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LA SUBLIME MÚSICA DEL CIEGO JOAQUÍN
Joaquin nunca imaginó que su último anochecer sería tan distinto porque para él todo el día es de noche. Este de hoy había sido el más impiadoso del invierno pasándolo en la calle, y ya era hora de guardarse. Entonces se incorpora lentamente, dándole tiempo a que músculos y huesos se le acomoden en ese entumecido cuerpo que debe poner en marcha por etapas, y mientras que con una mano apoyada en el gastado diapasón de la guitarra como bastón se ayuda, con la otra recoge la andrajosa frazada sobre la que estuvo sentado durante horas interminables. Siempre allí, en la peatonal, a un costado del ancho umbral que le presta la galería más concurrida de este centro comercial. Entonces ya de pie, se coloca la misma frazada a modo de poncho, pasando su cabeza por el agujero que le había hecho al medio para esto mismo, y luego de vaciar de algo la gorra en un bolsillo del sobretodo, se la empuja hasta las orejas. Por último agarra la guitarra que había dejado apoyada en la vidriera y como autómata se pone en dirección hacia adentro. Tanteando con la punta del clavijero va cerciorándose de que todas las esquinas y recovecos que bordeaban el costado del camino estén en su lugar. Porque se los conoce de memoria, primero una vidriera larga, después una puerta, otra vidriera corta, el ascensor, una columna, una pared rugosa y por fin el descanso de la escalera, y ahí para. Porque ahí debajo está su casa, apenas un refugio, donde se echa y se acurruca en el suelo tal como llegó, muy temprano para una cena. Ya había comido todo lo posible ese mediodía, sobras de restorán, como todos los anteriores, y entonces espera que el sueño llegue como una extensión de la misma oscuridad en que siempre vive estando despierto...
Así era la vida del ciego Joaquín, el que tocaba y cantaba deplorablemente por algunas lástimas redonditas cada día. Desde aquella vez en que siendo tan joven debió aprender a tocar la guitarra solo,a la fuerza, y por necesidad.A rascarla tan mal, porque pudo haber tenido el fino oído del ciego también para la música, pero no, la naturaleza le había negado este otro don que solo son para elegidos. Y se ejercitó como pudo, a pura oreja y a los manotazos limpios. Hasta que de tanto probar y probar pudo arrancarle algunos rasgueos que le sirvieron al menos para acompañarse, mejor dicho para esconder debajo su insignificante registro vocal, ya que tambien en esto había sido desgraciado. ¿ Pero qué otra cosa puede hacer un ciego para ganarse el pan dignamente si no es hacerse oír por algo, en lugar de pedir vergonzosamente una limozna? y así comenzó. Desde aquel día vivió de la calle y en la calle con esto de proclamar a los cuatro vientos su pobreza para el que quiera oír así.
Ese otro día amaneció atroz, el frío era insoportable, no obstante, a media mañana Joaquín ya estaba en su puesto, en su pequeño escenario al aire libre, dispuesto a dar el consabido repertorio de todos los días. Comenzó con inusitado ímpetu, tratando de calentar sus manos con el rasgueo frenético de una rápida chacarera, cuando su voz todavía se le negaba a salir fluída de la dura guarida de su garganta. Pero de a poco fue templando todo su cuerpo con los primeros rayos del sol ya que aparecían por esa vereda, y por fin encontró una mejor entonación. Más no tardaría mucho en darse cuenta que tampoco hoy la gente le dedicaría un solo minuto de su escurridiza atención. Y aunque siempre pensó que solo un milagro lo haría posible, nunca perdía la esperanza que algún día lo lograría por merecimiento propio.Porque su empeño en mejorar no decaía, porque en días lluviosos no dejaba de batallar las cuerdas hasta que los dedos se le pelaran. Hasta que les quedaran ese tacto necesario para palpar y reconocer el valor de las escasas monedas de toda una jornada casi inútil. Más en invierno cuando todos los pasos se escuchan apurados por llegar a casa. Y si no fuera porque de vez en cuando necesitaba estirar las piernas, y que alguien al tropezar con ellas, después de pedirle disculpas suelta algunas monedas, ese gorro le hubiese servido nada más que para abrigarse la cabeza...
