-Romance del hijo de la luna-
1° parte ESPADA
Capítulo 1: Buscando el hogar en una aldea escondida del mundo, Dana
La aldea estaba situada junto a un río manso, de aguas claras, y cercada por altísimos cañaverales de refrescante verde, por entre los cuales se abrían paso sombreados senderos de piedra hacia los campos, donde los hombres adultos trabajaban de sol a sol, mientras sus mujeres cuidaban de los huertos domésticos.
Dana había construido la choza un poco por fuera de la aldea, de modo que al echarse en su jergón podía escuchar la melodía que sacaba el viento de las flexibles cañas al acariciar sus hojas. Su casa era un sencillo recinto cuadrado, con techo de juncos de la ribera. Al sentarse en los tablones que hacían de porche, rozaba con sus pies la húmeda tierra y tenía al alcance de sus dedos las hierbas medicinales y legumbres que hacía crecer en su minúsculo jardín.
Aunque no había nacido allí, y a sus vecinos les costaba aún aceptar a la extraña que llegó un día a vivir entre ellos, sola y sin pasado, por su parte se sentía bastante cómoda. De hecho, algunos habían intentado echarla, acusándola de ser una criminal, sólo porque era un poco excéntrica y cuando había que opinar sobre algún tema no se callaba como las otras jóvenes, pero el jefe Partugo la defendió una y otra vez. Después de todo, tenía conocimientos sobre cómo preparar remedios y vendaba heridas mejor que nadie, lo que les resultaba útil en ocasiones. Colaboraba en las cosechas y en las festividades como todos, y tal vez su mayor ayuda era mantener ocupado al kama local, Tuk, con quien solía pasar las noches leyendo o conversando de historia y religión, temas que ningún hombre estaba dispuesto a soportar junto con su bebida. Y porque quisiera vivir sin compañía, no molestaba a nadie. Sólo a los frustrados aldeanos que trataban de meterse en su cama.
La mañana ya estaba avanzada cuando Dana se encaminó al río, con un sombrero de paja en la cabeza y un bulto de ropa sucia y un rollo de papeles bajo el brazo. Iba descalza, como solían hacerlo las campesinas cuando no se alejaban del pueblo, acostumbradas al pinchazo de las piedritas al pisar la tierra oscura y fragante que bendecía la región. Por lo demás, el colchón de hojitas secas no lastimaba, y la arena de la playa era pura seda, de un tono dorado que al mediodía abrasaba los ojos.
La luz flameaba sobre las ondas del río, y hasta daba lástima enturbiar el agua con jabón. Dana se colocó en fila con las otras mujeres y lavó, con tal ahínco que su sombrero terminó en el río y se fue con la corriente.
Riendo, corrió por la orilla en su persecución, seguida de algunos niños que poco a poco se fueron quedando rezagados:
–¡No hay caso, señorita Dana! –exclamó sin aliento un joven de quince años, que se había sumado a la carrera ayudado por el largo de sus piernas adolescentes, abandonando su tarea de reparar el techo del cobertizo para las provisiones de invierno.
Cuando Dana llegó al pueblo, y él todavía no era tan alto, Puch fue el primero en acercarse a la extraña para hacerle mil preguntas sobre las cosas que había visto en el mundo exterior.
Irritada por su pérdida, estaba por tirarse al agua, pero mientras titubeaba con el ceño fruncido y la falda levantada hasta las caderas, sobre la propiedad de sacarse el vestido, el elusivo sombrero se había perdido de vista. Captó la mirada socarrona del muchacho y se echó a reír a carcajadas.
–¡Ja, ja, no te hagas ilusiones, Puch! Bueno, era una cosa fea después de todo.
–Hoy es el día que vienen los mercaderes –le comunicó Saya, la hermana mayor de una serie de ocho, mientras caminaban de vuelta a sus casas, habiendo dejado la ropa extendida sobre las rocas al cuidado de una anciana. A veces Dana se preguntaba si hacían bien, porque esa mujer tenía las articulaciones tan nudosas que no parecía probable que en caso de una ráfaga de viento pudiera retener una sábana voladora–. Capaz que Artuno te compra otro. La última vez faltaron… uy, deseo tanto tener noticias de afuera –Dana notó la nota de anhelo en la voz de su amiga, quien elevaba los brazos al cielo–. ¿No extrañas vivir en un sitio donde realmente pase algo?
El entusiasmo de Saya era contagioso, pero esta vez le dejó un regusto amargo. No sólo porque su comentario le dejaba claro que todo el mundo sospechaba de ellos dos, sino porque a sus años ya creía haber visto suficiente acción.
