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Leopoldo Luna era el quinto hijo de un matrimonio extraño, por un lado, un joven burgués que se hacía nombrar por el éxito de sus negocios y, de una bella gitana de ojos verde esmeralda que solía cantar con voz de ruiseñor todos los Diciembres, cuando su gente llegaba, como traída por el viento del sur, del fondo de la selva. Su padre era Felipe Luna y su madre era Catalina Tena. No se supo nunca cómo fue que se conocieron y, nadie que les conozcan sabe cuándo ni cómo se casaron. De hecho, que Felipe Luna se fue una vez del emergente pueblo y dos semanas más tarde llegó acompañada de la bella gitana, y, en la Plaza Mayor de Cumbres Negras y dijo a todos los presentes (todo el pueblo estaba reunido porque estaba puesto el mercado): “¡Ésta es mi mujer!”, vociferó.
Felipe llevó a su mujer, Catalina a la casa construida sobre una verde loma. Allí, estuvieron sin salir de la casa dos semanas y, nueve meses después, Catalina daba a luz a su primer hijo.
La familia Luna Tena era singular, pues estaba un hombre de negocios, cuyo rigor científico le impelía a desmentir los milagros que el Padre Honorato inventaba a sus feligreses y, por otro lado, estaba ella, Catalina, que realizaba ritos de bruja y le daba a comer a su marido infusiones contra el mal de ojo y las maldiciones, así como protección contra los malos espíritus.
-¿Conoces algo para hacer que tu marido no te engañe? –le preguntaron alguna vez a Catalina, ella sonriente dijo:
-Sí, hacerle bien el amor todas las noches.
El primer hijo era Julián, quien se distinguía por su grande inteligencia, pero sería recordado en la posteridad por su trágico fin. Murió en la guerra de la Revolución dando muerte a un General enemigo. El segundo hijo fue Ademar, un niño delgado que heredó los ojos de su madre y conquistó a cuanta mujer pudo, se sabe que tuvo cuarenta hijos ilegítimos, siete de su esposa, Rosario y se sospechaba que había embarazada a una prima suya, la cantarina Susana Luna, hija de Amador Luna, hermano mayor de Felipe. El tercer hijo fue una niña, cuyos cabellos ondulados, lisos y brillantes, serían la envidia de las mujeres; habiendo heredado la belleza cautivadora de su madre, tuvo una vida tranquila, cosa que no pasó con sus otros hermanos. El cuarto hijo murió a la hora del parto, ahorcado por el cordón umbilical; su madre le brindó luto largos años y durante ocho años no se le escuchó cantar las óperas de Georges Bizet, cantando especialmente su Carmen por las mañanas. El quinto hijo era Leopoldo quien nació con la dotes mágicas de su madre y habría e levantarse una mañana para ver el pueblo arder.
En sí, Leopoldo fue siempre extraño, no tuvo amigos hasta los diez años y aprendió a caminar a los cinco, para evitar que le aplastara un caballo encabritado. Su madre siempre le trató de forma diferente –fue el único que aprendió a escribir runas y a hablar con los espíritus que habitan el bosque -. Se creía que hablaba solo, pero su madre lo negaba y decía: “No habla solo, habla con los espíritus”.
Leopoldo habría pasado desapercibido si no hubiera predicho que el pueblo fallecería ante el embate del fuego.
Por aquellos tiempos, los caminos fueron frecuentados por bandoleros que huían de los perseguidores Revolucionarios, y se habían ocultado en las cumbres montañosas. Fueron a dar por fuerza del azar a Cumbres Negras.
Los bandoleros tomaron en posesión de las cuevas y la habitaron por algunos años. Primero asaltaban lejos de Cumbres Negras para que sus escondites no fueran descubiertos, pero consecuentemente, tomaron valor y comenzaron a asaltar a las villas, haciendas y caminos cercanos.
Leopoldo creció y se fortaleció con el trabajo. Amparado por su padre aprendió las artífices del negocio familiar y Leopoldo lo llevó a su esplendor, puesto que las negociaciones le pusieron en contacto con Europa y Estados Unidos de América. Felipe, ya en la madurez, veía a su joven hijo (de 17 años de edad), movilizarse en el negocio como el más consumado experto.
Pronto, las personas de Cumbres Negras comenzaron a ver a un joven bien vestido, con el cabello peinado, calzado y atendiendo –según su padre pues muchos años se pensó que Leopoldo era poco menos que un idiota -. Fue entonces cuando, un mediodía, un día caluroso donde las aves emitían sus cautivadores trinos que llegó el tren, pitando y expidiendo una blanca columna de vapor y humo cuando ella llegó.
