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Romance del hijo de la luna


INTRODUCCIÓN


Nadie sabe cuándo ni cómo, y por qué catástrofe la luna perdió un trozo de su cuerpo celeste. Éste cayó a la tierra convertido en la más hermosa de las niñas, quien sería madre de una estirpe de seres longevos y poderosos, con habilidades nunca vistas ente los humanos, ni siquiera entre otros espíritus vivientes de la tierra.

La gente los temía por su fiereza y altanería, y porque los hijos de la luna realmente eran superiores a todos los humanos, reyes, campesinos, brujos, monjes o soldados. Sin embargo, en los albores de Alruay, su primer emperador los subyugó bajo su mando, los llamó Señores de la Guerra y les dio tierras para gobernar, castillos y súbditos a quienes proteger.

Después de muchos años de paz, Alruay es un imperio debilitado, sin más brillo ni más poderío que una rocosa estabilidad. A sus puertas se alistan los vecinos, a quienes no les ha tocado en suerte un pasado glorioso ni unas riquezas tan abundantes, y que no ven amenaza en el domado centro de poder. La familia imperial, para conservar su status, se ha aliado con los magos, quienes han aprendido a controlar bajo su voluntad a algunos espíritus del tipo bestias y fantasmas.

Pero la princesa Alda no se quiere doblegar. Los guardias imperiales, sus leales partidarios, pretenden sacarla de la capital antes de que se declare el estado de sitio pero lo que ella solicita es que partan en busca de los Señores de la Guerra, para rogarles que se unan en la defensa de su tierra.

Alda cree que la última chance de salvación es el tesoro legendario que el primer emperador guardó en la montaña más alta, una zona plagada de espíritus y otros peligros que ningún humano podría sobrevivir.

La guerra se cuela hasta el rincón más insignificante del imperio, donde vive pacíficamente Dana, una joven mujer que, desconociendo todo sobre sus propios orígenes, lucha por sobrevivir sola, con un pasado que vuelve a atormentarla en la figura de Arian, el hijo de la luna que dos veces la salvó de una muerte segura. Su complicado destino los lleva a ser reclutados por Alda para buscar el tesoro del emperador, pero en su camino encontrarán mucho más…