La fonda era el centro de la vida social, siendo el único cuasi-negocio del pueblo. Servía como salón de fiestas, bar y tienda. Se prestaba o se alquilaba según la necesidad. Cada tanto venían vendedores ambulantes, y el mesonero les permitía exponer sus mercaderías en la estancia principal.
Cuando las muchachas llegaron, el lugar ya estaba repleto. Sin embargo, no encontraron la algarabía que solía rodear al negocio de venta y regateo, en que todos se empujaban para ver y las preguntas y respuestas se gritaban a través del salón. Las únicas voces que se escuchaban, salvo algunos murmullos y suspiros ahogados, era la de un comerciante. La aldea, extrañamente subyugada, rodeaba a dos forasteros pálidos y desencajados como si no hubieran parado de correr desde la capital.
Saya miró a Dana con sobresalto y corrió a apretujarse con sus hermanos en la ventana. Qué suerte tienen de vivir en paz, habían dicho los forasteros. En otras provincias, la gente ya no podía quedarse en sus aldeas por los ataques de ogros, ersaurios, lobos y otros monstruos. No se debía a falta de comida en los bosques, no buscaban alimento porque entonces se contentarían con matar ganado, pero no, se ensañaban con los humanos, destruyendo sus casas y matando a todo el desprevenido que no lograra escapar. En lugares donde los espíritus estaban tranquilos desde hacía un siglo, ahora se daban todo tipo de disturbios. Los kama no sabían qué hacer, y la gente huía en masa hacia las ciudades. Esto había puesto en marcha al gobierno central. Reforzaron las guarniciones de las capitales provinciales con soldados novatos, que no sabían cómo controlar a las masas, enfurecidas por falta de techo y escasez de comida.
Los aldeanos, que nunca en su vida habían visto un lobo, ni tampoco un soldado o una ciudad, se tomaban todo esto con un poco de temor y gran curiosidad, pero no pensaban en la agitación de su país como algo que los afectara… vivían muy lejos. Dana llegó incluso a escuchar a algunos ancianos decir que eran patrañas, que no existían los fantasmas ni los ogros. Para la mayoría este relato, como las leyendas que enseñaba Tuk en la escuelita, no tenía asidero en la realidad. Pero ella sintió un desasosiego tal al escuchar las noticias, que dio media vuelta para volver a su casa. No quería oír más.
Entonces, chocó de narices con el pecho musculoso y bronceado de un joven.
–Querida Dana… –Artuno la abrazó y susurró con emoción–. Terribles noticias del exterior… –dijo apretando sus manos entre las suyas al punto que le crujieron los nudillos– mi padre está muy preocupado.
–Ah… sí… –tartamudeó ella, separándose porque estaban en medio de la calle.
–Así es, ¿no oíste a los mercaderes? Fueron atacados en el pueblo junto a la carretera imperial, hace tres días, por una tropa de bestias mitad hombre mitad caballo.
–¡Centauros! –exclamó Dana y enseguida se tapó la boca al ver que había atraído la atención de varios aldeanos.
Caminaron juntos un tramo pero él debía retornar para acompañar a su padre, el jefe local. Iban a hacer un reconocimiento de los alrededores junto con los aldeanos más fuertes. Sintiendo que hielo se extendía por su cuerpo, Dana preguntó si quería que los acompañara, aunque ya conocía la respuesta.
–No. Ya sé que eres mejor cazadora que muchos de nuestros hombres, pero sabes que a ellos no les gustaría, y a mí me aterraría que te pase algo. Pero, ¿puedo pasar por tu casa esta noche?
Ella asintió en silencio y retornó a su choza. De pronto, el lujurioso cañaveral atravesado por rayos de luz le parecía un ominoso muro verde que les impediría oír o ver la llegada de sus atacantes.
Por la tarde visitó a Tuk para unirse a sus plegarias por la paz, que para ella era sinónimo de un hogar. Dana rogó por que no le quitaran lo que tanto tiempo le había tomado encontrar.
Capítulo 2: Arian, en busca de una espada que no se quiebre
Desde antes de cruzar una tras otra las colinas amarillas, su sensible olfato había captado el olor a quemado en el aire, y ahora divisó volutas de humo negro enroscándose por encima de una pequeña aldea arrasada. No era la primera que veía en tal estado esa semana.
En algún lugar de esa pradera que salpicada de granos broncíneos y nubes de colores, se extendía hasta desvanecerse en un grueso horizonte azul, Arian esperaba encontrar un pueblo que contara con una posada donde descansar, y poder interrogar a los parroquianos. Se había cruzado con varios grupos de campesinos que huían hacia la capital; Arian avanzaba en dirección contraria, deseando chocar con las tropas que ya habían traspasado la frontera o con una de las grandes bestias de las que tanto hablaban los humanos.