“La última pieza se acerca”, dijo Leopoldo ese día, cuando el tren se detenía en la estación entre chirridos y órdenes gritadas a viva voz. Se sorprendió diciendo aquellas palabras con la pluma en la mano. Miró por la ventana y la lejana estación apenas visible en la lejanía de la hondonada. Tuvo un momento de temor al comprobar que era él quien había hablado. Consultó a su madre, y ésta le dijo:
-Es un mensaje… de quién no puedo decirlo, pero es alguien muy importante pues usó tu propia voz… recuerda, los mensajes de menor importancia suelen comunicarlos las aves cantarinas, como el ruiseñor. No olvides tus palabras.
Leopoldo volvió al despacho, se sentó ante el escritorio pero no trabajó más, su mente estaba llena de ideas y posibilidades.
La tarde mitigó el calor y las personas emergieron de sus casas.
Allí, en la Calle de la Iglesia, delante de una casa blanca, grande, de tejado grana, una mujer vestida de verde olivo, mirando las lejanías. Tenía un joven rostro, propio de las mujeres que acaban de salir de la pubertad.
Leopoldo habría pasado derecho, sin ver ni hablar con nadie como era su costumbre, pero la joven mujer le habló y le preguntó:
-¿Por qué los árboles se bambolean sin viento?
Leopoldo, sin meditarlo dijo:
-Porque se están hablando entre ellos.
Pudo seguir caminando, pero la joven repentinamente estaba intrigada.
-¿Hablan?
-Claro. Toda cosa viviente tiene voz propia.
En aquel momento salió un hombre entrado en años, con una piel quemada por el sol, bonachón, sonriente que le preguntó a su hija:
-¿Quién es éste joven?
-No lo sé aún padre.
El hombre alargo la mano y dijo:
-Mucho gusto, soy Ramiro Enríquez.
-Mucho gusto, soy Leopoldo Luna.
Y se tomaron de las manos.
El viejo le tuvo inmediato cariño e inmediatamente pidió al joven que le visitara. Ramiro se enteró de quienes eran las familias importantes de la región, y, entre ellos estaban los singulares Luna, quienes vivían en los lindes del mito y la leyenda; debido a que los pobladores de Cumbres Negras los catalogaban como: brujos, mujeriegos, inteligentes hombres de negocios, ninfas y descendiente de Eros.
El viejo Ramiro se amistó con Felipe, pues ambos coincidían en los negocios.
Debido a los informes recaudados por él mismo, el señor Enríquez catalogó al joven Leopoldo como un joven falto de entendimiento, cosa que él mismo desmentiría consecuentemente, pues, a la hora de hablar de los negocios, Leopoldo era tan razonable como su padre. Únicamente se guardaba reserva cuanto se hablaba de espiritismo y de magia.
La hija de Enríquez era Elena, hija de una veracruzana que falleció en el parto. Criada desde niña por su padre y la única hermana de éste, Julieta Enríquez.
Leopoldo visitaba a los Enríquez constantemente, hablaba de negocios con Ramiro y éste le tomaba mucho en consideración, y, con Elena y Julieta, de espíritus y presagios, puesto que Julieta era una acérrima creyente de tales cosas. Leopoldo los visitaba ya fuera solo, ya en compañía de sus hermanos, ya en compañía de alguno de su padres.
Pronto, Elena se vio cautivada por aquel extraño joven que podía pintar el más bello paisaje o tirar, con su fuerza titánica una vaca tomándola del cuello y haciéndola caer. Aquel hombre contradictorio que podía hablar de Química, de Filosofía como de las ánimas que deambulan, penando por el mundo. Por el hombre que (según ella) era capaz de escuchar y entender el idioma de las aves, de los coyotes y de los árboles. Era, para ella, la unión de la ciencia occidental con la creencia mágica de los pueblos precolombinos.
Elena le amó en secreto por muchos meses, ocultado su amor a su padre, pero no pudiendo hacerlo así con su tía. Julieta la había visto suspirar demasiadas veces y, acariciar el libro de poemas que el joven le regaló a Elena en su cumpleaños. Elena, para tener cerca a Leopoldo le expresó su vivo interés por aprender a escribir hechizos con runas, éste accedió inmediatamente a enseñarle y, cuando algún punto quedaba sin explicar, volvía al día siguiente, después de consultar a su madre (más versada en las artes mágicas) y le repetía, palabra por palabra lo dicho por su madre.
Fue en Agosto cuando los bandoleros volvieron a salir y ésta vez atacaron Cumbre Roca, la población vecina de Cumbres Negras y todos se llenaron de terror. Las armas, guardadas en los armarios o bajo las camas, ahora estaban colocadas estratégicamente para ser tomadas en un pequeño movimiento de las manos.
Cumbre Roca fue asaltada y, catorce hombre murieron, doce mujeres fueron raptadas y muchos tesoros robados.
Cumbres Negras se armó y, de tan armado que estaba el pueblo, que sus calles, sus casas, sus avenidas, comenzaron a oler a pólvora.
