Son las latitudes del horizonte de tu cuerpo
las que delimitan las claves de mi mapa
guiando los pasos de las manos perdidas
y de una identidad ya olvidada;
Son coordenadas correctas
como cuando a tu norte el cabello en foresta
se encumbra y se encrespa en azabache y plata
y cerca los lagos altivos y cristalinos
de tus ojos rectilíneos, fijos como estampas.

Y se acompañan a la ruta lisa de tu rostro
-del cual siempre la sombra se me escapa-
el contraste de las carnosas y sedosas dunas
elevadas como crestas coloradas
de tus labios separados por el hueco de un suspiro
con un poniente que quema, sólo porque lo exhalas.

Hay una catarata infinita en tu cuello perpetuo
en la que en ocasiones se derraman lágrimas como perlas
-o luces perlas como lágrimas -
donde adivino el camino circunvalado por tus hombros
como esfinges que custodian los templos maternos
donde se guarda oculto el secreto de la femineidad y la raza.

También existen, al este y al oeste, latitudes exactas
desde la senda inmaculada de tu pecho
encarnadas en largos y etéreos brazos como ramas
que abarcan hasta más allá de donde nació el tiempo;
Pero son tus inductores dedos
afilados como agujas que señalan
las huellas de la ruta deseada y que obligan a la fuerza
a la vuelta de la estepa de tu vientre eterno, sin escalas.

Y en ese camino idílico al sur de tus senos
de suave hierba guardadora de simiente,
de tortura que demora y aplaca,
de cielos infinitos e infiernos impacientes,
de locura que devora y después te calma,
de tormentas y silencios,
de fuego y agua,
allí exactamente
es en tu latitud más profunda donde me encuentro
y donde tú solamente me revelas y me amparas.

No existe latitud en mi cuerpo
ni brújula, ni carta,
que no apunte únicamente al centro
de tu voz o de tu mirada.