, no ve que está espichada, luego hizo una breve narración de lo sucedido, dijo que venía por el camino del matadero y no se dio cuenta que habían tirado en la acera unas ramas de limoncillo sobre las que pasó en su bicicleta y no pudo esquivar; teniendo como consecuencia el pinchazo de la llanta delantera a causa de las largas espinas que tiene este árbol en su tallo. Y lo peor de todo,….dijo Don Toño….tengo que llegar hasta la invasión del 16 de julio donde Lito Polo, y enseguida exclamó, ¡pueblo tan grande y nada mas tiene un llantero y para remate tan lejos…¡ Ventura abrió sus diminutos ojos, dibujando una expresión de satisfacción en su rostro al escuchar ese comentario… Yo le arreglo la bicicleta, le dijo a Don toño, y tomando el control del vehículo lo acercó hasta la acera del bar, acto seguido se dirigió al interior de éste, sacó el viejo bolso de cuero en donde guardaba sus herramientas, fue sacando uno a uno sus implementos, una pinza, una llave inglesa, una vieja plancha para calentar al carbón, una prensa artesanal, construida sobre una base de madera y con un mecanismo de presión construido con un caucho de neumático el cuál se retorcía con un pedazo de varilla en forma de torniquete, presionando la vieja plancha previamente calentada al carbón ardiendo, hasta alcanzar el ajuste sobre la superficie afectada del neumático, derritiendo el parche de caucho colocado de manera minuciosa entre la plancha y la zona perforada evitando el contacto directo con un pedazo de cartón para sellar el orificio ocasionado por el pinchazo, solucionando así el inconveniente presentado.
Al acabar el procedimiento artesanal, Don Toño, revisó de manera minuciosa el trabajo realizado por Ventura, afirmando que en su vida había visto un parche tan perfecto como el que estaba mirando. Enseguida el lugar se llenó de curiosos reafirmando lo dicho por Don Toño lo que fué la carta de presentación de un prospero negocio para Ventura. Don Nico Acosta viendo el alboroto se acercó a Ventura y le dijo, …Bueno che, ya te quedaste en Sahagún, enseguida comenzaron a diseñar un mesón en las afueras del bar, colocando un techo de zinc, con materiales que le habían quedado a Don Nico de un Palco que construyó en la última fiesta de toros realizada en la plaza del centenario. Al día siguiente, desde muy temprano Ventura comenzó a atender a su nueva clientela, desvaraba desde carretas, bicicletas, y las primeras motos y carros que llegaban al pueblo, su fama se fue extendiendo por los caseríos de ranchería, la Ye, La Burra, La Sabanita, Tembladera, Arroyo Hondo, Las llanadas, Arenas del Norte, El Retiro y todos cuando se enteraban que en Sahagún estaba el mejor llantero de la región. La prosperidad de su negocio, coincidía con la del bar, por eso Don Nico y ventura obtenían ganancias que despilfarraban en parrandas, burdeles y mujeres, volviéndose una constante durante mucho tiempo, por lo que Ventura jamás se organizó siguiendo su vida de soltero y don Nico la suya como mujeriego, hasta que con el tiempo deterioraron su salud y en el caso de Don Nico, enfermando gravemente por problemas de colesterol e hipertensión lo que a la postre le ocasionó la muerte.
Ante éste suceso Ventura nuevamente enfrentó su soledad, al perder al gran amigo que había encontrado, descuidó su negocio, se entregó al alcohol, pero luego poco a poco fue superando su pena, encerrándose en sus recuerdos y viviendo los días sin apresuramiento, haciendo lo necesario para subsistir. Por la muerte de Don Nico, Ubaldo su hijo mayor se hizo cargo del bar y de Ventura por petición de su padre antes de morir, poco tiempo después y debido a las deudas dejadas por su padre, Ubaldo entrega el local en donde funcionaba el bar, trasladándolo a un solar que dejó de herencia Don Nico, ubicado al lado de su residencia, en donde realizaban las denominadas casetas o berbenas de carnaval, en la que se destacó la de Sahagún 70, era un patio amplio en el que Ubaldo levantó una edificación un poco más moderna y adquirió dos mesas de buchacara, que junto con la mesa de billar, conformaron un trío cómplice de las noches de diversión de los Sahagunenses, en este lugar acondicionó un cuarto para Ventura y por su puesto su mesón de trabajo, en su nuevo hogar Ventura aunque se notaba cansado y envejecido, inició una etapa más en su vida, su personalidad cambió, se convirtió en un anciano juguetón, risueño y enamorado de todas las jovencitas que pasaban por el frente del bar, a quienes piropeaba con decencia, elegancia y respeto, el bar fue pasando de generación en generación por la familia Acosta, Ventura vivió todas las etapas y administraciones, la de los hermanos Ubaldo, Robinson y Héctor “El pupy”, y la de los hijos de Ubaldo; Osvaldo “El Marraño” y Arnaldo “El Chencho”. Estando bajo la administración de “El Chencho”, ventura, aunque ya era un anciano gozaba de buena salud, tenía una vitalidad envidiable, tanto así que todos sus contemporáneos que osaban decir en una borrachera o en su sano juicio que Ventura se moría primero que ellos, sucedía lo contrario, por lo que tomó fuerza una frase “no digas que se murió Ventura, porque te mueres tú primero”.
