Camino hacia la luz
Caminaba su vida, mirando bajo. Siempre fue así desde que todos lo conocen. Miraba al piso, a los pies de los caminantes; les contaba los dedos a menudo y a veces llegaban a sentirse las contadas… siete, ocho, nueve y diez. Contaba las hojas caídas de la arboleda amarillentas del pueblo cordillerano de Tamberías, y así sabía que era otoño.
Sabía de las otras estaciones, mirando al suelo, la tierra, los yuyos, las flores; por todo lo que había alrededor, pero bajo su propio horizonte. El viento, su compañía, según su fuerza y orientación era la brújula de su propio tiempo. Un viento sin color ni olor, que le atravesaba su cuerpo, de por si frío.
Su recorrido era de Oeste a Este y de Este a Oeste. Miraba y contaba las gallinas del vecindario, los peces de las acequias y parece que hasta hablaba con ellos, algo les decía; se maravillaba de sus colores y también los contaba.
De andar lento, con pasos fatigados, pesados, a veces dolientes y resignados. Casi viejo, algo canoso y con sus manos un poco temblorosas, y si bien sus ropas estaban limpias y algo descoloridas, la gente del pueblo decía que estaba enfermo.
Era de aquellas personas que al mirarlas no se sabía que tenía, pero seguro que tenía algún quizás, como cualquiera…
Pateando piedras, y con la cabeza gacha, va rumbo al corralón. Pasa por la capilla, son casi las seis de la fría tarde de junio. Pasa más allá, retrocede y vuelve. Decide entrar. Las puertas abiertas. Sólo silencio. Dos velas apagadas en los extremos del altar. Flores bancas y amarillas adornan el único florero marrón apoyado en la poltrona principal. El sol aun pega en las dos ventanas rectangulares en la pared lateral.
En la primera fila de los pocos asientos, él espera. Sus manos sobre el pecho, juntos sus dedos y con fino temblor espera; el seño algo apretado y con su mirada puesta siempre a la mitad, todo hacía dar la idea de que estaba rezando, y emitía algunos sonidos parecidos a un rezo. Sus manos no se separaban entre sí, ni de su pecho.
En un instante, enfrente de él y desde la casita de cobre detrás del altar, una intensa luminosidad, transparente y fulgurante a la vez, sale de allí. Lo cubre y siente la tibieza de unas manos que tomando las suyas le dice:
-Hombre, cree en mí. Vete y sé feliz.
Cae estrepitosamente al piso y en su caída también cae su silla. Queda entre asustado y perplejo por la intensa luz que sale de la casita y que lo deja casi ciego.
No repuesto del todo, intenta levantarse y acomodar su asiento
Camina por el centro de la pequeña capilla, con la cabeza en alto, mirando a la puerta y a la vez volviendo la mirada nuevamente hacia el interior, donde ve a Jesús que está ocupando su asiento.
Apura el paso, sin saber por qué. Y afuera, con el sol ya dormido en el horizonte, decide volver camino al corralón.
La gente del pueblo lo ve pasar por las calles y asombrada, lo ven cantando y saludando a todos. Llega a la plaza. Un grupo de niños, que jugaban a la pelota, no pueden creer que el loco del pueblo les dice: ¡chicos, yo también quiero jugar!
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