En la oficina yo hablaba del destino y de futbol. Hablaba de lo mal que me caían los dueños de la empresa. Yo sabía los riesgos que eso conllevaba. Cuando me ponían a hacer algo difícil, yo me quejaba, como un ser humano normal. Pero ellos me pedían silencio, sacrificio y entusiasmo. En la hora de comida, cuando los sueños deben salir a relucir, yo hablaba de mis planes de ganar la quiniela nacional de futbol y dejar ese asqueroso empleo. Pero ellos hablaban de la próxima entrega. Últimamente he visto varios casos de lo mismo en películas y libros: personajes cuerdos que rodeados de locos se vuelven más locos que los locos. Yo nunca debí haber entrado a esa empresa. Pero conocí al presidente por medio de mi hermano. Él me agregó al facebook, y yo pronto comencé a llenarlo de mierda, diciéndole todo lo que me pasaba. Le conté de mi problema de impotencia sexual y de la presión que mis padres me hacían todo el tiempo en la casa para que encontrara trabajo. También hablábamos de futbol. Un día le dije que si había chance para mí en su compañía. Dijo que sí. Que fuera a una entrevista. Di la peor entrevista de mi vida y vaya que he dado malas, para muestra basta decirles que nunca había obtenido un empleo. Una vez entrando comencé a portarme como un buen hijo de puta. Masticaba el chicle de la manera más ruidosa posible. Cantaba en los pasillos. Aplaudía, los sacaba de concentración. Yo estaba muy feliz en ese trabajo. Ellos decían que yo estaba loco todo el tiempo. Me instigaban a trabajar, pero yo hacía las cosas francamente mal, pero no porque yo fuera descuidado, sino porque, como siempre, en ese tipo de lugares, pedían cosas imposibles, y esa es la verdad. Un día me sacaron de mis casillas. Insulté a uno de los empleados, o al menos ellos interpretaron eso, y me mandaron a freír espárragos antes de firmar el contrato. No querían tener a alguien como yo en sus filas. El horario de trabajo era una bofetada. Así que cuando daba la hora de salida yo trataba de tener todo listo para salir disparado. Nunca logré salir a la hora exacta. Siempre 20, 30 minutos después. A veces más. El día que intenté salir a la hora correcta, el empleado más lavado del cerebro y leal me hizo la canallada. Claro que todos estaban confabulados. El presidente, y el próximo sucesor. Me sacaron un error de no sé dónde. El sistema me delataba. El maricón lavado del cerebro gritaba excitado: se equivocó por quererse ir antes de tiempo. Sentí un golpe de adrenalina. Yo solo quería irme, montarme en el coche, poner a oasis y sentirme libre por unas horas. Le dije algo. El tipo me dijo: no te enojes. Yo le dije una estupidez. Le dije: sí me cago, no mames güey, no estés chingando. O algo así. Por fin logré zafarme. Pero toda la noche tuve un extraño presentimiento. Al día siguiente el próximo sucesor del presidente me corrió en frío, nomás llegando. Me tendieron una trampa. Solo estaba él. Realmente me sentí bien cuando me dijo: puedes irte ahora mismo. Era muy temprano. Me fui al casino. Al día siguiente era el clásico. Tomé el desayuno. Me regalaron puntos para jugar en las máquinas. Gané algunos pesos. Le aposté a Tigres. Al día siguiente tigres ganaba el clásico después de varios años. Uno a cero. Gol de Pulido. Mamá estaba enojada porque había perdido mi empleo, pero más porque habían perdido sus rayados. |