Los días pasaban normalmente, Ventura se dedicaba a su oficio, aunque ya con pocos clientes y con la particularidad de que el trabajo era realizado por el mismo propietario de la bicicleta por lo que muchos de los muchachos del barrio, aprendieron a poner un parche utilizando las herramientas de Ventura, era agradable hablar con él, siempre tenía una historia que contar, una anécdota que referir, aunque a veces se dudaba de si era verdad o producto de la inventiva y de la capacidad de narración que tenía el viejo.
Un día de diciembre de 1987, frente al bar un grupo de muchachos jugaban un partido de futbol con porterías improvisadas, uno de ellos pateo la bola de trapo con que jugaban con tal fuerza que la envió al final de la calle sobre la esquina de la avenida principal, el más pequeño corrió a buscar la bola, cuando se agachó a recogerla pudo ver los pies morenos de una dama, calzando unos elegantes zapatos dorados, fue subiendo su mirada recorriendo las delgadas extremidades inferiores cubiertas desde los tobillos por una falda blanca de pliegues, ajustada a la cintura por un grueso fajón dorado, al tratar de mirar la cara de la mujer, el sol encandiló sus ojos por lo que el niño tuvo que bajar nuevamente la mirada y levantarse casi enceguecido, estando en ese letargo escuchó la voz cancina de una anciana preguntándole, - mijo, ¿tu sabes en donde vive el señor Ventura?.. el muchacho frotándose los ojos con sus muñecas, pues tenía sus manos impregnadas de arena le respondió, ..- el vive allá, en el bar. Seguidamente la anciana con un ligero movimiento de cabeza hizo el llamado a un grupo de personas que la esperaban en la esquina y se dirigieron hacia el lugar señalado por el niño. La extraña mujer era acompañada por una joven pareja y sus tres hijos varones, cada uno de ellos lucían el uniforme del equipo de futbol “Junior” de la ciudad de Barranquilla, llegaron al umbral de la puerta del bar, ventura como de costumbre, reposaba en un viejo taburete recostado en uno de los horcones, la anciana al divisar la figura rechoncha de ventura inmediatamente cambió la expresión de sufrimiento de su rostro, el que se iluminó y dibujó una gran sonrisa que sorprendió a sus acompañantes, acto seguido se dirigió con paso firme y veloz hacia donde se encontraba el viejo que desconcertado recibió el más tierno abrazo que no había recibido durante muchos años, el cual se extendió por varios minutos y dio a entender la relación familiar entre sus protagonistas, no fue difícil deducir que se trataba de una hermana de ventura, puesto que tenían un parecido sorprendente y luego fue ratificado por sus familiares.
La señora Alicia, así se llamaba la anciana, pasó todo el día sentada al lado de Ventura, se encerraron en una charla que parecía no tener fin, comentaron sus vidas, las de sus familiares y todo aquello que pueden contar dos personas que no se han visto durante más de 40 años.
Nadie supo cómo se enteró la señora Alicia de que Ventura estaba en Sahagún, pero lo encontró y pudo expresar la satisfacción de haber cumplido con una promesa.
La visita solo fue por ese día, la señora Alicia retornó a su natal Barranquilla, con la promesa de que volvería muy pronto. Ventura, a partir de aquel encuentro, empezó a desvariar, hablaba y reía solo, su capacidad cognitiva fue mermando, reclamaba la visita de su hermana, su comportamiento empezó a tornarse malcriado y agresivo, hasta el punto de presentar sintomatologías esquizofrénicas, llevándolo a un estado incontrolable.
Esta situación preocupó mucho a la familia Acosta que en una sabia decisión, envió a Ventura acompañado por “El Chencho” hasta la ciudad de Barranquilla para que visitara a su hermana. Ventura fue recibido muy cálidamente por su familia, la señora Alicia lo abrazó a su llegada y pidió que lo dejaran por una temporada, que ella más adelante lo acompañaría a su regreso a Sahagún.
A partir de ese día, se perdió todo contacto con Ventura, no se supo más de su vida hasta por tres años cuando el Doctor Balmaceda, quién adelantaba sus estudios de medicina en la ciudad de Barranquilla, manifestó que en cumplimiento de sus prácticas médicas visitó un hogar geriátrico en donde pudo reconocer a Ventura como uno de los pacientes, el Dr. Balmaceda confirmó que gozaba de buena salud y que aún su lucidez estaba intacta.
Fue la última noticia que se tuvo de aquel personaje que habitó por mucho tiempo en el bar tropezón. Pero nadie aún se ha atrevido a confirmar su muerte, quizás por temor a la célebre frase “no digas que se murió Ventura, porque te mueres tú primero”.
Con el pasar de los años los reclamos de los vecinos debido a las riñas y vulgaridades que se generaban al interior del bar, éste cerró sus puertas, el gran local funciona actualmente como un parqueadero, custodiado y administrado por Wiliam Tobío “El Barraco”, quién por la escases de empleo en Sahagún tuvo la iniciativa de montar éste negocio con excelentes resultados, admitiendo que al principio fue difícil, ya que por las noches escuchaba ruidos y pasos que recorrían todo el lugar, pero se fue acostumbrando hasta el punto de soportar todas las noches el retumbar de voz de Ventura diciendo “ Que huboooo, Cheeeee.”. |