Salí de la oficina después de inventar una excusa para que mi secretaria la transmitiera en caso que preguntaran por mí. Tomé un taxi y me dirigí al lugar acordado, pagué con el dinero justo para salir rápido del auto y caminé a paso largo dentro de lo que podía con mis tacos altos, me arreglé la falda y entré al escondido edificio donde habíamos arrendado un departamento. Saludé al conserje con apenas un gesto e instintivamente me llevé la mano a los lentes oscuros y luego a la peluca de rizos almendrados que me distanciaban bastante de mi apariencia normal.

Subí por las escaleras al segundo piso y me enfrenté a la puerta con mis nervios desatados, llevé la llave hasta la cerradura y torpemente la tiré al piso, entonces abriste y tu sonrisa lo iluminó todo, borrando mis miedos, calmando el temblor de mis manos y el martilleo de terror en mi pecho. Me llevaste adentro, mientras tu boca se abría a la mía y me apretabas con tu cuerpo delicioso, llenándome la piel con ese cosquilleo exquisito que produce el deseo y te desborda de pasión.

Afuera, regadas a lo largo del pasillo, quedaron todas mis culpas y después de unas horas de amarnos sin control, saldría a la calle a recoger mis remordimientos, con el sabor de tu amor repartido por todo mi cuerpo.