Toribio se levantó con la prestancia de un Homo habilis ante la exigencia de su esposa Agatángela de calentar agua para que a la mera hora no anduviera bañándose a las prisas. El hombre se incorporó de mala gana, pues aún traía algunos retazos del sueño reciente pegados como calcomanías en las bolas de los ojos.
“Chingada madre”, murmuró Toribio ya afuera mientras se ponía una chamarra deshilachada de borra, pues no fue capaz de repelarle a su mujer, quien se había vuelto más canija en los últimos meses de su embarazo.
De modo que Toribio se dirigió al tambo donde guardaba una reserva del agua que extraía de un pozo comunitario, quitándose a un perrito garraleto al garabatear el pie metido a la mala en el huarache.
El problema era que el invierno pegaba con enjundia, y cada bendita mañana era un tormento lavarse siquiera las manos con el agua en su punto para hacer raspados. Y para acabarla de amolar, desde hacía unas semanas había que romper una cubierta de hielo tan gruesa como un sope sin condimentos.
Tal vez por eso Toribio masculló unas palabrotas que le agriaron más el aliento de por sí rancio, y sujetó con ira una totuma para golpetear el espejo de hielo donde contemplaría su imagen de íncubo terrible si el coraje no le obnubilara la razón.
Poco después Toribio depositó una bandeja tiznada sobre tres piedras prietas que resguardaban los tizones del día anterior, bajo los cuales acomodó unas varitas secas.
Luego dirigió un cerillo encendido de un solo raspón hacia el endeble entramado, y se agachó para soplar, transformándose en la versión lamentable de un pez globo en desgracia.
Horas después Toribio ya se había bañado a bandejazos, calándose sus trapos domingueros para acudir con Agatángela al médico del pueblo, a media hora de camino en el lomo de una mula descuajarrada.
Así fue como Toribio se las arregló para acomodar a Agatángela sobre la bestia sujetando las bridas correosas que jaló durante todo el trayecto en una vereda delimitada por los terrenos desahuciados después de la cosecha.
Toribio tenía cuarenta años y ya había dejado a dos mujeres de diferentes poblados con media docena de hijos cada una, siendo Agatángela la tercera. Y no obstante que ella apenas había cumplido los dieciocho, ya le tenía bien tomada la medida, controlándolo desde que descubrió el poder resguardado en su entrepierna.
Para entonces Toribio ya desconocía el sentimiento de virilidad de un año atrás por haberse llevado a su jacal a la muchacha, y ahora muchas veces se contemplaba como un sufrido monje colofónico, lanzado sin miramientos a purgar una condena injusta en este mundo de perdición.
Toribio se volvió a lamentar por la pérdida de su libertad, y Agatángela le ordenó que se detuviera, pues tenía antojo de aguamiel.
El hombre se llevó la palma al rostro que friccionó reajustándose los rasgos de sacerdote maya, y dijo que sólo traía agua de garrafón. Agatángela le arrojó una mirada flamígera y frunció la boca de virgen ultrajada para que Toribio pusiera a trabajar su cerebro de por sí herrumbroso.
Poco después Toribio se detenía vaciando su guaje en la tierra grumosa ante los magueyes del viejo Zacarías. Quitó una piedra que sellaba unas pencas atravesadas y espantó a miríadas de mosquillas de ojos descomunales mientras metía el guaje al boquete, nervioso de ser descubierto.
Un rato más tarde Agatángela sólo se dignó a darle un sorbito al aguamiel, pues levantó el rostro augusto para decirle a Toribio que el antojo se le había cambiado, “y ora quero unas tunas, pero no de las taponas; de las coloradas chiquitas, de esas quero”.
Toribio se volvió a embarrar la mano en la cara y asumió su nueva misión con la angustia de San Lucasiano minutos antes del martirio.
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