PRIMER ACTO: ESPADA


Prólogo: Los patriotas nacen en épocas oscuras

La carreta tuvo que abrirse paso entre el gentío que taponaba la avenida que iba desde el Palacio Imperial hasta la Puerta Norte. Finalmente, con una imprecación y un tirón de riendas, el impaciente conductor logró colocarse en una desordenada e interminable cola de carruajes, carromatos y jinetes que esperaban su turno para pasar por el puesto de revisión y así poder salir de Ral Mado.
Pero cuando habían logrado adelantar unos metros, uno de los guardias de la ciudad se acercó, la lanza en una mano y haciéndose visera con la otra para tapar el sol del mediodía. Se detuvo, extrañado, al ver al señor recostado sobre su capa negra, entretenido en masticar una pajita del relleno que se usaba para que los toneles de vino no chocaran entre sí.
–¿Señor Doval? ¿Piensa salir de la capital? –preguntó el soldado, y ojeó el vehículo de carga tirado por burros.
El aludido se incorporó sobre un codo y se dignó a contestar: –Ay, ay –vociferó a modo de asentimiento el caballero–. ¿Para qué sino voy a estar en medio de este embrollo, bajo este calor bochornoso, en vez de estar durmiendo la siesta en mis aposentos?
–Umm… –el guardia dudó, porque pese a la sonrisa torcida de Doval, era conocido por su temperamento, y temía su reacción a lo que tenía que decir a continuación–. Lo siento, pero tenemos órdenes de revisar a… a todos.
El caballero comenzó un gesto irónico de “bienvenido” a husmear en sus barriles, pero el conductor, un hombre más alto, de piel oscura y gesto adusto, lo miró de reojo, y Doval cambió su intención. Frunciendo el ceño, se irguió por encima de los guardias, y puso la mano como sin querer en la empuñadura de la espada gigante que colgaba de su cadera.
El soldado que lo había saludado se encogió bajo su sombra y retrocedió, explicando, con voz temblorosa, que el emperador había ordenado redoblar la vigilancia en las puertas y revisar a todo viajero, entrante y saliente, incluso a los miembros de la corte. Tales medidas reflejaban el estado de alerta que reinaba en la capital desde que comenzaron a correr libremente rumores de una invasión, y se temían corridas en masa por parte de la población inquieta, sobre todo de los ricos.
–Nosotros, los guardias imperiales, no tenemos miedo de unos extranjeros –comentó Doval, indiferente, dando dos golpes en un tonel a modo de invitación. Observó que otro soldado miraba ansioso a su compañero mientras este hacía presión con una barra de metal para abrir la barrica, como si estuviera por destapar una bomba–. Como soy patrón de los vineros, me regalaron estas, que voy a llevar a unos amigos que se hospedan en la Posada del Viento Viajero.
El soldado finalmente descorrió la tapa con la punta de la barra, y se inclinó para mirar hasta que su nariz tocó el borde, aunque no era necesario porque estaba llena a rebosar de un rico vino tinto que relucía como amatistas bajo el sol.
–¿Desean probar un poco, soldados? –ofreció el conductor indicando un cucharón viejo, y aunque su tono era extremadamente amable, su voz baja y rasposa los hizo saltar sobre sus talones.
Rechazaron la oferta a toda prisa con una sacudida de cabeza. Aunque parecían tener ganas de pasar al siguiente carro, se afanaron picando entre la paja con sus lanzas, lo que les ganó un bufido airado del caballero, y finalmente hicieron señas a sus colegas para que les levantaran la barrera.
Una vez en el exterior de la muralla, Doval se reclinó en el asiento y lanzó un suspiro de cansancio:
–¡Mete un poco más de prisa a esos animales, Jogan! Quiero llegar a la posada antes de la noche.
Como Jogan llevaba la ropa típica de los peleadores callejeros, un traje negro bastante ajustado, chaleco verde, y protectores de codo y rodillas, en lugar del atuendo elegante que solía usar, los guardianes de la ciudad no lo identificaron como el famoso guardia imperial que era.
Esta circunstancia, y su obsesión por hallar armas o joyas ocultas en los equipajes para ganarse la simpatía de sus superiores, hicieron que no llegara a atención del gobierno que dos caballeros habían salido por la puerta del norte el mismo día que otro, Prestenton, se fuera de visita a un templo, por la Puerta Sur, y poco después de que Elrich, el mayor de los guardias imperiales, se fuera de vacaciones con su amante.
Una vez doblaron un recodo del camino de tierra, adentrándose en un monte de pinos de tronco rosado, Jogan aminoró la marcha:
–¿Esperamos a llegar a la posada, o nos ocultamos entre los árboles? –preguntó con la vista fija al frente.
Unos golpeteos lo convencieron de no esperar más. Jogan detuvo la marcha, escuchó el trino asegurador de los pájaros e insectos acalorados, y luego le hizo una seña a su compañero. Antes de que Doval abriera el tonel, el mismo que el guardia había revisado, unas manos delicadas empujaron la tapa desde adentro y una cabellera oscura surgió chorreando del líquido violeta.
Jogan se apresuró a sacar del casquete a la hermosa joven de piel blanca y ojos negros, que escurría vino y tosía, con el vestido pegado al cuerpo. Los caballeros miraron hacia otro lado mientras se cubría con el tosco mantón guardado bajo la paja.
Riendo, la joven se tumbó entre los toneles.
–¡Vamos, Jogan, mete prisa a esos animales! –acució al caballero con un gesto decidido de su delgado brazo. Tenía una voz de contralto melodiosa y su risa resonó varias veces bajo la fresca cúpula de agujas azules–. No queremos que nos pare alguna patrulla antes de llegar a la posada ¿no? ¿Cómo van a explicar que llevan a una mujer empapada en licor…
Doval lanzó una risotada y encontró muy fácil una explicación plausible, al menos para él. Luego ambos se rieron de la expresión indignada de Jogan.

