Catman
La casa junto al pantano
Capítulo 9
El amanecer de ese sábado se presentó algo menos caluroso que en días anteriores.
Una brisa fresca llegaba hasta el pueblo y sus inmediaciones, y los habitantes del lugar podían respirar un poco más aliviados.
Algunas nubes grises parecían presagiar una nueva tormenta pero por el contrario, alrededor del mediodía se fueron desplazando permitiendo que el sol se viese brillar nuevamente con todo su esplendor.
Serían las siete de la mañana cuando John se hallaba bebiendo una taza de té que acompañaba con un par de rebanadas de pan untadas con mantequilla, preparándose para partir hacia la talabartería.
Encontró a Bernard Tyson dibujando en su rostro un gesto de consternación y enseguida del saludo, se atrevió a preguntar:
-¿Sucede algo, señor Tyson?
-Una calamidad, muchacho.
-¿Qué ocurre?
-¿Recuerdas el altercado que hubo a las puertas del prostíbulo el otro día?
-Algo me comentó usted sobre dos prostitutas que reñían violentamente.
-Pues anoche sucedió una desgracia. Penny, la que aseguraba que la otra trataba de quitarle los clientes, la apuñaló varias veces en el pecho.
-¡Vaya tragedia!- Apuntó John, que ya comenzaba a imaginarse de donde sacaría la próxima comida del tío Edward.
-Pobre Rose,- siguió el hombre. –Y con lo bien que estaba, cuantas veces he disfrutado de esas gloriosas tetas que tenía, o que tiene. Que esté muerta no quiere decir que las haya perdido. ¡Maldición!
Era indudable que el acontecimiento había perturbado al señor Tyson.
-¿Qué pasará con la otra?
-¿Penny? Pues ella irá a juicio y es más que seguro que termine en el cadalso, bah, otra pérdida inútil. El mejor trasero de la comarca. ¡Maldita suerte!
“Más alimento para el tío Edward”, pensó John que no se quitaba la idea de la mente.
-Espero que todo esto termine acá y que a la policía no se le ocurra clausurar el prostíbulo, ya estoy viejo para masturbarme.- Concluyó Tyson contrariado. –Me iré ahora al velatorio de la pobre difunta, quedas a cargo del negocio, John.
Se marchó del lugar mientras iba maldiciendo en voz baja. Se podía apreciar que después de tantas visitas al burdel, Bernard Tyson se había “encariñado” con las mencionadas mujeres.
Tal vez porque la noticia del asesinato de la prostituta había conmocionado al pueblo, o porque aún no habían notado su desaparición, en ningún momento escuchó hablar de la señora Greenhouse. Ni por parte del señor Tyson ni de ninguno de los que acudieron a la talabartería.
Claro que era demasiado prematuro para comenzar a preocuparse por ella, hacía pocas horas que había sido víctima del tío Edward.
De todos modos se alegró de que nadie la mencionara, eso significaba que ninguna persona en el pueblo la había visto marcharse por el camino que conducía a su vivienda, y aunque así fuese, no había manera de que él fuese relacionado con el comportamiento de la mujer.
Al salir de su casa no se preocupó por preparar la vianda para el almuerzo, ya que por ser sábado abandonaría sus actividades al mediodía. Sin embargo, al pensar en Annette Winston, decidió que almorzaría en la taberna en lugar de hacerlo en su hogar.
Pasadas las doce y diez del mediodía, ingresó a la cantina y no se extrañó de ver al señor Tyson ocupando una de las mesas frente a su almuerzo.
El hombre, que había notado la presencia de John, le hizo señas de inmediato para que se le uniese.
-¿Un poco más tranquilo, señor Tyson?- Preguntó el joven al tomar asiento frente él.
-Sí, John, gracias por preocuparte,- asintió con la cabeza. –Fue extraño ver a la pobre Rose dentro del ataúd, se la veía como si estuviese durmiendo.
-Eso sucede generalmente,- dijo el joven mientras recordaba que los cadáveres que él desenterraba no se veían para nada similar a eso.
-Será un largo velatorio,- siguió Tyson. –Mañana es domingo y no se hacen entierros, recién el lunes le darán sepultura.
“La pobre madam Bellamy, está desolada, ha perdido a dos magnificas mujeres muy conocedoras del oficio.
Annette interrumpió la conversación cuando se acercó a tomar el pedido de John.
-Pero la gente es mala y egoísta, querido amigo,- siguió Tyson una vez que la joven se marchó a buscar el almuerzo del muchacho. -¿Puedes creer que las demás mujeres se veían contentas con el suceso?
-¿Eso porqué?
-¿Tú qué crees? Obviamente, como las escuché murmurar: Para tener más clientes para ellas.
-Tiene toda la razón, señor Tyson, eso es ser demasiado egoísta al querer obtener beneficios merced a la desgracia de otros.