Esa tarde, luego de haber devorado en la barra del barcito de enfrente tres sándwich de mortadela y una sopa en taza especialmente preparada para él, siempre valiéndose de su guitarra arrastrada porque bastón blanco nunca quiso tener, cruzó la calle con algo caliente en el estómago. “Algo es algo” -pensó-“ Pero me faltó para el cafecito”- Se lamentó mientras que esta vez se acomodaba en el mismo lugar pero más despaciosamente. Le dolía la espalda y el brazo izquierdo. Para él era un achaque más y no se haría cargo de eso, al contrario, se preocupó más por lo desafinada que estaba ahora su guitarra. Y como si ignorara su propio patético estado, intentó mejorarla sabiendo que era casi imposible, Esa guitarra no daba para más, con una clavija rota y dos trastes saltados, no. Ya el diapasón con la caja formaban ángulo bajo la presión de las cuerdas, cuando igual por empecinado logró tensarlas algo más. Demasiado, como con rabia... Sólo para que sonaran más alto. Más desafinadas pero más fuerte, como diciendo: ¡Ahora me van a escuchar!.. Única manera para que dejara de ser solo esa mancha de alquitrán tras suyo con bronca arrojada una vez sobre la vidriera del Mac Donalds, o ese irónico afiche sobre los Derechos Humanos pegado a su lado también. Seguro que fue por eso. Porque él también sentía que ya no le quedaban nada más que templar en su ya estirada vida. Porque estaba viejo, más que viejo, envejecido y gastado por tantos inviernos encima. Porque aunque nunca pudo verse en un espejo sabía algo de los surcos en su cara. Sabía que desde la cúspide de esos ojos níveos bajaban como ventisqueros los profundos cauces de la adversidad, de años desgastantes, horadando las laderas agrestes de sus mejillas endurecidas...
Esa tarde, cuando el frío parecía haberse instalado en sus huesos para siempre, agarrotado y con la voz negándose a fluir de su pecho congelado, intentó salir del paso con un acorde suave como introducción, igual no pudo, porque ¡Crash!; Abruptamente, un dolor tan agudo como cuchillo de madera clavado directo al corazón desde tras la guitarra lo atravesó. Y quedó quieto como su cuerpo habitualmente estaba. Encorvado sobre ella y feo, insignificante, con la mirada blanca sobre el suelo negro. Sus brazos quedaron suspendidos donde estaban. El derecho tieso sobre la caja sonora, sostenido por los dedos apresados entre dos cuerdas muy tensas, y el otro alzado, colgando de la crispada mano desde lo alto del diapasón... Del detalle más importante de su dueño nadie se dio cuenta, porque la guitarra no enmudeció. Porque ese instrumento sonoro, eterna compañía en su desdicha, tampoco bajaría los brazos. Estaba libre ahora de esa condenada falta de destreza, y no se rendiría así nomás. No callaría la desgracia de su dueño como tampoco dejaría de reconocer su forzado arte; el de aprender a sobrevivir como fuera por unas míseras monedas. Sí, ella misma lo revindicaría, lo haría resucitar del fracaso... Ella, ventrílocuo y muñeca a la vez, quiso y pudo componer con remanentes sonidos que en su estómago guardaba, los simples acordes de una maravillosa melodía... Suave, liviana y celestial, como armoniosos sonidos de notas sueltas. Entonces postergadas mariposas escaparon por su boca de madera, y a través de los dedos muertos de Joaquín se liberaron al aire. Y volaron a lo largo y a lo ancho de una silenciada peatonal... Toda su gente se detuvo en el lugar donde se encontraba, porque algo extraño estaba ocurriendo. Todos escuchaban, aunque no quisieran, eso que sonaba irresistible. De apoco se dejaron seducir por esa música, y atraídos por el mismo encanto llegaron hasta donde él estaba. Hasta ese Joaquín desapercibido de el mismo, frente a quien ya no hubo pasos fugitivos. Todos se reunían a su entorno para escuchar. Y a comentar admirados su sorprendente maestría con esa pobre guitarra, vetusta y astillada, donde sólo él podía arrancarle sublimes arpegios sin que sus dedos parecieran moverse sobre ella...
Entonces sí llegarían las limosnas merecidas. Las monedas caían llovidas del cielo sobre su sedienta gorra como tardías dádivas y sentido pésame a esas manos tan agraciadas. Manifiesto reconocimiento a semejante virtuosismo callejero, merecedor de la gloria de los cielos, y más...
Finalmente lo había logrado...

Texto agregado el 06-04-2013, y leído por 228 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
07-04-2013 Muy bueno. Felicitaciones! rigoberto
07-04-2013 Te aplaudo a rabiar, amigo. De lo mejor que he leído en esta página. PLAF,PLAF,PLAF, PLAF necoperata
07-04-2013 Que buen relato, maravillosa descripción, y creativo argumento. Me encantó.- elbritish
06-04-2013 excelencia, he querido decir. elisatab
06-04-2013 Tarde...Me ha parecido triste y magico, narrado con escelencia. elisatab
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