Cuando quebraba el alba llegó al siguiente poblado y, tras observar a un lado y otro de la desierta calle principal, se dirigió a la casa de la que provenían sonidos de corridas, gente nerviosa, tintineo de metales, caballos resoplando. Un mozo salió del patio a la carrera, pero se detuvo en seco al verlo.
Este era el momento por el que evitaba el contacto con ellos.
El joven notó su rostro bello y distinguido, un segundo más tarde registró su expresión adusta, su inusual color de pelo, y algo indefinible que lo separaba de ellos, y antes de que Arian pudiera interponer una palabra, retrocedió a trancos hacia el portón, donde chocó con su patrona. La dama lo apartó de un manotazo y, aunque visiblemente alarmada por la aparición surgida de la helada matinal, se fijó en que el extraño vestía túnica y pantalones de tela cara, sandalias de viaje sin gastar, también vio la funda decorada que portaba junto a su mano derecha, y le hizo una reverencia.
–Mi señor… Lo siento mucho, este muchacho es un estúpido. Es que ayer unos viajeros fueron atacados por fantasmas y...
Estaban ansiosos por salir de allí, por eso los vehementes preparativos a esa hora impropia. Arian, que no había cambiado de expresión durante todo su detallado relato, aterrándolos, finalmente asintió y pidió al muchacho que les preguntara a esos hombres el lugar exacto donde habían sido atacados.
El mozo se alegró un poco cuando dedujo que pensaba enfrentarse con los espíritus, o al menos sintió alivio porque se marchaba.
Arian se dirigió al campo indicado y esperó de pie, casi inmóvil, desde que el sol en alto relucía en el sembradío, hasta que detrás de los árboles emergió la luna, como una naranja a la que le dieron una buena mordida. Según la leyenda, de ese trozo que cayó nació el primer ancestro de su casta que vivió como mortal. De pequeño le habían enseñado a saludar la salida de su madre con alegría en el corazón y la mano en la frente. Ya no seguía el ritual, lo único en que pensaba en ese momento, era en el férreo olor de la sangre salpicada sobre las prietas gramíneas plateadas.
De pronto, un halo de niebla se alzó a su alrededor sin tocar sus pies ni su sombra opaca. Arian desenvainó, girando la cabeza justo a tiempo para ver cómo la niebla blanca se concentraba en lo que parecía un enjambre de abejas translúcidas, que se elevaba hacia el cielo. Al instante, la cresta se le volcó encima, y él se zambulló hacia delante con su espada, cortando a su paso la ola de pequeños fantasmas. La niebla se volvía a unir a medida que él avanzaba a toda velocidad. Completó un círculo sin lograr contactar con ninguna de las criaturas.
Los fantasmas eran espíritus de kii puro, etéreos, pero no totalmente libres porque se hallaban anclados a un lugar u objeto. Parecían gotas de agua voladoras, misteriosas, inofensivas, sin embargo podían llegar a ejercer el poder de un relámpago y la resistencia de un muro sólido.
Arian tomó un par de bocanadas de aire mientras estudiaba la ola que saltaba de nuevo sobre él. Pudo distinguir pequeños aguijones y recordó que los viajeros habían sido picoteados y acribillados de manera que sólo tres habían vivido. Inspiró, para estabilizar su espada, y se concentró en las pequeñas formas.
Tras unos minutos de intenso ejercicio, había destruido a cientos de los minúsculos fantasmas, que explotaban cuando chocaban contra su filo. Miró la hoja de su espada, toda mellada. De hecho, a los últimos cien los había golpeado con el lomo y terminó por estrujarlos con su mano izquierda, que ahora sentía escaldada como si hubiera estado sosteniendo brasas. Al menos el resto del fanstasma grupal se había asustado y apartado hacia un terreno más alto. Esas criaturas no tenían cerebro pero sí instinto de conservación.
El fantasma se metamorfoseó en un enorme erizo transparente, con púas larguísimas, y rodó por la suave pendiente. Maldiciendo a los inútiles herreros modernos por haber forjado aquella espada inservible, aunque la culpa era del uso que él le daba, pateó el suelo y salió casi volando hacia la bola que venía girando a velocidad creciente.
La luz de la luna se reflejó en lo que quedaba de su hoja, y en sus dientes, apretados en una sonrisa forzada, cuando ensartó a la criatura desde arriba. El fantasma crujió como vidrio roto, y estalló en una masa viscosa que quedó regada por el suelo.
Arian se quitó una salpicadura de la manga y emprendió su camino, enojado por la pérdida de otra arma. Necesitaba hallar una buena antes de poder enfrentarse con alguien más a su medida.
