CUATRO AL CUADRADO
Hace algunos años la comuna montevideana adquirió una vieja y abandonada sala cinematográfica reciclándola en un sobrio y elegante recinto teatral. Lleva el nombre de un artista ya desaparecido, muy querido por los uruguayos.
Guitarrero él, cantor, locutor de radio, poeta muy fino y “decidor” de amor.
Su acento de noches largas, grave y entrañablemente nostálgico, se clavó como arpón en el espíritu atento de quienes ansiábamos escuchar aquella voz clandestina donde fuese: Ni antes, ni después, ni más allá: Ahí…en ese momento justo cuando más se precisó el calorcito de la solidaridad en estado denso y fuerte.
Su porte melancólico nos sigue representando genuinamente en la vidriera más distinguida de la riquísima canción popular latinoamericana.
Alfredo Zitarrosa.
Ayer concurrí a ese teatro sin saber muy bien que me depararía el destino.
De inicio y a telón bajo, durante veinte minutos de orgía para los sentidos me recibió la música de los Beatles, los del sello flequillo, los más tiernos.
La gente accedía a sala y sorprendida bajaba despacio el asiento, apagaba los celulares y ni siquiera se metía en la boca un caramelo de menta por miedo a que el estruje del celofán desviará las miradas de fastidio.
Desfachatados de “dieciséis” que con cuarenta y cuatro kilos dieron la vuelta al mundo en ochenta segundos y centésimas.
Las luces comenzaron a apagarse y con ellas el conjuro.
Una comparsa músico-culturosa de luenga fama, ciertamente estrafalaria, subía a escena una obra intitulada “Polvo de Estrellas”. La dirección de la comparsa y la autoría pertenece al popular “flaco” Esmoris, un “under “de aquéllos.
Diré brevemente que durante hora y media filosofan con exorbitancia de tribuna Marx, Torquemada, Descartes, Tomás Moro, Platón, Herodoto y algún otro “punto” más de biblioteca brava. El vestuario alucinante iba desde deconchadas trusas femeninas, sacones de marta, túnicas abiertas a la rodilla, hasta el atuendo ecléctico del conductor de un programa de preguntas y respuestas.
En fin.
La obra (o como se le llame) gira en torno a la idea o el misterio de un dios y las contradicciones, certezas, debilidades y/o fortalezas inherentes a esa abstracción que comulga con el individuo y su miedo estructural (a la libertad de pensar) desde el fondo de los tiempos.
A los discursos controversiales y la mímica extravagante de los doctos personajes ha de agregarse el batifondo de una murga uruguaya (ver Wikipedia) con batería, saxo y trombón incluido.
Esmoris representa un payaso chaplinesco, anoréxico, desmesuradamente triste, traje y corbata gris bien uruguaya. Acaricia blandamente la lustrosa calavera hamletiana, al tiempo que ruega mayor claridad (en su discurso) a los enfrentados en sus fantasías parnasianas; u séase que nos representaba a nosotros, mirá vos, los sufridos espectadores que nos movíamos incómodos en el asiento procurando desde las asentaderas, una explicación satisfactoria a ese ritmo de samba del pensamiento profundo, picarescamente enganchado en el anzuelo de los sábados nocturnos que acostumbra Montevideo.
“No soy triste- afirma nuestro reservado príncipe - , sólo lo aparento. Tengo gustos moderados y tomo leche en las comidas. Si eso es ser triste…bueno, soy triste…También me gustan las piernas de Tina Turner…perdón si lo consideran una zafaduría pero hago esta afirmación un tanto errática para expresar mi penetrante conectividad con el mundo. Si aún así me consideran un payaso triste, como buen demócrata aceptaré la opinión mayoritaria…”
Tras dos mesadas de aplausos convocadas ritualmente por la gente “fina” que concurre habitualmente al teatro, alguien prendió nuevamente las luces de sala y volvieron los
Beatles. Los aliviados espectadores se demoraban ostensiblemente en salir y recién comprendí que el autor se había propuesto un sueño de Submarino Amarillo, precedido y epilogado por los eternos muchachos de la Liverpool proletaria, tomados firmemente al pescante de su carroza atiborrada de paltas, sandías y hechizos.
De hecho el espectáculo concluía más allá del telón bajo. Eso era.
Pasado raya…no estuvo mal.
Guié mis pasos por “la 18 de Julio”… la misteriosa musiquita de cristal de nuestras quimeras rumorosas. La aristócrata indigna de velo corrido, que hace lo que quiere y dice lo que piensa en tanto se complace en acuñar historias inverosímiles y pregonar su fantástica juventud entre hitos memorables.
Yo la sigo amando como a un pullover apolillado del cual uno, pese a su estado deplorable se niega a desprenderse aunque más no sea para calentarse los juanetes en las noches de hielo.
Nuestra avenida principal tiene silencios y artimañas de jugador de ajedrez. El transeúnte camina absorto pensando en la próxima jugada genial. Como un lutier afanoso, perfecciona constantemente la versatilidad de su capacidad creativa incursa en infinitas expresiones de su prolífica voluntad de acción inmediata. No infrecuentemente la ansiedad lo conduce más allá de sus deseos primigenios y las imposibilidades prácticas cavan su fosa.
Suele ocurrir sin embargo que inusitadamente lo convoquen, sin intención ni propósito, imágenes breves, costuras metafísicas ligeramente deshilvanadas, incoherentes, difusas ¡qué se yo¡…pero hay un momento - ¡tac¡ - en que al tipo le asalta un pensamiento y ya no puede echarse atrás:
“…Ah, no… yo por esto cobro entrada”. Y se tira a la piscina.
