La noche que Vanísh desapareció sus familiares encontraron una nota en su escritorio que decía: “Desearía desaparecer de la vida de todos por un día.” La nota estaba escrita en un papel arrugado, con tinta de lapicero y muchos borrones; algunos rastros de lágrimas se alcanzaban a vislumbrar entre líneas y cada letra temblaba ante los ojos de la madre quien, sentada a la cama de Vanísh, se tapaba la boca mientras el señor Disappear le daba una fuerte patada al armario de la habitación.
-¡No puede ser verdad! –Exclamó la madre.
-¡Búsquenlo por toda la casa! –Mandó el padre.
A la voz de autoridad, la hermana mayor y el hermano menor de Vanísh salieron como centellas de la habitación de su hermano ausente. Atravesaron el umbral de la cocina, se internaron por un oscuro corredor y llegaron a la habitación de la hermana mayor, donde el closet los ocultaría y, en brazos unidos por el sueño que llegaría tarde o temprano, aguardarían hasta el otro día, hasta que la ira del padre menguara.
La voz del padre profiriendo insultos y golpeando cosas hacía retumbar en profundos ecos las habitaciones vacías. El llanto de la madre, aunque quedo, también se percibía en el aire, pero de forma más discreta. Ella sostenía un pañuelo ante sus ojos mientras repetía el nombre de su hijo desaparecido. Él, pateaba por última vez el armario, se llevaba las manos a la cabeza y cerraba fuertemente los ojos; al abrirlos, un libro pasó rozando su cara con tal fuerza que se estampó por unos segundos en el muro detrás de él.
-¿¡Pero qué mierda te pasa!?
-¡Todo esto es tu culpa, maldito infeliz, no debiste pegarle tan fuertemente ayer! ¡No debiste pegarme a mí tampoco! –Terminó por decir la mujer.
-¿Y ahora resulta que esto es mi culpa? ¡Desgraciada! ¡Eso se llama disciplina, y todos en esta jodida casa la necesitan! –Decía el señor Disappear mientras alzaba la mano.
-No te atrevas a abofetearme de nuevo, Roberto, te lo advierto…
-¿O si no qué? ¿Ah? ¿Qué harás? ¡Responde, desgraciada!
El sonido de la bofetada despertó a los niños que ya dormitaban en el closet. Las lágrimas comenzaron a manar de sus ojos y ambos comenzaron a sobar sus traseros magullados en el mismo instante que el reloj del cuarto cantaba la alarma de la media noche. “La medicina” –susurró ella, “No, quédate, ya no hay tiempo” –imploró él, a lo que ella cedió y nuevamente cerraron sus ojos en la oscuridad. Oyeron pasos que se dirigían a la cocina, el abrir y cerrar de la alacena, el agua correr desde el grifo y luego no oyeron nada, cayeron dormidos.
Los niños despertaron con la alarma de las nueve y se dirigieron, con paso de gato, hacia la cocina. Se aterraron al ver el cuerpo de su padre tirado en el suelo con espuma en la boca, los ojos en blanco y un gesto salido de películas de terror. Corrieron al cuarto de Vanísh mientras las lágrimas de la hermana caían sobre el rostro del hermano, abrieron la puerta de un empujón y un grito se les ahogó en la garganta: Su madre tenía el rostro a las espaldas, parecía un búho. Asustados, él y ella, corrieron de vuelta al closet, se abrazaron y repitiendo a grandes voces “nada pasó, nada pasó” escucharon la puerta principal abrirse y cerrarse, luego una voz retumbó en la casa: “¡Mamá, papá, soy yo, Vanísh, lamento haber huido anoche! Estoy bien, dormí en la casa de al lado”.
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