“PUEBLO CHICO, INFIERNO GRANDE”
En un pueblo chico, Mirta se ganaba algunos pesos colocando inyecciones que sumaba a la pensión de su esposo enfermo. Había aprendido ese oficio por él que padecía diabetes. Y aunque era un matrimonio joven no habían podido tener hijos. En el mismo pueblo chico, Martín, huérfano de padre y madre, había sido criado por su tía. Con la secundaria terminada hacía dos años que no conseguía empleo. El viejo cura del pueblo había prometido entregarle una carta de recomendación, aunque lamentablemente falleció antes que llegara a sus propias manos. Mirta y Martín no tenían nada en común, hasta aquel día en que concurrieron a la Iglesia y les tocó sentarse juntos. La misa esa mañana estrenaría un cura nuevo, el Padre Andrés y los feligreses estaban ansiosos por conocerlo. Hacía tiempo que sentían la necesidad de un cambio con ideas renovadoras y atrayentes. Con la mentalidad de un padre joven. Terminada la misa, todos salieron satisfechos por su sensible personalidad, además de impresionar carismático y muy convincente en sus sermones. Y demasiado buen mozo para ser cura, coincidían las deseosas. Estos dos también se llevaron la misma impresión, y comenzarían a visitar la Iglesia más frecuentemente. Digamos ya que Mirta se enamoró de este Padre. Lo supo cuando absurdos y secretos celos comenzaron a golpearle el pecho. Ver a Miguel hablar con él de esa postergada carta, le producía una comezón de envidia por no tener el también un buen pretexto para acercársele como ese chico. Y cuando aún no sabía cómo encontraría uno igual, se conformaba con solo escuchar su voz en cada misa, reprimiendo ese prohibido sentimiento entre sus manos apretadas y sudorosas. Pero llegó el día en que desde su banco viera que en el confesionario mismo Martín recibía de manos de él esa tan esperada carta de presentación . Curiosamente esta no sería la única visita, le sucedieron varias más “–Demasiadas confesiones para un muchacho tan joven” -Pensó Mirta, cuando ya un inusual intercambio de notas armaba un sugestivo vínculo entre los dos. Este comportamiento se prolongó por un tiempo observado celosamente por ella, hasta confirmar su sospecha, cuando vio cómo por detrás de la cortina algo corrida, sus manos se tocaron sutilmente a través del entramado del confesionario. Con el corazón palpitando en la palma de su mano y con náuseas desde el estómago salió de la Iglesia como para no volver nunca más. Una mezcla de sorpresa e indignación aceleró sus pasos hasta su casa.
La salud de su esposo empeoraba y trató de alejar los pensamientos dedicándose de ahí en más a su cuidado pleno. Pero un día quedó helada cuando Martín llamó a su puerta. Su tía se había enfermado y necesitaba de ella que la atendiera en esas horas en que él estaba trabajando en su reciente empleo. En estos días Mirta tuvo la irresistible oportunidad de entrar a su cuarto, y allí encontró varias de esas cartas guardadas en la mesita de luz, y se quedó con dos de ellas. Había jurado no entrar más a una Iglesia pero ahora tenía un motivo muy especial, extremadamente personal. Ingresó al despacho del Padre Andrés sin anunciarse y tras de sí cerró la puerta con llave. En ese recinto, ante esta sorpresiva irrupción digamos que poco había para hablar.¿Pues, qué podrían decirse ellos dos solos con esas cartas sobre la mesa ? Nada de nada. Ni siquiera de alguna intención de hacerlas públicas a cambio de algo, ya podía sobreentenderse. Tampoco Andrés dijo que no debía, o no quería, pero ¿Qué hombre no demostraría ser hombre frente a una mujer ya desnuda? Nada se debía hablar, simplemente lo hizo y al salir ella se llevó la llave, porque no sería la primera y la última vez ... Aunque tanto va el cántaro a la fuente que al final se rompe. Alguien había descubierto esos furtivos encuentros e informó al obispo. Estudiado el caso este consideró conveniente el alejamiento de este Padre de esa Diócesis. Pasaría un tiempo recluido en un convento en un lugar no revelado; Y el viejo párroco Nicolás lo reemplazaría. En el pueblo nadie supo el motivo de su relevo, se adujo simples razones administrativas. Fuera de la Iglesia y ella, sólo Martín sabía la verdad, aún recibía noticias de él. Cartas de amor platónico, cartas que no respondería por desconocer la dirección del lugar de su exilio. Y tratar de averiguarla significaba exponerse inútilmente para empeorar las cosas. Mirta también sufría su gran ausencia, cuando además se martirizaba pensando que era la única responsable de lo ocurrido. Pero necesitaba imperiosamente comunicarse con él, y recurrió a su reemplazante Padre Nicolás. “–Hola Padre, aunque sé que no soy bienvenida, estoy aquí por una razón muy importante; mi marido ha fallecido hace poco y no encuentro consuelo. El Padre Andrés me ayudó mucho durante su enfermedad. Estoy arrepentida por lo que pasó y necesito hablar con él.