Le arrancaría la ropa, manosearía su cuerpo duro y húmedo, con manos temblorosas de terror, de encierro, de ira, de locura. Le sacudiría, y le echaría de la cama como a un animal. Le gritaría palabras que después me avergonzarían (seguramente que sí), luego le penetraría con pudor silencioso, poco a poco, sintiendo su miembro rígido dentro de ella. Finalmente le cerraría un rato la boca, para que dejara de gemir con esa voz torcida, fingida, que simulaba el deseo y parodiaba la pasión. Se levantaría, tomaría un vaso con agua, para borrar su sabor a lápiz labial barato y ese olor a cigarrillo americano importado; finalmente tomaría sus llaves, murmuraría una disculpa y se largaría definitivamente de allí. Antes de cerrar la puerta tras de si, miraría por última vez a esa puta que algún día fue una princesa, pero que con el tiempo había mutado en un estropajo humano.
Caminaría en silencio por las avenidas de la ciudad, respiraría el hondo aire matutino, pararía en ciertos boliches a contemplar baratijas, o en la librería Crisis, frente al Congreso, entraría y ojearía algunas ofertas del día.
Al final del día, lo último que escucharía sería el ruido del invierno, frío y húmedo, sobre las folonas que decoran el cerro Monjitas. |