Una vez finalizado el almuerzo, la joven Annette se acercó para cobrar por la consumición, y que pese a las protestas de John, se hizo cargo nuevamente el dueño de la talabartería.
Annette comenzó a retirarse, al tiempo que mirando al muchacho con una sonrisa a flor de labios dijo:
-Lo veo mañana, John.
-¡Absolutamente!- Contestó con un gesto de simpatía.
-“¿Lo veo mañana, John?”- Repitió Tyson mirando al hombre con un guiño de complicidad. -¿Te has decidido al fin de pedirle una cita a la muchacha?
-Hice caso a sus consejos, señor Tyson.- Respondió.
-¡Me alegro por ti, amigo!- Exclamó. –Una belleza como ella no es para dejar de lado.- Y agregó poniéndose de pié: -Volveré al velatorio, así haré un poco más de compañía a madam Bellamy, antes de volver a por la cena y beber algún vaso de whisky. Para reconfortarme, tú sabes.
John sonrió moviendo la cabeza de un lado a otro, luego saludó a la joven Annette levantando un brazo y abandonó la taberna.
Cerca de las dos y veinte de la tarde, avanzaba por el camino rumbo a su vivienda. Pensaba en cómo podría solucionar el problema de la “comida” del tío Edward, la prostituta asesinada recién sería sepultada el lunes y no podía contar con eso para alimentarlo.
En cuanto a la mujer que la había acuchillado, debía esperar a conocer la sentencia del juez, y si el castigo por su crimen tal vez, y solo tal vez, la conducía al patíbulo, pasarían varios días hasta que eso sucediera.
En algunas oportunidades, John pensaba que el aberrante trabajo que realizaba para mantener a su tío con vida, no distaba mucho en parecerse a lo que hacían los famosos ladrones de cadáveres allá por mil ochocientos veinte.
El avance de la medicina hacía que los estudiantes y científicos se vieran cada vez más necesitados de conocer el cuerpo humano y entonces, aunque ésta fuese una actividad penada por la ley, comenzaron a proliferar los hombres que por poco dinero desenterraban cadáveres del cementerio, para poder venderlos a los discípulos y facultativos, ansiosos por conocer más respecto a la complicada estructura del ser humano.
Los ladrones de cadáveres sabían que cuanto más frescos fuesen los cuerpos que pudiesen proveer, mayor sería la paga. Por consiguiente, comenzaron a ocurrir asesinatos para logra dicho propósito.
En mil ochocientos veinte, en Edimburgo, hubo un caso muy famoso en que William Hare y William Burke, estrangularon a dieciséis personas para vender luego sus cuerpos a un reconocido profesor escocés de anatomía.
Algún tiempo más tarde, las publicaciones comenzaron a incursionar sobre éste tema. Entre ellas cabe mencionar: “The body snachter”. (“El usurpador de cuerpos”, o “El ladrón de cadáveres”) cuento publicado en mil ochocientos ochenta y cuatro por el célebre autor escocés Robert Louis Stevenson.
Preocupado por el tema sin resolver, llegó a su hogar pocos minutos después de las tres de la tarde y se encaminó directamente hacia el sótano para comprobar en qué situación se hallaba el tío Edward.
Con sólo dar un vistazo, pudo comprobar que el hombre había acabado por completo con los restos del cuerpo de la señora Greenhouse.
En el piso del lugar que servía de prisión a la bestia, solamente se veían los huesos desprovistos de carne de la desdichada mujer.
Edward lo miraba ansioso y se paseaba nerviosamente por el recinto, aguardando con impaciencia a que John volviese a proveerlo de alimento.
Al joven Sanderson no le quedó otro remedio que hacer una nueva incursión al cementerio esa misma noche, para tratar de conseguir algo con qué satisfacer a su tío.
Aunque intentaba quitarse de la mente la idea de profanar la tumba del pequeño hijo de los O’Neill, pensó que en caso de extrema necesidad, no le quedaría más remedio que exhumar el cuerpo del niño.
Buscó todas las posibilidades, examinó cada una de las tumbas en pos de hallar algo que tal vez se le hubiese pasado por alto en otras de las visitas a la necrópolis, pero fue inútil, nada quedaba para poder cumplir con las necesidades de Edward.
De pié frente a la fosa que guardaba los restos del pequeño, se persignó aún a sabiendas que al Señor de los cielos le importaría muy poco ese acto de contrición cuando llegase el momento de juzgarlo. Dejó escapar una maldición y cogió la pala que se hallaba sobre el terreno, dispuesto a iniciar su tarea.
Continúa...
Tanto el nombre de los personajes como la historia aquí narrada son ficticios. Cualquier semejanza con la realidad, con personas vivas o muertas, es pura coincidencia.
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