El flaco Esmoris es así, un audaz al mango. Él es su profesión de actor y su orgullo mayor representarse fielmente en las cosas que hace, como en sus lejanos “dieciséis”.
Hace poco el” flaco” hizo una película en la que interpretaba a nuestro Artigas, un corajudo y talentoso caudillo de a caballo, domador, contrabandista y luego perseguidor de sus antiguos compinches. Mujeriego sin remedio y atropellador donde había que “roncar” fuerte. Su mayor pecado fue querer demasiado este pedazo de tierra oriental y enfrentarse al centralismo bonaerense que se la quería llevar toda. Al final los mediocres y muchas fuerzas coaligadas al servicio de la oligarquía lo traicionaron y tuvo que exiliarse pero no sin antes dejar bien clavada la pica de la libertad en la historia de mi tierrita.
Artigas es nuestro Padre, así con mayúscula.
Fue amado por el pueblo cuando todos lo denostaban y enarbolaban la “historia negra” que hasta hoy en alguna tienda de ultramarinos se enseña. Encarnó el federalismo de nuestras patrias como nadie en América y todas esas cosas.
El “flaco” Esmoris se le animó al personaje y la crítica le fue francamente favorable. Nada del otro mundo pero parece que no estuvo mal. Particularmente tuve miedo de hacerme ideas y no fui a verla.
Pero volviendo a la historia lo cierto es que salí del teatro livianito y convertido en un pibe relojeador.
A unos metros delante mío, un muchachón de “dieciséis” con una campera verde y el capuchón calzado hasta la frente sujetaba a rienda corta un perrón-perrazo de esos que dan miedo de sólo mirarlos en foto. No entiendo nada de perros pero no dudo que fuese la raza preferida por las SS.
Asustaba a la gente que conseguía cuerpearlo a tiempo y se apartaba del bicho con ostensibles muestras de terror. Los paseantes desapercibidos sentían el roce del animal sobre sus piernas y pegaban alaridos de Tarzán. El encapuchado ni bola.
En realidad lo único que quería el can era orinar como cualquier ser respetable y si fuese posible contra una pared. Sólo eso.
Es como si a ti, estimado lector, te sacase a pasear tu señora y te acuciase el mismo deseo en plena vía pública: Ni por el reforro se te ocurriría morder o matar, aunque haya esposos engañados – se dice - que hacen las tres cosas a un tiempo, pero creo que son habladurías sin fundamento.
El animal forzaba con denuedo la gruesa cadena como si tratara de expresar el ansia de querer, empujando al muchacho hasta conseguir el contacto anhelado.
Una elegantísima boutique de la “18 de Julio” recibió el líquido excrementicio en uno de los bordes de su paqueta vidriera y quiso el destino, inevitable e ineludible, que el batintín biológico del perrazo no cesase de emitir sus ondas inexorables.
Efectivamente; tras un grácil movimiento de paletas depositó con envidiable esmero y noble desparpajo el complemento evacuatorio de su vientre, más comúnmente conocido por la acción contraria a lo que corresponde hacer en un negocio o transacción.
Entretanto, el muchacho de “dieciséis” se comunicaba con nadie por el celular.
¿Un imbécil?
¿El eslabón de transición minusválido que nos une a una nueva vuelta de rosca del bípedo con razón?
¿Intentará algún día ese muchacho ser inteligente o encantador?
Son preguntas que uno se hace en medio del desconcierto.
Con terquedad de mula tuerta empecé a buscar una conexión entre las visiones recientes. Habitualmente me complace hacerlo.
Siempre se cobija la velada inquietud del imprevisto en los episodios simples que lo rodean fortuitamente a uno. Una opaca impaciencia que revienta cuando los gestos y las palabras ya no alcanzan.
Un instante de reproche por una acción ignorada.
Aquella barra de corifeos bochincheros, los Beatles, el pichón de energúmeno conformaban para mi gusto un pigmento cristalizado, una ecuación variopinta que imprevistamente mis sentidos resolvieron con felicidad.
Bastó la presencia de un recuerdo, un par de teclazos y el alivio de salvar con nota.
Con el texto que sigue, conmovedor si los hay, encontrado en el bolsillo de un anónimo combatiente sandinista de “dieciséis”( asesinado por el ejército nicaragüense), el dúo de música folkórica latinoamerica “Los Olimareños”, hijos pródigos de los uruguayos por siempre y para siempre, hicieron una milonga que intitularon “MILONGA DEL FUSILADO”
Anda por ahí y antes de morir o casarse hay que escucharla. Dice así.
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No me pregunten quien soy
y si me habían conocido.
Los sueños que había querido
crecerán aunque no estoy.
Ya no vivo pero voy
en lo que andaba soñando
y otros que siguen peleando
harán nacer otras rosas.
En el nombre de esas cosas
todos me estarán nombrando.
No me recuerden la cara
que fue mi cara de guerra
mientras que hubiera en mi tierra
necesidad de que odiara.
En el cielo que ya aclara
sabrán cómo era mi frente…
me oyó reír poca gente
pero mi risa ignorada
la hallarán en la alborada
el día que se presiente
No me pregunten la edad
tengo los años de todos
yo elegí entre muchos modos
ser más viejo que mi edad.
Y mis años de verdad
son los tiros que he tirado.
Nazco en cada fusilado
y aunque el cuerpo se me muera
tendré la edad verdadera
del niño que he liberado.
Mi tumba no anden buscando
porque no la encontrarán,
mis manos son las que van
con otras manos tirando.
¿Mi voz?... la que está gritando
¿Mi sueño?... el que sigue entero
y sepan que sólo muero
si ustedes van aflojando.
Porque el que murió peleando
vive en cada compañero.
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LUIS ALBERTO GONTADE ORSINI
Abril de 2013
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