- -Dígame Ud Padre qué debo hacer.” “-Hija, siento mucho lo de tu esposo y estoy seguro que al padre Andrés también, pero no puedo hacer nada, esta cumpliendo un retiro espiritual y no debe ser molestado por nada del mundo. Vos sabés el daño que le has causado, también a esta casa. No puedo transgredir las normas, te pido disculpas y que no insistas.-“ “-Padre es muy importante para mí, por favor, tal vez pueda hacer algo”- Después de un largo silencio contestó; “ Mira; en pocos días debo visitarlo, si me dejás una nota en un sobre cerrado puedo entregárselo. Es todo lo que puedo hacer y por única vez, ¿De acuerdo?” Mirta regresa al otro día con la carta. “-Padre, aquí tiene, solo le pido el último favor; Dígale que necesito que me conteste urgente” “–Lo haré, aunque no te aseguro su respuesta.”Apenas Mirta llegó a la calle, el Padre tomó el sobre y sin intentar leerla la acercó a una vela encendida, y la mantuvo hasta que se hizo cenizas.
Pasaron dos meses, Martín seguía recibiendo las cartas incontestables y asistiendo a las misas. Mirta no podía asomarse siquiera, pero todavía guardaba esperanzas de recibir alguna de él, pero fue demasiado el tiempo el que pasaba. La última vez que entró a la Iglesia a preguntar infructuosamente por Andrés, pero solo fue una excusa, con la llave que aún conservaba abrió y se encerró en su despacho vacío. Sentada en el sillón evocó los momentos vividos con él en ese lugar, y se dejó morir con una fuerte dosis de insulina y un embarazo de tres meses en su vientre.
El Padre Nicolás debió dar aviso a sus familiares y a la policía, ante ellos fingió desconocer el motivo, el por qué en la Iglesia y en ese lugar. Y ya sin más motivos a la vista, al poco tiempo anunció a sus feligreses la fecha en que el Padre Andrés regresaría a esa casa de Dios. Martín que no se perdía ninguna misa se alegró mucho más que cualquiera, tenía sus expectativas personales muy bien guardadas. Al siguiente regresó con una carta para que este Padre Nicolás se la entregara a Andrés apenas el llegara. Esta vez sabiendo que el propio Padre Andrés desconocía el suicidio de aquella mujer (se lo callarían hasta que se enterara solo) y que el pecado había muerto también, tampoco era para cosa dejar pasar nada porque tanto podía ser una carta de este ferviente seguidor, como una carta póstuma de ella, y la leyó sin escrúpulos, y decía:
“-Querido Padre Andrés estoy muy contento que nuevamente estará entre nosotros. Usted me ayudó en momentos decisivos de mi vida, gracias a su recomendación hoy tengo trabajo. Nunca me alejé de la Iglesia y se que estoy por el buen camino del señor, aquí conocí a mi novia que es catequista y pronto nos casaremos. Sería muy feliz si ese día usted nos uniera en el Santo Matrimonio”.
Lo recuerda con cariño, Martín.
Esa mañana de domingo la misa sería esplendorosa, tan especial para recibir nuevamente al tan querido y tan amado Padre Andrés. El mismo Padre Nicolás se encargaría de hacer sonar las campanas a los cuatro vientos. Como nunca. Y como nunca esta vez le resultaba algo pesadas y apagadas de sonidos, y subió a ver que pasaban con ellas. Así no podrían, el cuerpo de este Andrés se oponía. Sin vida, igual que esas mudas campanas pendía sobre el vacío. En el suelo una nota decía: “Si la iglesia no acepta un cuerpo profanado como el mío, yo tampoco podré con un alma destrozada por quien sólo toqué sus dedos. Y sin cuerpo y sin alma no podré soportar este infierno que me espera.”
Desconcertado y sin entender nada el Padre quemó ese papel. Y las cenizas de esa confesión se esparcieron con el viento, cayendo luego imperceptiblemente sobre las cabezas de los fieles que entraban recién por la puerta principal. Todos eufóricos de alma, contentos y ansiosos por ver y escuchar nuevamente a ese Padre joven, tan carismático y tan lleno de nuevas ideas para todos los que se le acercaran en nombre de la fe.
|