Existen ocasiones en las cuales pareciéramos estar escribiendo sobre líneas ya trazadas en el papel. Ello, porque la temática ya pareciera haber sido escrita en multitud de ocasiones por otras personas, dejando huellas indelebles que sólo se deben recorrer, incluso a ojos cerrados, reviviendo el argumento plasmados una y mil veces.
La anciana, viuda y con hijos que abandonaron el redil hace una multitud de años, se afana en escuchar los sonidos que se producen en las inmediaciones de su vivienda. No se preocupa de los triviales ruidos de la vecindad, sino de los pasos que se aproximan y que parecieran querer desembocar en la puerta de su casa. Pero no es así y los pasos continúan hacia destinos que no son los que ella desea. Pues bien, padeciendo de una incipiente sordera, escucha más con el corazón y el instinto, con la avidez propia del que aguarda un acontecimiento importante.
Vive en permanente descorazonamiento, sufriendo de una soledad fría y pegajosa, tan parecida a esos virus que la tumban a la cama de vez en cuando. Ella quisiera que ese silencio que la ensordece, ya que se adhiere a los latidos de su corazón, fuera roto de improviso con la llegada de uno de sus hijos. Le bastaría con verlos, olerlos, sentirse aferrada a esos seres que ella concibió y que ahora navegan por aguas tan distantes. Después de eso, que se alejen una vez más, que la olviden para siempre, hasta que de nuevo la ansiedad le desgarre el corazón y de nuevo los requiera con toda la pasión de sus gastados años.
La pobre anciana marca con sus dedos temblorosos un número de teléfono que encontró entre sus papeles. Es de una de sus hijas, de la cual no sabe nada hace varios meses. El ring se repite hasta que pierde sentido. Nadie contesta. Es probable que su hija haya cambiado de número, vaya uno a saber.
Varios días más tarde, después de una sucesión de jornadas grises y noches febriles, alguien golpea a su puerta. Es un señor encorbatado que le sonríe con amabilidad mientras le ofrece “un producto sumamente beneficioso para usted”. La vieja, tan sola durante largo tiempo, le sonríe a su vez y le permite el paso. Más tarde, el hombre se va feliz, mientras ella amasa entre sus dedos aquel documento que la compromete a un pago mensual.
Doña Mireya, la única persona que la asiste, es una vecina suya que también tiene sus problemas. Cuando ella se entera del contrato aquel, pone el grito en el cielo:
-¡Pero señora Francisca! ¿Cómo se le ocurrió dejar pasar a ese tipo? Capaz que hubiera sido asaltada, que la hubieran muerto. Usted no entiende.
-Estoy tan sola, Mireyita que hablar con cualquiera es para mí una gran alegría.
-Claro, tremenda alegría que le descuenten de ahora en adelante un tercio de su sueldo por un servicio que nunca utilizará.
Con el compromiso de no abrirle la puerta de calle a ningún extraño, la pobre mujer ahora se siente más sola. En las noches, ya acostada, llora calladamente en su lecho, esperando en vano el ring del teléfono.
Así se pasaron los años. La mujer ya daba por perdido todo contacto con sus hijos. Hasta que un día cualquiera, apareció su hija mayor con una sonrisa en sus labios.
-¡Mamá querida! ¡Tanto tiempo! Tú no sabes que estuve mucho tiempo trabajando en Madrid. Que ahora estoy de vuelta en Santiago. Ahora, el motivo de mi visita es para verte, claro está y además, contarte que existe un lindo hogar de ancianos en las cercanías de mi casa. ¿No quisieras que te llevara para allá? Estaríamos a un paso y yo te visitaría una vez a la semana.
La anciana se negó rotundamente a abandonar su casa. –De acá me sacan muerta-reclamó. Fue la última vez que vio a su hija.
Un año después, la vieja falleció en los brazos de la señora Mireya. Ella se encargó de avisarle a la misma hija que la había visitado un poco antes, para que decidieran en donde sería sepultada. Asistieron sólo tres de sus cinco hijos. Los otros, se encontraban en el extranjero, en cargos muy importantes como para dejarlos de lado.
En el cementerio, los hijos se abrazaron y lloraron y los demás concurrentes se conmovieron con tal demostración de cariño y dolor.
Doña Mireya, en un rincón, filosofaba sobre la falsedad de la gente y se alegraba por la pobre anciana, que ya muerta, dejaría de sufrir por tanta ingratitud…
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