La noche, con aliento húmedo y frio se acomodaba en mi mundo, sin permiso, osando perturbar lo mio que no necesitaba noche ni día; -perra vida- dije en voz alta, atrayendo miradas que se escondían de la mía; los huesos me molestaban y la cojera me retorcía hasta la mente.
-La noche no me quiere- pensé, y luego con un poco de rabia y aceptación: -nunca me quiso- murmuré en la garganta. La fina llovizna me carcomía la ropa, invitando a la humedad a destrozarme los huesos chuecos, bien moldeados por la artritis, que a mi edad, es cosa de moda, una que nadie pide ni quiere, pero fiel a nosotros, los viejos.
La calle mojada se hacía más larga, o tal vez la cojera eterna, cualquiera de las dos, no me impediría llegar a mi destino, con impotencia tenía que detenerme y apoyarme en las paredes sucias que se escondían con afiches que prometían trabajos fáciles y buen suelo, o retardantes sexuales chinos, mientras me apretaba las rodillas para calmar los latidos de navajas, vi los afiches y me salió una risa sin mueca, y pensé a mis adentros que mucha gente idiota era feliz pensando en esas promesas ilusorias, -putos felices- le murmuré a un joven que caminaba con sus audífonos más grandes que sus orejas, me miro como si apareciese de la nada, y nuevamente me eliminó de su camino.
La humedad hacia lo suyo, joderme, y la noche también, cegarme; caí a un charco sucio que escondía un profundo bache, -puta agua sucia- le dije sin mirarla tratando de recuperar la dignidad que guardaba para el encuentro que me esperaba, la necesitaba, mi cuerpo no soportaría el momento de sonrisas.
Ya era tarde, las calles se llenaron de neones rojos y pieles de alquiler, en especial la calle 19 ya nadie sabía si eran de alguna fémina o de algún… “femino”, no sé qué decirles, pues en mis tiempos ellos se escondían de nosotros los machos; pero la vida, amorosa como siempre, deja su venganza en los años y las miserias regadas como regalos escondidos en cada tropiezo, -¡puta vida justa!- le dije a una mujer de tetas alegres; mientras ella sacaba su artillería de groserías, me di cuenta que no entendió que era a otra “puta” a quien me refería, una que entendía muy bien la palabra “joder”.
Me golpeó como pudo, y bien que lo hizo, esa noche me di cuenta que la vejez es la etapa donde ni las tetas alegres, que antes te querían y temían, ahora ni te respetan. La rodilla punzante no se salvó de los tacones baratos y otra vez en el piso mojado tuve que levantarme y recoger nuevamente la dignidad que me quedaba, la avenida caracas estaba a una cuadra, el frio calaba más fuerte y la llovizna no dejaba de hinchar la paciencia; el Transmilenio escupía gente, y tragaba y escupía, y dejaba la extraña sensación de ser la bestia que no permitía que Bogotá muera en sus calles –por lo menos tu me vengarás- le dije con ternura.
La caracas estaba lista, me puse la nariz roja y la peluca y me dije: -hora de sonreír-.
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