El primer aullido fue escalofriante. Muy lejos, a su derecha. Le contestó otra bestia, a su izquierda. Parecía estar tan cerca que Javier dejó de lado toda precaución y se lanzó a la carrera a través de los árboles, levantando una nube de hojas secas blancas y rosadas.
¿Por qué aullaban los lobos al mediodía? Porque tenían hambre, y porque no eran lobos comunes sino bestias come-hombres.
El joven ya creía que su loca carrera lo había salvado cuando, en medio del sendero que había tomado sin pensar, apareció una criatura de casi dos metros de alto, sacudiéndose la pelambre gris, y erguida sobre sus patas traseras como si emulara a los humanos.
Javier frenó de golpe, resbaló y cayó sentado. No por mucho. Mientras se preguntaba quién resollaba por todo el bosque, desenvainó y colocó su espada en una posición defensiva sobre su rostro, tomó impulso y se lanzó hacia la bestia-lobo. Era su propia respiración agitada, comprendió, cuando se acercaba a las fauces abiertas llenas de colmillos.
La bestia no había esperado que él se abalanzara hacia su muerte, en lugar de correr en dirección contraria como hacían todas sus presas.
No era el primer lobo que Javier enfrentaba, y conocía sus mañas. La bestia le saltó encima, el joven se tiró al suelo y barrió su filosa espada hacia arriba, hiriéndolo en una pata delantera y en el torso, en tanto el lobo fallaba en encontrar su cuello por centímetros.
Termínalo antes de que lleguen sus compañeros, le exigía su sensata voz interior.
La bestia-lobo resopló, y volvió sobre sus pasos, apoyándose en tres patas, midiendo al joven de reojo, buscando el momento para atacar.
Se lanzó de improviso a la carrera, tomando a Javier desprevenido, pero igual logró rodar bajo un arbusto y se salvó, aunque recibió un zarpazo en las costillas. Las garras de la bestia eran tan largas como cuchillos de mesa y su fuerza igual a la de un toro. Rechinando los dientes y encogido de dolor, Javier sacó un par de dagas de su cinturón y las lanzó al cuello del monstruo. Una se le incrustó entre los tendones sobresalientes del lado izquierdo y la bestia gruñó, enseñando los dientes.
Casi sentía su aliento putrefacto cuando dibujó un amplio arco con la espada, al tiempo que la bestia-lobo se precipitaba sobre él.
El hocico y media cabeza habían volado varios metros, cayendo sobre un arbusto. Javier estaba sepultado bajo el masivo cuerpo, regado de sangre y sesos. Además, la bestia-lobo había logrado clavarle cuatro zarpas en el estómago al momento de perecer.
Al menos, como su olor estaba mezclado con su peste, a las otras bestias les sería un poco más difícil localizar su rastro. Javier logró arrancarse la pata de un tirón, y se desmayó. Soñó que oía el rumor de un arroyo en lo profundo del bosque. Si pudiera arrastrarse hasta allí…

En su mansión de Ral Mado, la hermosa estrella azul de Alruay, Cristano no podía convencerse de despegar sus pies del salón, aún sabiendo que estaba retrasado. Gawai seguía sentada en una otomana, con las manos cruzadas en el regazo y su mirada fija en el suelo, pero podía ver las gotas relucir en la punta de su nariz antes de caer sobre su falda. Se parecía a la dama del mural que cubría el fondo del salón comedor, la joven de la leyenda que esperó por años a que su amado volviera de la guerra, hasta que un adversario celoso le envió una misiva engañosa sobre su muerte que la hizo desesperar.
–Adiós, querida esposa. O mejor hasta pronto, porque volveré en pocos días, en cuanto averigüemos que pasa en la frontera. No olvides mi encargo respecto al destilado de azahar –recalcó esta frase para beneficio de los sirvientes que pudieran acechar tras las puertas y pesados cortinajes.
Tras besar a sus tres pequeños en el cuarto de juegos y recomendarles que hicieran caso a su aya y su mamá, en la escalera, le había susurrado a Gawai que guardara la compostura ante todos y nunca saliera de su casa sin escolta. La razón obvia era que sobraban los atracos, e incluso los asesinatos, en medio de constantes riñas callejeras, debido al descontento de la población que de pronto se veía oprimida por las propias tropas. Y que ni siquiera confiara en los cortesanos, ya que por miedo a ser derrocados en un futuro próximo, tanto el emperador como el príncipe heredero, Seyane, eran capaces de tomar acciones indeliberadas.
Gawai lo vio partir sin otra despedida que aquel beso furtivo al bajar. Cristano salió arrastrando su espada, preguntándose si volvería a pisar el suelo de su casa otra vez, y qué sería de su joven familia si moría en esta misión.