-Viene un cambio, madre, puedo sentirlo en el aire… hay electricidad en el aire que me avisa, hay voces del bosque que me susurran el cambio, pero no alcanzo a entender bien su mensaje… solamente entiendo que el cambio ya está cerca. Es mejor estar preparados. Voy a enviar el dinero a los bancos de la Capital.
-Sí, hijo, haz lo que debes.
-También advertiré a las personas –dijo él.
Advirtió a cuanta persona encontró, especialmente a los Enríquez, quienes le trataban con respeto y cariño.

El cambio vino con la noche. Los bosques comenzaron a chistar y, los pobladores de Cumbres Negras vieron, estupefactos, como el fuego consumía los bosques y, al costado del emergente fuego, los bandoleros. Los bandidos se precipitaron en pos del pueblo, gritando y apuntando, algunos disparando con antelación.
Los pobladores apuntaron con sus armas y abrieron fuego. Los bandidos, asombrados por el fuego enemigo que no esperaban encontrar, arremetieron con mayor furor. Ambas facciones se encontraron y el disparo y el aroma de la pólvora se fundió con el metálico aroma de la sangre.
Los gritos de valentía se sustituyeron por lo balidos de dolor y muerte.
Felipe disparó desde la ventana de su despacho y tiró del caballo a un hombre vestido de negro. El bandolero herido se encogió sobre sí en el suelo y dijo:
-¡Ay, madre mía! –y no dijo más.
Julián y Ademar disparaban desde del techo con sus rifles, mientras su madre y su hermana estaban con su padre. Ambos jóvenes hombres disparaban y bebían, entre risas e insultos.
Leopoldo yacía en el umbral de su casa, con varias armas cargadas sobre una mesita. No dejaría que entraran o que intentaran incendiar la casa. Disparó algunas veces, y los enemigos arremetieron en pos de él, pero Felipe llegó para auxiliar a su hijo y lograron hacer retroceder momentáneamente a los bandidos.
Durante dos horas los disparos no dejaron de escucharse.
Los bandidos habían tomado el ala norte del pueblo y por el sur, subía lenta pero peligrosamente el fuego.
Leopoldo sintió preocupación por los Enríquez y cabalgó hasta ellos.
La blanca casa de Ramiro, estaba a pocos metros de las llamas. Leopoldo gritó el nombre de Ramiro, de Elena y Julieta. Los mencionados salieron de la casa, armados, con los ojos desorbitados, mirando con asombro y temor a Leopoldo, buscando asociar el rostro con la voz del joven.
-Tenemos que irnos, el fuego devora el pueblo –sentenció Leopoldo –No tendrán que robar ahora, todo se quemará.
Los cuatro sortearon las peligrosas calles y llegaron a casa de Leopoldo donde su familia ya se alistaba para la partida. Los caballos y algunas carretas, los trabajadores de la hacienda y sus familias.
Comenzaron el camino para salir, encontrándose con algunos cadáveres desperdigados por aquí y por allá, los quejidos de un moribundo en las insondables sombras de la noche.
El cielo estaba rojo, como la sangre que tapizaba las calles. Una gran columna de superficie burbujeante ascendía a los cielos, anunciando la muerte de Cumbres Negras.
Los disparos se prolongaron. Los muertos aumentaron y el fuego cubrió con su manto la población de Cumbres Negras. La tierra se calcinaba ante el embate del fuego. Las aves abandonaban sus nidos. Los lobos aullaban, como lamentando las muertes. Las aves de rapiña, oliendo la muerte, despertaron y comenzaron a sobrevolar los aires, admirando con sus ojitos cristalinos el resplandor escarlata de las llamas.
Leopoldo y sus hermanos cubrían la retaguardia, Felipe y Ramiro, junto con algunos hombres el camino delante de sus ojos. Las mujeres y los niños estaban en el centro, gimiendo y llorando, viendo como todo lo que habían consumido se perdía por los siglos de los siglos.
Ya a resguardo en el valle, Leopoldo y todos los sobrevivientes, pobladores del consumido Cumbres Negras y alguno que otro bandido, admiraban el resplandor que sepultaba en cenizas a muchos.
Cumbres Negras, la ciudad que proliferara con el tabaco y el café ahora no era más que un cúmulo enorme de cenizas, piedras fracturas, cuerpos que pronto serían huesos gracias a la tarea de las aves de rapiña.
Elena tomó de la mano a Leopoldo y le dijo:
-Hasta la última piedra ha sido quemada y quebrada por el fuego.
Leopoldo se giró para verla, llorosa, y sintió que elle tenía razón.
Su historia, su vida habría de cambiar.
-Debemos irnos, irnos y no olvidar de dónde venimos –dijo Felipe, con su mujer a su lado, quien lloraba la muerte de sus conocidos –Porque Cumbres Negras ya no existe, que exista pues en la memoria de los que quedaron.

Texto agregado el 06-04-2013, y leído por 163 visitantes. (0 votos)


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