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Era una fría mañana de julio, L. se levantó tranquilo; se duchó, se vistió y desayunó; el viaje desde su casa al Hospital Naval de V.M. se recorría en unos treinta minutos, por lo cual digirió el alimento lentamente. Ya allí un cabo segundo lo detuvo exigiéndole su identificación, pero L. no lo escuchó, volvió a pedirla, pero esta vez en un tono más alto. L. mostró lo pedido agregando una lacónica disculpa. Se encontraba molesto, “¿qué se creían esos tipos?” se preguntó, luego en el ascensor asoció su disgusto al nerviosismo que sentía. Hace mucho tiempo que no veía al abuelo, circunstancias ideológicas (que no viene al caso mencionar) lo habían alejado de gran parte de su familia, y lo peor era que él no había tenido culpa alguna de ello.


El ascensor indicó el cuarto piso, un instante de duda lo detuvo, todavía podía marcar el piso uno y evitar todo que le aguardaba, pero inmediatamente desechó la idea y caminó pausadamente hacia la sala de visitas. Al llegar a ella tuvo un momento de satisfacción al admirar la magnifica vista que le ofrecía la sala, la costa viñamarina se presentaba radiante, el extenso y oscilante océano, el rugir de las olas al chocar con las rocas, los vastos prados con niños jugando.


Estaban todos allí, el tío Gregorio, su esposa y sus dos hijos, sus cuatro tías, que en algún momento lo habían cuidado cuando bebé, cambiándole los pañales o dándole de comer (según testimonio de su madre), algunos primos que recordaba de niño, otros ni siquiera los conocía. Su abuela Delia se encontraba sentada, lo contuvo en sus brazos unos segundos, y luego de esto le hicieron las preguntas de rigor.


Mientras respondía, pensaba en que le diría al abuelo, ¿cómo se presentaría ante él?, ¿se acordaría de L.?, muy pronto lo sabría. Por fin alguien dijo que podía pasar junto a otra persona, decidió ir con su madre, que recién había llegado.


Caminaron por un ancho pasillo hacia la habitación 214, a ambos lados se veían ancianos, jóvenes, hombres y mujeres desgarrados por la enfermedad, con rostros apagados, esperando, sufriendo, muriendo poco a poco. L. no los miraba...no los quería mirar, se sintió el ser más despreciable de la tierra, no quería ser parte de esa realidad, esa que existía para esa gente, pero no para él; resolvió no pensar más en ello. Las enfermeras caminaban mirando el piso, la rutina ya les iba absorbiendo la vida poco a poco, esa vida que L. sentía que tenía, esa que no iba a tener su abuelo, un tremendo desconocido, pero el génesis inmediato de su historia, su más próximo punto de partida; al igual que el abuelo, quizás L. lo sería para otros.


Mientras se hacía estas fugaces reflexiones, no se dio cuenta como llegó frente al abuelo, que sentado en una silla de ruedas, compartía la sala junto a tres enfermos más. La habitación era amplia, las persianas apenas dejaban entrar la pálida luz de la mañana; producto al buen sistema de calefacción el ambiente era cálido; al lado de la cama se encontraba el baño, un tanto estrecho y bastante mal aseado. El enfermo al verle no mostró expresión alguna (cosa que no inquieto a L.), durante el tiempo que estuvo junto al abuelo, apoyo su mano en la pierna del moribundo y no dejó de mirarlo a los ojos; la madre era quien hablaba.


De pronto el abuelo se encontró con los ojos del nieto, L. pudo articular algunas palabras entrecortadas por la emoción, pero la idea general fue que expresó su preocupación y le deseo que se mejorara (frase que la dejó en el aire, ya que L. sabía que el abuelo no tendría un día más). Pero ya cuando L. pensó que todo había acabado, su abuelo, con no poca dificultad, logró asir el delgado brazo de L. y murmurar esta increíble frase: “El secreto es la familia, nunca te separes de ella; si no la tienes, búscate una, porque al final del viaje es lo único que nos queda”.


Al salir del hospital respiró aliviado, ya el absoluto no era una utopía.

Texto agregado el 11-08-2004, y leído por 288 visitantes. (4 votos)


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