El dueño de la Posada del Viento Viajero creyó que iba a ser una buena semana cuando el caballero Elrich se apeó en su puerta y le comunicó que pensaba quedarse varias jornadas. Enseguida empezó a vociferar órdenes a su mujer, hija, y sirvientes: equipaje-agua caliente-baño-comida-vino-cojines-rápido, mientras él se pavoneaba con su huésped.
Pero cuando días más tarde vio llegar a dos guardias imperiales con una muchacha, se rascó la cabeza y pensó que bien podía perderla por traición. No se asustó por la concentración de Señores en su casa, a pesar de la reciente prohibición de viajar, o porque la mujer apestara y la siguieran las moscas, sino porque después del baño y con una muda de ropa del equipaje del propio Elrich, la anónima dama se convirtió en una beldad elegante y risueña con una voz de contralto encantadora.
No había que ser muy imaginativo para adivinar alguna trama oculta. De amante paga no tenía pinta, y el guardia imperial no tenía hijas… meditó el posadero mientras observaba a la mujer de piel de porcelana y ojos negros como tinta, que cubrió su larga trenza morena con una chalina del color borgoña del escudo de Elrich.
Encima, al rato llegó el popular caballero Cristano y, causando un gran alboroto entre las mujeres de la posada, otro joven que aquel había recogido en el camino, cubierto de heridas y sangre seca.
–¡Qué dicha estar limpia y fresca! –exclamó la mujer, una vez estuvieron todos reunidos en el comedor reservado para la ocasión–. Aunque me gustaba el vino alruanés, creo que no lo probaré más en mi vida. Pero, mi amable Javier, no es necesario que nos aguante en lugar de ir a la cama hasta reponerse de esas terribles heridas.
–Gracias, señora, pero esto no es nada –en su formación de guerrero lo habían puesto a pelear con bestias de las más peligrosas, así que los zarpazos le parecían una minucia, y no quería perderse la reunión que podía decidir el destino de su país.
Después de una larga pausa en que todos bebieron a su salud, Elrich comenzó:
–Princesa Alda, compañeros, y joven Javier… les he pedido que nos reunamos aquí en secreto debido a los hechos que ya conocen, así que no perderé tiempo en lamentarme de nuestro gobierno. Tengo informes fiables de que Seyane pactó con el enemigo, porque no está dispuesto a correr el riesgo de luchar y perder –Cristano y Jogan asintieron, Alda sonrió con tristeza, Doval se golpeó las rodillas con impaciencia–. Pero nosotros no pensamos así, ¿verdad?
–El Señor Prestenton se dirigió a la frontera para detener la invasión –se animó a interponer Javier en voz baja.
–Pero es una medida tomada muy tarde… –repuso Alda– y el mayor problema, señores, es el miedo de la gente. De todas las provincias llegan noticias de que bestias o espíritus han comenzado a movilizarse contra los humanos después de años de sosiego, y no tenemos a nadie preparado para luchar contra ese tipo de amenaza.
Todos los rostros se volvieron sin querer hacia Javier: que las bestias osaran atacar a plena luz del sol, cerca de las carreteras, era un síntoma del desequilibrio de su mundo.
–No debemos desesperar, todavía podemos restaurar el balance de poder –prosiguió Elrich–. Aunque para lograrlo, y antes de que el gobierno se de cuenta, debemos definir y llevar a cabo un plan para salvar a Alruay.
–Aunque tengamos que actuar en contra de los deseos de mi familia –agregó Alda–. ¿Puedo contar con su apoyo, caballeros?
No era necesario asentir. Por su parte, Doval lanzó una carcajada brusca, y declaró:
–Parece que somos los últimos patriotas que quedan.

Texto agregado el 31-03-2013, y leído por 101 visitantes. (0 votos)


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