Artuno suspiró, presintiendo la llegada del amanecer, y estiró su brazo para tocar a la querida mujer a su lado. Le había permitido acostarse con ella sólo para dormir, porque debían estar alertas. Dana se removió en su sueño y metió la mano bajo su almohada. Artuno sonrió, levantándose para empezar a vestirse. Sabía que allí tenía metida una espada, porque no podía dormir tranquila sin sentirla, ni aun con él estando bajo el mismo techo para protegerla.
Habían vuelto de la batida, para descansar lo que pudieran antes de volver a reunirse. No muy lejos del pueblo habían encontrado cañas pisoteadas, huellas del paso de una buena tropilla, por lo que el jefe Partugo decidió formar una pequeña escuadra para cuidar los límites de la aldea. Todos los hombres debían armarse. Dana escuchó con preocupación todo esto pero, como todos, creía que estaban a salvo en ese rincón escondido lejos de la carretera principal.
Sin embargo, se hizo la cansada cuando Artuno llegó, aunque era amantes hacía tiempo y él parecía necesitar un poco de consuelo. En la remota posibilidad de que fueran atacados, lo dejó reposar su miedo y medio dormitó como había aprendido viviendo en el bosque, el oído atento y la mente vigilante.
Artuno estaba calzándose en el porche, junto a sus armas improvisadas, burlándose de su escaso y frío desayuno mientras meditaba como sonsacarle un beso como es debido.
–No tengo una mesa abundante como la que debe servir tu madre, si corres todavía puedes llegar… –Dana imitó la voz chillona de una recién casada que solía reclamarle a su marido en medio del pueblo, pero se quedó muda al sentir unas rotundas campanadas.
–¡La señal! –gritó Artuno, y salió corriendo, olvidándose de su beso de despedida, aferrando la hoz entre sus manos crispadas.
Triste, Dana lo observó, sentada en el porche de su choza, hasta que se perdió de vista. Después se vistió cuidadosamente con su ropa de ejercitarse, tomó la espada corta que ocultaba en su lecho, el arco de cazar perdices, y caminó, sin un pensamiento conciente, hacia la casa de dos pisos del jefe Partugo. De pronto, se encontró en medio de una barrera de mujeres y niños, algunos de los cuales estaban berreando de hambre y sueño, mientras Tuk trataba de imponer cierto orden pero sin que nadie lo escuchara. Al final fue la mujer del jefe, Tamarina, la que impuso silencio y ordenó que mantuvieran la calma.
–¿Por qué dieron la alarma? –preguntó Dana.
Tuk le dio un apretón de manos, y la cubrió cuando la madre de Artuno la miró con inquina.
–Encontraron a una muchacha degollada en el sendero del norte –susurró su amigo.
La madre y los hermanos de la víctima estaban sentados, abrazados y gimiendo, en el piso del salón. Había desaparecido la noche anterior, pero tenían la esperanza de que estuviera oculta en alguna otra casa, o en el cobertizo de las semillas, hasta que alguien se topó con su cuerpo ensangrentado en medio del camino.
Tamarina y sus parientes cerraron las persianas, y distribuyeron a los que no iban a luchar en las distintas habitaciones, dándoles tareas para que estuvieran quietos. Dana se sentó en el porche, con la mirada perdida, durante largo rato, horas, en las cuales el rumor de pies y cascos comenzaron a oírse cada vez más cerca. Luego, se escucharon ruidos que hacían que se les erizara la piel a las esposas, madres y hermanas adentro.
Estaban luchando en la playa. A Dana también le corrían escalofríos y tenía espasmos en la barriga, su corazón latía por encima de su lugar habitual, hasta que no soportó más… no saber, la culpa y lo injusto que unos campesinos tuvieran que estar luchando por sus vidas. Llamó al kama, golpeando con suavidad en el vano de la puerta.
–Tuk, ven aquí y toma mi lugar.
También salió la dueña de casa, palideciendo al sentir con mayor claridad el choque de los metales y los gritos desgarrados. Viéndola decidida, Tamarina dijo:
–Dana, no creo que puedas… –negó con la cabeza sin terminar su frase. A pesar de que no aceptaba la relación de su hijo con esa joven, sin parentesco y sin nada, no quería que una mujer de su aldea cayera entre brutos. Pero el resentimiento se elevó en ella al pensar que bien podían morir su esposo e hijos, mientras Dana se salvaba–. Bien, haz lo que quieras.
–Si esto dura mucho es que no los podremos repeler. Corran a ocultarse en las partes tupidas del cañaveral. Y no vayan todos juntos –agregó la joven como último pensamiento, recordando historias de pueblos completos masacrados a hierro y fuego por ocultarse en un templo o en un pajar, y se lanzó a la carrera hacia la lucha.
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